El sacrificio de la misa. Juan BonaЧитать онлайн книгу.
con las palabras pro peccatis et offensionibus meis, a sí mismo se las aplica, y lo que se aplica a sí mismo no se lo puede aplicar a los demás. El tercero se colige de la misma naturaleza, del sacrificio, que por estar instituido para los hombres debe, por tanto, aprovechar a aquellos por quienes se ofrece. Según opinión común, este fruto medio no es extensivamente infinito, sino que a cuantos más se extiende más disminuye. El sacerdote debe aplicar este fruto a aquel por quien especialmente está obligado a celebrar por razón de beneficio, limosna, precepto del superior o por cualquier otro título; y esto antes de la Misa, o al menos antes de la Consagración; pues si la esencia de la Misa consiste únicamente como sostienen la mayoría de los autores, en la consagración, de nada valdría hacer después la aplicación del fruto estando ya el sacrificio consumado quoad substantiam.
QUÉ MÉTODO HA DE OBSERVARSE EN LA APLICACIÓN DE LA MISA
Como ya dijimos que el fruto debe ser aplicado por los sacerdotes, se hace necesario, según la común y más extendida opinión de los teólogos, establecer alguna práctica o método para hacer esta aplicación que sirva a los sacerdotes para no resbalar en cosa de tanta importancia ni faltar a su obligación. Primero hay que tener en cuenta que el sacerdote ofrece este sacrificio en nombre de muchos: en nombre de Cristo, primero y principal oferente de cuyo mérito emana el valor del sacrificio y de cuya voluntad depende en gran manera su aplicación; además, en nombre de la Iglesia, a la que Cristo concedió la dispensación de sus méritos y satisfacciones; después en su propio nombre, en cuanto que ofrece por su libre voluntad y lo aplica a sí mismo y a otros, según su arbitrio; finalmente, en nombre de los otros fieles, quienes, juntamente con él o por medio de él, ofrecen el sacrificio con voluntad interna, a saber: aquellos que ayudan y asisten a Misa, o han dado limosnas para su celebración. Además, Cristo y la Iglesia quieren que todos los fieles sean partícipes de los frutos del sacrificio cuantas veces se ofrezca, siempre que sean capaces y no pongan por su parte ningún óbice; tampoco se exige aplicación alguna por parte del sacerdote celebrante, para que este fruto común se extienda a todos. Sin embargo, por voluntad y disposición del mismo Cristo, una parte notable de todos los frutos se deja a la libre aplicación y determinación tanto del mismo sacerdote celebrante, en cuanto ministro y dispensador de sus misterios, como de los otros que ofrecen junto con él; lo cual se desprende del consentimiento común de la Iglesia, que aprueba la costumbre de los fieles, según la cual este sacrificio se ofrece particularmente por ellos; y en vano harían esto si todo el fruto del sacrificio estuviese ya aplicado y nada quedara para aplicar por la intención del sacerdote. El sacerdote, en la acción de este sacrificio, es superior a los otros que ofrecen con él; de esta manera, la aplicación de los frutos depende principalmente de la intención; pues, como es un acto de la potestad de orden, está sujeto a su voluntad.
Pero es del todo incierto cuánta y cuál sea la parte del fruto que Cristo Nuestro Señor quiso correspondiese ya a todos los fieles en general, ya especialmente a aquellos a los que se aplica por la intención particular del sacerdote celebrante; ni la Sagrada Escritura, ni la Tradición de la Iglesia, ni los Concilios, ni los Santos Padres han declarado ni definido nada acerca de esto. En consecuencia, basta que el sacerdote quiera aplicar según su obligación o devoción el fruto del sacrificio a determinadas personas, en la medida en que Cristo Nuestro Señor le concedió el poder aplicarlo.
Debe tenerse en cuenta, en segundo lugar, que para que el sacerdote aplique válidamente el fruto del sacrificio es necesaria la intención que, como dicen los teólogos, se requiere para conferir válidamente cualquier sacramento. No es, pues, suficiente que la intención sea habitual; que sea actual es óptimo y laudable, aunque no necesario; basta, pues, la intención virtual, es decir, aquella que procede de la actual, y que, al no haber sido revocada, se mantiene todavía en vigor. Esta intención, sin embargo, debe coincidir con la misma realización del sacrificio, ser cierta y determinada y no dejar en suspenso el efecto del sacrificio, ya que no puede depender de condición futura. Ahora bien, si el sacerdote no aplica a nadie el fruto del sacrificio, o aquel por quien lo ofrece no es capaz o no lo necesita, el fruto queda en el tesoro de la Iglesia. De donde infieren los teólogos que en tal caso es mejor tener condicionada la voluntad y aplicar el sacrificio por alguien que pueda gozar de este fruto. A algunos les parece también ser muy conveniente que el sacerdote, que quiere celebrar por varias personas, las mencione especial y concretamente, no de un modo general y confuso, porque en este caso aprovecha menos a cada uno en particular; el sacrificio produce, pues, su efecto según el modo en que se aplique, y la aplicación es más perfecta en cuanto se les nombra a todos por separado. Para evitar los escrúpulos que puedan surgir a causa de la aplicación, debe el sacerdote dejar de lado todas las opiniones inciertas y aplicar el fruto del sacrificio primera y principalmente por aquel por quien está obligado a celebrar en razón de beneficio, limosna, promesa u obligación especial. Entonces, sin ningún perjuicio por esa parte, hasta donde le sea permitido, podrá asimismo aplicar por otros especialmente unidos o encomendados a él por caridad o por cualquier otra razón, conformando y subordinando perfectamente su intención a la intención de Cristo, Sumo Sacerdote, pues así podrá, sin titubeos de conciencia, del infinito e inagotable tesoro de los méritos de las satisfacciones de Cristo, de quien él está constituido dispensador, extender a muchos una parte de los frutos, parte que, dada la suma e inefable misericordia de Dios, no se puede esperar que sea sino abundantísima.
[1] Heb 7, 17.
[2] Lc 22, 19.
[3] Mt 26, 28.
[4] Heb 5, 3.
II.
DE LOS REQUISITOS NECESARIOS EN EL SACERDOTE PARA LA RECTA Y PIADOSA CELEBRACIÓN DEL SACRIFICIO
PUREZA DE VIDA
El sacerdote puede aplicarse a sí mismo, con respecto a la celebración del sacrificio, lo que en otro tiempo dijera David acerca de la edificación del templo: «Es grande la obra, porque la casa no es para los hombres sino para Dios»[1]. Pues quien se acerque a Dios, para sacrificar incruentamente a su Hijo unigénito, emprenda tan excelsa obra con temor y temblor, examínese a sí mismo y prepárese a recibir con las debidas disposiciones los ubérrimos frutos del sacrificio. Tres son principalmente las disposiciones requeridas en el sacerdote: pureza de vida, rectitud de intención y devoción actual. La pureza de vida consiste en dos cosas: primero, en estar limpio de todo pecado no solo mortal, sino también de todo pecado venial deliberado y de todo afecto hacia el mismo pecado venial. Si bien no podemos evitar totalmente los pecados leves, podemos y debemos, sin embargo, arrancar de raíz con todas nuestras fuerzas la afección a los mismos, de tal manera que no nos apeguemos a ellos por voluntad o afecto. En segundo término, la pureza de vida consiste en procurar con toda diligencia ser puro, santo y adornado de toda virtud, y considerar especialmente dirigidas a uno mismo estas palabras del Apocalipsis: «El justo justifíquese más y más y el santo más y más santifíquese»[2]. Con razón san Juan Crisóstomo dice: «¿Qué pureza hay que no deba sobrepujar el que participa de tal sacrificio? ¿Qué rayos de luz a que no deba hacer ventaja la mano que divide esta carne, la boca que se llena de este fuego espiritual, la lengua que se enrojece con tan veneranda sangre? Considera cuán crecido honor se te ha hecho, de qué mesa disfrutas. A quien los ángeles ven con temblor y, por el resplandor que despide, no se atreven a mirar de frente, con Ese mismo nos alimentamos nosotros, con Él nos mezclamos y nos hacemos un mismo cuerpo y carne de Cristo»[3].
Enseña santo Tomás que el efecto propio de este sacramento es transformar al hombre en Dios, y hacerse semejante a Él por el amor. ¿De qué fe debe estar imbuido, con qué esperanza confortado, de qué caridad encendido, de qué inocencia adornado, quien tal víctima inmola a diario, recibe a Dios y se transforma místicamente en Él? Pues si la disposición, como dicen los filósofos, debe ser proporcionada a la forma a que dispone, será sin duda necesaria una disposición divina para recibir el alimento divino; para que esa vida sea entonces divina y sobrehumana, debe oponerse en absoluto a una vida puramente humana y carnal.