Pasados presentes. AAVVЧитать онлайн книгу.
lugar, la necesidad de descifrar y evaluar fuentes escritas. Esto vale para los primeros aficionados, como Raphael Georg Kiesewetter (Holleschau [hoy Holešov, República Checa] 1773-Baden bei Wien 1850), Carl von Winterfeld (Berlín, 1784-Berlín, 1852) o Ludwig Köchel (Stein bei Krems, 1800-Viena, 1877), al igual que para los dos primeros representantes universitarios, Otto Jahn (Kiel, 1813-Göttingen, 1869) y August Wilhelm Ambros (Mauth [hoy Mýto, República Checa], 1816-Viena, 1876), pero también para un diletante en el mejor sentido de la palabra, como Friedrich Chrysander (Lübtheen in Mecklenburg, 1826-Bergedorf bei Hamburg, 1901). Ahora bien, llama la atención el hecho de que la música no jugara ningún papel en la formación y en las carreras profesionales de estos destacados investigadores: Kiesewetter desempeñó cargos como jurista de la Administración en distintos ministerios vieneses, Winterfeld fue juez en el servicio estatal prusiano, Köchel era un jurista con doctorado, Jahn era titular de las cátedras de Filología clásica y de Arqueología y Ambros (sobrino, por cierto, de Kiesewetter) trabajó primero en la Fiscalía y luego en el Ministerio de Justicia vienés antes de ser nombrado, en 1869, profesor de Teoría e historia de la música en la Universidad de Praga y –desde 1871 y con la misma función– en la Universidad de Viena. Solo el eminente estudioso de Händel Chrysander obtuvo en 1855 un doctorado, en Rostock, gracias a publicaciones específicas en historia de la música; más tarde, sin embargo, se ganó la vida como productor de fruta.
Aunque la preponderancia de la socialización jurídica en estos seis casos ejemplares resulta llamativa, tampoco puede olvidarse que, gracias al trabajo pionero de Friedrich Carl Savigny en los años posteriores a 1810, no solo el estudio del derecho romano se había convertido en una parte indispensable de tal formación, sino que, debido a la imposición de la llamada Escuela Histórica del derecho, existían paralelismos metodológicos entre la jurisprudencia y la filología clásica. Este molde filológico e histórico-jurídico en sintonía con el historicismo ha caracterizado no solo la investigación musical de los países de habla alemana, sino también amplios sectores de la musicología internacional hasta finales del siglo XX. No es sorprendente que investigadores que habían aprendido su oficio a través de ejemplos de la literatura antigua o de fuentes jurídicas de la Roma antigua transfirieran el método de la crítica de las fuentes a la nueva disciplina de la musicología y al mismo tiempo, por este mismo motivo, concedieran la supremacía a textos teóricos, en su mayor parte en latín, frente a partituras o cualquier otro tipo de fuente.
También se hace más comprensible la tendencia, constatable en países de habla alemana hasta más o menos 1980, a preferir para las tesis doctorales temas sobre la historia de la música anterior a 1600. Por las circunstancias de transmisión (a menudo solo manuscrita), la investigación en este ámbito se enfrenta a problemas de detalle típicos de la filología, quedando más cerca de la literatura antigua que en el caso de composiciones de épocas más tardías. Debido a nuestro conocimiento forzosamente incompleto de determinadas tradiciones interpretativas, parece además imponerse, para la música de la Edad Media y del Renacimiento, la idea purista de que –al igual que para Virgilio o Cicerón– se puede reconstituir un texto enmendado a partir de una tradición corrompida, el cual no tiene en principio ya nada que ver con la actualización de los signos musicales en un contexto interpretativo real. Desde una cierta distancia, no se necesita gran reflexión para comprobar que esta actitud es muy precaria metodológicamente. Por un lado, supone de forma tácita la noción enfática de «obra» que no se impuso hasta el siglo XIX; por el otro –en la suposición implícita de que los textos transmitidos siempre permiten recuperar una única versión auténtica, un Urtext, que se debe entender como una «editio princeps»– se añade además la presuposición de que ya antes de Beethoven habría compositores que, más allá de sus obligaciones funcionales, seguían solo a su genio. Al mismo tiempo, se le atribuye a la partitura, al parecer inmutable, una prioridad absoluta, que no deja espacio a nada que tenga que ver con la realización sonora y la situación comunicativa durante la interpretación de una composición.
La excelente calidad de incontables ediciones críticas de obras completas es evidente e incuestionable, desde la primera edición de Bach (1850-1900) hasta al menos la Neue Schubert Ausgabe (editada desde 1963). La comprensión del detalle en la investigación sobre Bach, en gran medida de orientación filológica desde la Segunda Guerra Mundial, es en parte asombrosa en su precisión. Por otro lado, este énfasis en métodos filológicos probados e importados de la literatura antigua impone un alto precio en varios respectos: en primer lugar, el descuido, en ocasiones negligente, de todo desarrollo en la historia de la música que no se pudiera reconstruir a partir de textos escritos (aparentemente) ligados a la idea de obra; en segundo lugar, un desinterés a veces ostentativo por la contextualización y evaluación de esas obras editadas con el mayor esfuerzo filológico, y, finalmente, una completa incomprensión del hecho incontestable de que es imposible considerar como accidental con respecto a su transmisión escrita el resultado sonoro de una composición musical.
Pero no solo desde el punto de vista metodológico ciertas orientaciones de mediados del siglo XIX se revelaron problemáticas. También vale la pena reflexionar críticamente sobre las preferencias en las que quedó estancada la musicología de orientación filológica. Incluso hoy en día se llega a poner en duda, de vez en cuando, la necesidad de ediciones críticas de compositores del siglo XIX: hasta hoy no hay siquiera un esbozo de una edición crítica de los influyentes escritos de Richard Wagner, y en el caso de indiscutidas piedras angulares del repertorio internacional –que, como Žizn’ za carja (Una vida por el zar, 1836), de Glinka, o Prodaná nevěsta (La novia vendida, 1866), de Smetana, destacan por una intricada recepción– es imposible, incluso en el año 2015, recurrir a una edición que esté orientada, aun tan solo como esbozo, por las decisiones del mismo compositor. En cambio, en una impresionante colección como el Corpus mensurabilis musicae, incluso compositores menores subalternos se ven provistos de una opera omnia, lo que obviamente significaría que necesitamos –mutatis mutandis– ediciones completas en varios volúmenes de compositores del rango de, por ejemplo, Leonardo Leo, William Sterndale Bennet o Giovanni Pacini. Aún a principios del siglo XXI tiene validez lo que desde el exilio en Suiza Alfred Einstein concentró en la amarga fórmula: «Ciertamente no queda ningún Kantor de pueblo en toda Pomerania del cual no se hayan editado aún las obras completas».1
TEOLOGÍA
En el siglo XIX, al igual que las demás disciplinas humanísticas, la musicología alemana –y, en mucho menor grado, austriaca– también se sometió a la agenda chovinista de lo nacional. Si la música era evidentemente una parte integrante de la cultura nacional, la musicología debía asumir la tarea de construir una historia de la música nacional coherente en sí misma. Sobre todo en los años del Imperio guillermino (1871-1918), llama la atención la importancia de la fachada protestante de esta construcción nacional pese a que casi el 40% de la población en las fronteras del entonces Imperio alemán se adhería a la Iglesia católica romana.
Debido a la mucho mayor representación de los protestantes en las universidades, de administración exclusivamente estatal, puede constatarse una parecida preferencia por tradiciones y puntos de vista específicamente protestantes también en otras disciplinas históricas; no obstante, llama la atención la medida en que estas distorsiones han caracterizado la musicología hasta hoy. Este hecho también puede apreciarse directamente a partir del trasfondo biográfico de eminentes historiadores de la música: en cuanto hijo de pastor, Philipp Spitta (Wechold bei Hoya, 1841-Berlín, 1894) estudió Teología y Filología Clásica; el pionero de la investigación sobre Bach, que fue nombrado en 1873 profesor extraordinario en Berlín, se doctoró en 1864 en Göttingen, una vez más, con una disertación filológica sobre la sintaxis en Tácito. Hermann Kretzschmar (Olbernhau in Sachsen, 1848-Berlín, 1924) también estuvo familiarizado desde la más temprana infancia con los rituales de la Iglesia luterana, a través de su padre, que trabajaba como Kantor y organista; por lo demás, también estudió en primer lugar Filología Clásica en Leipzig. Hugo Riemann (Groß Mehlra in Thüringen, 1849-Leipzig, 1919) procedía de una familia terrateniente, pero pasó su etapa escolar en la escuela conventual de Roßleben, un internado decididamente protestante en Turingia, antes de verse encaminado,