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Mis memorias. Manuel Castillo QuijadaЧитать онлайн книгу.

Mis memorias - Manuel Castillo Quijada


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un día del mes de junio de 1876, se presentó conmigo en el establecimiento para internarme, lo que para ella significaba un sacrificio económico y moral, al mismo tiempo que una prueba a su temperamento y a su cariño, y, para mí, la iniciación de una nueva vida llena de privaciones y de contrariedades, de amarguras y desengaños de toda índole, no por infantiles menos sentidas, sino todo lo contrario, cuando me veía privado de los cuidados y mimos de madre, colmados de atenciones, y, repentinamente, trocados en tan diferente vida, sometido a un rígido reglamento de orden interior desconocido para mí e impropio para nuestra edad, que señalaba, hora por hora, nuestras diarias actividades, iniciadas a las cinco de la mañana y terminadas a las ocho de la noche, en que nos acostábamos, también reglamentariamente, quedando los dormitorios de seis camas cada uno, en el más profundo silencio que tan severamente se nos imponía.

      La figura que, seguramente, quedó grabada en nuestra memoria fue la de Don José Ríos, hombre de escasísima cultura, de menguada educación, de conciencia bastante desahogada en provecho propio y en su bolsillo familiar a costa de los infantiles estómagos de los internos de los que estaba encargado, sus verdaderas víctimas, a pesar de los soporíferos sermones «teologales» que nos largaba como postre a nuestro desayuno y a nuestra cena, frugalísima como las demás comidas, que denunciaban de su parte un ininterrumpido caso de inhumanidad, porque, el tal individuo, autor de nuestro reglamento, al que estábamos mal de nuestra cuenta sometidos, estaba basado en la legendaria Ordenanza de la Marina de Guerra de mediados del siglo XIX, en la que había servido muchos años siempre embarcado, la más dura del Ejército por la severidad y la crueldad con que se corregía la menor falta y que iba de la mano, porque no conocía otra cosa, de la arbitrariedad con que nos trataba, aplicándola a nosotros sin tener la menor cuenta de nuestra edad, cual si quisiera desquitarse de lo sufrido por él durante su servicio militar.

      Como decía, a las cinco de la mañana, lo mismo en invierno que en verano, don José recorría todos los dormitorios pronunciando la frase protocolaria, que repetía con el mismo tono 365 veces al año de «Buenos días, niños», que significaba, para nosotros, un inmediato salto de la cama para primero ir a saludarle en camisón de dormir y por turno, porque el que se quedaba rezagado un segundo, cosa muy rara, se encontraba con la brusca sensación, más intensa si era invierno y a esa hora, de verse destapado repentinamente, en medio de las risas de los compañeros.

      Inmediatamente, nos poníamos solo los pantalones y nos calzábamos para proceder a nuestro aseo en la galería encristalada por la cubierta pero, lateralmente, al aire libre, que, en invierno, suponía una constante invitación peligrosa a una pulmonía, en donde, con un jarro de cinc, los primeros que llegaban a llenar de agua las palanganas muchas veces tenían que romper el hielo que cubría las tinajas, llenas de agua, destinada para ese servicio y para los generales de la limpieza de toda la casa que los internos teníamos que realizar, todos los días y por turno, desde subir el agua en una cuba, pendiente de un grueso palo que transportábamos entre dos, desde el primer patio de los dos de la finca hasta el segundo piso, al que daba acceso una empinada escalera, cruel e inhumano trabajo para criaturas de nuestra edad.

      En cuanto nos lavábamos y nos peinábamos, porque teníamos todos el pelo cortado a rape, siendo nuestro diligente peluquero el propio don José, cada cual procedía a hacer su cama, midiendo la reglamentaria anchura del embozo que había de coincidir con la de todas las demás, consideradas y supervisadas por don José, como también la revista de los zapatos que, ante él, exhibíamos puestos en fila, cuya escrutadora mirada aplicaba las sanciones, siempre severas, cuando a su juicio no estaban lo suficientemente limpios, sin derecho a la menor reclamación ni disculpa, que consistían, generalmente después de una segunda limpieza por el interesado, en la supresión del desayuno, consistente en una jícara de chocolate, baratito, y tres rebanadas de pan, lo que no era otra cosa que una bien calculada e inhumana economía, un verdadero delito, en provecho suyo, para aquel encargado de nosotros, cuya dureza de carácter, brutalidad de procedimientos y falta de educación se extendía, además, a nuestros familiares que acudían los domingos a una hora exacta y «reglamentaria», las tres de la tarde, señalada por él para vernos en su presencia, lo que nos cohibía para formular ante ellos nuestras penas, ante el justificado horror a posteriores represalias.

      A las siete de la mañana, tomábamos el chocolate después de una hora de estudio, con la apostilla de la lectura de un versículo, por riguroso turno, de un capítulo de la Biblia, seguida de un pesadísimo sermón de don José que se sentía gran orador, ante su infantil y sumiso auditorio, que había que demostrarse atento, ante los muchos dislates de aquel pobre hombre que se sentía teólogo y definidor de la fe, porque había sido colportor, es decir, vendedor propagandista ambulante de biblias, evangelios, nuevos testamentos, tratados, etc., editados por la Sociedad Bíblica de Londres, motivando en sus correrías, según nos contaba, muchos y verdaderos conflictos de orden público, provocados por los curas rurales que excitaban el fanatismo de los aldeanos en su contra.

      A las ocho en punto salíamos, en fila reglamentaria, de su férula, bajando a la escuela graduada, sistema entonces desconocido en España, para entrar bajo la jurisdicción de nuestros respectivos maestros, ocupando cada uno su puesto, en la clase, según el grado en que estaba inscrito, confundidos con los compañeros externos, a los que mirábamos con admiración y envidia, porque venían de la calle y a ella volvían al acabar las clases. Nuestras aulas estaban, siempre, repletas de alumnos y de alumnas del barrio de la Paloma, por la justificada fama de que gozaba el colegio a pesar de ser protestante, lograda y difundida por aquellos contornos, aunque dominase el apelativo «protestante» que, en aquellos tiempos, olía a azufre infernal.23

      A las once terminaban las clases de la mañana y subíamos, en la misma forma en que habíamos bajado, a nuestro piso del internado, comíamos nuestro clásico cocido para reanudar nuestras clases vespertinas de las dos a las cuatro de la tarde, tras las que, después de media hora de recreo, en la misma sala de estudio nos poníamos a estudiar las lecciones del día siguiente, generalmente, haciendo que estudiábamos, aunque sin levantar la vista del libro porque, seguramente, nos encontrábamos con la terrible de don José desde su sitio de observación al que teníamos más miedo que respeto, sobre todo a la «lagartija», como llamábamos a una correa redonda, que llevaba siempre en el bolsillo derecho y que desapareció, por la valentía de un compañero, aunque la sustituyó en seguida con otra de repuesto y que tenía siempre a mano para emplearla, sobre la marcha y sin piedad sobre nuestras espaldas indefensas y víctimas de su vesania, suponiendo cada correazo un verdugón seguro, cuyo dolor duraba algunos días.

      La primera lección que yo sufrí de don José, recién internado, fue en una comida de mediodía, en la que observé, según se repartía el cocido, que la verdura era de nabos, cuyo olor me levantaba el estómago e, inocentemente, la inocencia de seis años, rogué al que lo repartía, uno de nosotros mismos, que me suprimieran los nabos porque no me gustaban, y cuando trajo mi plato apareció a mi vista con muy pocos garbanzos, cubiertos abundantemente de nabos, excitando mi semblante de contrariedad la hilaridad de todos los compañeros, mientras don José, entusiasmado con su «éxito», me decía con la mayor satisfacción:

      –Cómelos, hijo, que están muy buenos.

      Dado mi temperamento, que durante muchos años de mi vida no me ha abandonado, proporcionándome no muy pocos disgustos, aunque contaba pocos años, no dejaba de ser muy «tieso» y preferí no comer el cocido que era casi la única comida nutritiva, relativamente, que consumíamos durante todo aquel día, y al disponerme a comer mi ración de carne y de tocino, don José, que no me quitaba ojo, me advirtió ya en serio que tenía que comer previamente el cocido con los nabos, pero yo sin poder contener la rabieta preferí no comer más que la sopa, voluntariamente, anterior plato al incidente.

      Llegó la hora de la cena, frugal como siempre, consistente en un tazón de café con leche, o cosa parecida, con pan migado, y me encontré con el tazón detrás del plato que contenía los nabos y de la carne, fríos desde luego, ante las risas de mis compañeros, pendientes del torneo mudo, entre don José y yo, muy desigual en armas a esgrimir y en edad y resistencia, en el que yo fatalmente habría de resultar vencido. Pero yo seguí, sin embargo, en mis trece, yéndome a la cama, sin cenar, pasándome toda la noche llorando bajo las sábanas, acordándome de mi madre, a la que no me atreví a decir


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