El arte de la adaptación. Linda SegerЧитать онлайн книгу.
del tedio, de E. D’Ors.
En 1992, por último, conocimos adaptaciones sobre textos teatrales de enorme éxito, aunque menos recientes: Una mujer bajo la lluvia (basada en La vida en un hilo, de Edgar Neville), y Yo me bajo en la próxima, ¿y usted?, pieza de Adolfo Marsillach que llevaba casi once años en escena. Junto a ellas, volvieron también las novelas de escritores de renombre: Pérez-Reverte (El maestro de esgrima), Álvaro Pombo (El juego de los mensajes invisibles, versión fílmica de su novela El hijo adoptivo) o Vázquez Montalbán (Los mares del Sur y —atención— El laberinto griego: esta última fue escrita primero como guion y elaborada luego como novela por él mismo). En 1993 se trabajan adaptaciones con alto presupuesto y a partir de escritores conocidos: La tabla de Flandes, de Pérez-Reverte, producida con capital americano; la segunda parte de Cómo ser mujer...; y Ciudadano Max, sobre un texto de Vázquez Figueroa, entre otras.
Esta profusión de adaptaciones literarias ha tenido también su reflejo en la entrega anual de los premios nacionales de cinematografía. Desde el nacimiento de los premios Goya en 1986, nuestra Academia ha otorgado casi siempre a una adaptación el premio a la mejor película: el primer ganador fue El viaje a ninguna parte (1986), basado en una pieza teatral de Fernando Fernán Gómez; después, El bosque animado (1987), primer filme que acaparó un elevado número de galardones —cinco— y que se convirtió en el detonante de una masiva irrupción de la literatura en el cine. En 1989 fue El sueño del mono loco, adaptación de una novela de Christopher Frank; y en 1990, la inolvidable ¡Ay, Carmela! —basada en una pieza teatral de Sanchis Sinisterra— que se ha convertido en la película más galardonada de nuestra historia: trece Goyas, incluidos los cinco grandes: mejor filme, director, actor principal, actriz principal y guion adaptado.
En los dos últimos años, el triunfo de las adaptaciones persiste. En 1991, El rey pasmado obtuvo ocho Goyas y fue la cinta más galardonada, aunque no lograse el premio a la mejor película. Y en 1992, El maestro de esgrima, Goya al mejor guion adaptado, tuvo el honor de ser la segunda película más premiada y, sobre todo, el privilegio de representar a España en los Oscars: fue seleccionada por nuestra Academia como candidata a la mejor película extranjera.
El fenómeno de las adaptaciones tiene también su correlato en España. Por eso, la pregunta que enunciábamos al comienzo parece ahora más acuciante: ¿Por qué la Literatura tiene tanto atractivo para el Cine? ¿Por qué los productores recurren con tanta frecuencia a ella?
SEIS MIL CINEASTAS EN BUSCA DE UN GUION
Son incontables los guionistas y directores que cada día salen a la calle en busca de novelas u obras de teatro para adaptar. Algunas personas del mundo del cine, los analistas de historias, viven precisamente de eso: de leer todas las obras que llegan a una compañía productora —elaboran una sinopsis y un informe crítico en dos folios— para descubrir las que verdaderamente pueden funcionar en la pantalla.
La demanda de material literario es tan alta que todos los estudios de Hollywood tienen «espías» en Nueva York con la exclusiva misión de descubrir —antes que ningún otro— posibles historias para el cine: asisten a los ensayos previos al estreno teatral, repasan las novedades editoriales de ficción y llaman frecuentemente a los agentes literarios en demanda de manuscritos con potencial dramático. Como consecuencia, muchas veces los derechos para el cine se han conseguido ya antes de que la novela se publique —así sucedió con Parque Jurásico— o antes de que la obra se estrene: Algunos hombres buenos.
Por supuesto, existe también la otra cara de la moneda. Junto a toda esta actividad de búsqueda, hay cientos de agentes literarios que envían a los estudios toda obra literaria que juzgan mínimamente idónea para el cine.
En esta carrera por comprar o vender los derechos, los productores tienen, sin embargo, que sopesar su juicio. Es mucho lo que cuesta comprar un libro y poco lo que da de sí si no tiene posibilidades de adaptarse a un nuevo lenguaje. Necesitan estar seguros de que no tiran el dinero, de que la obra realmente va a funcionar como película; por eso, como precisan de un cierto tiempo para analizar el material, lo que hacen no es comprarlo inmediatamente, sino adquirir una opción de compra por un tiempo determinado.
Normalmente, las grandes productoras americanas pagan entre 5000 y 100 000 dólares por una opción de un año. Pero a veces esas cifras se disparan si hay varios estudios que pujan por conseguir el libro. Cuando Kim Wozencraft terminó su primera novela, Rush[2], no aspiraba a ganar más de los 2500 a 75 000 dólares que cualquier editorial suele adelantar por una edición de tapa dura a un escritor primerizo. Sin embargo, la obra llegó a varias compañías que se entusiasmaron con la historia, y la puja creció hasta tal punto que Richard Zanuck (productor de Tiburón y Paseando a Miss Daisy) llegó a pagar un millón de dólares por la novela. En ese momennto, Rush no estaba ni siquiera en galeradas: era tan solo un manuscrito inédito que una agente había mandado a los estudios para probar fortuna.
Desde luego, si algo está claro en el negocio de las adaptaciones es que el escritor siempre sale ganando. Que se lo digan, si no, al prolífico Pérez-Reverte, que vio cómo crecían geométricamente las ventas de El maestro de esgrima tras el estreno de su adaptación cinematográfica. Por los derechos para el cine no recibió una suma demasiado elevada —tres millones y medio de pesetas—, pero el libro ha sobrepasado ya los cien mil ejemplares y va camino de doblar esa cifra.
En el mercado americano, la mayoría de los escritores sueñan mucho más con los beneficios de una adaptación cinematográfica que con los estrictamente literarios. Que su obra sea llevada al cine —tanto si es apenas conocida como si es un bestseller— puede suponer para él beneficios millonarios. Warren Adler, que vio cómo su desconocida novela La guerra de los Rose se convertía en una película taquillera, vendió a TriStar Pictures su siguiente novela (Private lies) por un millón doscientos mil dólares: la cifra más alta que se ha pagado jamás por un manuscrito inédito que ni siquiera han visto los editores. En el otro extremo está Michael Crichton y su famoso Parque Jurásico, por el que la Universal pagó en su día un millón y medio de dólares. Crichton ganó también varios cientos de miles de dólares por el guion y el honor de trabajar con Spielberg en una película que está rompiendo todos los records de taquilla.
Sin embargo, a veces la suerte tarda en llegar. Alex Haley, que en 1965 publicó La autobiografía de Malcolm X y vendió la primera opción de compra a la Warner, ha tenido que esperar casi veinte años para que se ejecutase la opción y cobrar así la cuantía total de sus derechos.
Precisamente para evitar el —a veces— larguísimo período de la preproducción, algunos agentes tratan de vender el libro a alguien que sea productor y editor simultáneamente. Lo hacen también con la esperanza de que el acuerdo cinematográfico aumente la tirada de la novela y los iniciales beneficios de su cliente. Esto es lo que hizo Virginia Barber, agente literaria de Nueva York, con una escritora primeriza; y así, la primera novela de Marti Leimbach, Dying Young (la película se llamó en España Elegir un amor), recibió de la editorial Doubleday no el habitual adelanto de 2500 a 7500 dólares, sino más de 500 000 por la edición de tapa dura (además de los 300 000 dólares por los derechos para el cine). Coincidiendo con el estreno del filme, las ventas de la edición en rústica sobrepasaron los 700 000 ejemplares.
EL PROBLEMA DE LA FIDELIDAD AL TEXTO
Una de las cuestiones más debatidas cuando se plantea el tema de las adaptaciones es precisamente el grado de fidelidad al texto literario. Por extraño que parezca, este ha sido durante muchos años el principal y casi único criterio para valorar el acierto de una adaptación. Se olvida, o se quiere olvidar, que el cineasta goza también de su legítimo ámbito creativo.
Una vez que el productor compra los derechos, la obra es suya; y no solo puede hacer con ella lo que desee, sino que, muchas veces se ve obligado incluso a modificar sensiblemente la historia para que funcione en la pantalla. Cuando analiza el material que ha adquirido o va a adquirir; debe valorar no tanto las cualidades del texto en si cuanto sus posibilidades de ser —o de transformarse— en una historia contada con imágenes y sonidos. Y aquí es donde entra en juego la pericia del productor o del cineasta, su «ojo clínico» para el cine.
Es conocida la historia de cómo Casablanca llegó a la pantalla.