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El falo enamorado. Silvia FendrikЧитать онлайн книгу.

El falo enamorado - Silvia Fendrik


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En otros términos, en la configuración edípica el sujeto masculino sostiene el fantasma de que el asesinato del padre le abrirá el acceso a la unión con la madre. El padre aparece como un obstáculo que es necesario suprimir, que es necesario eliminar, para que sea posible un goce fantasmatizado como absoluto.

      El sujeto edípico cree que es el padre el que prohíbe a la madre y alimenta entonces el fantasma de asesinarlo.

      El sujeto edípico obviamente no es Edipo que, sin saberlo, comete los dos crímenes, sino el que sostiene, ignorándolo, el nexo causal entre parricidio e incesto.

      Del mismo modo que el mito de Edipo es, en relación a los mitos universales de iniciación a la sexualidad, una anomalía; el Complejo de Edipo sería una anomalía en relación al deseo fundamental y constitutivo del sujeto masculino. Un fantasma engañador que extravía y perturba este deseo en lugar de revelarlo; aunque seductor y poderoso, el destino de Edipo es una aberración, una tragedia, que corresponde a un extravío y no a una estructura radical del deseo masculino.

      Lacan según Goux descubrió y sostuvo que el fantasma edípico no da cuenta del deseo sexual masculino en su radicalidad esencial. Pero no siguió adelante, «nunca sistematizó su propuesta inicial de destruir al Edipo freudiano».

      Las críticas de Goux, tanto a Lacan como a Freud, a partir de su análisis diferencial del mito edípico y de sus anomalías, lo llevan a la siguiente conclusión:

      «Aquel que no mata al monstruo mujer en un combate sangriento desposará a su propia madre. La relación del héroe con lo masculino implica pasar por una prueba de iniciación que le es impuesta por un rey que no es su padre, a quien no tiene por qué matar». [5]

      Dicho de otro modo: el incesto y el parricidio serían resultados perversos, distorsionados, pero coherentes, dentro de la estructura paródica del mito de Edipo; resultados perversos y distorsionados de dos faltas: una respecto a lo femenino y otra respecto de lo masculino.

      En el monomito no hay oposición entre autoridad paterna y deseo sexual.

      El rey impone una prueba peligrosa, el joven héroe en lugar de abstenerse de responder al mandato que lo envía a una muerte probable, acepta el desafío, por orgullo, por honor. Transformarse en hombre, asumiendo el riesgo de morir, es un deseo muy poderoso en el que converge la obediencia al mandato del rey y la realización de un destino sexual no incestuoso que exige precisamente pasar por esa prueba.

      Al enfrentar la prueba, el héroe pasará siempre por una muerte iniciática, castración simbólica si se quiere, que le permitirá renacer como hombre, habitado por un deseo nuevo, no incestuoso, que tendrá a la joven prometida por objeto. Goux lo dice en sus términos:

      «Lacan intuyó que la castración paterna, con rostro humano, es decir, el padre imaginario, evita una castración mucho más radical, en la que se juega una profunda verdad del deseo masculino, en el enfrentamiento con la Cosa, con lo informe, con lo amorfo del deseo materno primitivo».

      Al atribuir la amenaza de castración a un padre fuerte, autoritario, que quiere impedir o vengar el deseo incestuoso de su hijo por su mujer, Freud humaniza —imaginariza— indebidamente la causa del corte madre-hijo.

      La aventura iniciática en cambio, es lo que libera al joven de la atracción angustiante por y de la madre-Cosa.

      Pero esta liberación, dolorosa, sangrienta, no es el resultado de la prohibición paterna. El deseo incestuoso es intrínsecamente angustiante. No es una prohibición lo que lo torna angustiante. Que un padre esté presente para prestar su voz, para darle forma articulada a la prohibición de acceder a la madre —no por eso el fantasma del padre imaginario—, alivia la angustia.

      Al pensar al padre como una especie de noble defensor de la ley que prohíbe el acceso a la madre, Freud lo confundió con la causa del impedimento; olvidando que una prohibición con apariencia paterna, puede encubrir otra prohibición mucho más fundante, que no es ni materna, ni paterna, y que no tendría «rostro humano»: la prohibición constitutiva de la palabra. La pérdida constitutiva de la «cosa» que es parte de la ley del lenguaje no tiene rostro humano.

      Al eludir la prueba del enfrentamiento con la Esfinge usando todas las armas, no sólo la inteligencia, Edipo quedará condenado a compartir el lecho con su madre. La liberación de lo femenino queda impedida en el destino de Edipo como referente universal de la sexualidad masculina.

      Goux finaliza diciendo que el mundo moderno, «edipizado», vive del suicidio permanente de la Esfinge, o sea del triunfo de la inteligencia en continuidad con la razón y la conciencia de sí mismo (recordemos que Edipo responde «el hombre», es decir, «yo», al enigma de la Esfinge). Por eso mismo mantiene con lo femenino una sensibilidad incompleta y por así decirlo, atrofiada, o un estado de guerra permanente.

      Me parece fundamental que dejemos vacilar nuestras convicciones o certezas dogmáticas y podamos responder a Goux. Él nos coloca frente a una prueba, nos manda un desafío, si lo vencemos podremos sostener el alcance universal del Edipo freudiano, no sin haber atravesado sus impasses. A menos que prefiramos recurrir a nuestras armas habituales y determinar que Goux es un inteligente filósofo extraviado que nunca se analizó, o un delirante inanalizable. El costo es alto, no sólo nos obliga a poner a prueba nuestra inteligencia, nuestros conocimientos, nuestras fidelidades, sino a enfrentarnos con los hechos complejos, «sangrientos» o tragicómicos de la vida sexual. Es imprescindible pasar esta prueba para seguir sosteniendo el Edipo como el núcleo fundamental de la neurosis, en lugar de esgrimirlo como un saber que supuestamente nos protegería de la verdad del corte fundante del que nace —o renace— un sujeto sexuado. ¿Lo lograremos?

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