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El juego de las élites. Javier VasserotЧитать онлайн книгу.

El juego de las élites - Javier Vasserot


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Bernardo por la enésima interrupción en su concentración.

      –Es otro compañero de clase –le contestó–. ¡Ay, hijo!

      Que no te quieren dejar estudiar hoy.

      –Ya vooooy –se resignó finalmente el estudiante mientras sospechaba quién le podría estar llamando.

      Acertó. Era Álvaro, quien habitualmente le planteaba sus dudas previas a los exámenes más complicados, a veces incluso plantándose en su casa para que se lo explicase todo bien clarito. Lo que sí le sorprendió fue que se trataba del decimoséptimo compañero que le consultaba esa tarde para preguntarle por la solución de exactamente el mismo complejo problema, uno que nunca antes había sido resuelto en clase. Consistía en algo acerca de la demanda de bienes de consumo en Alemania respecto de la de Francia. No muy difícil en realidad, aun cuando novedoso y por tanto fuera del alcance de los del estudio en grupo. Y es que, como le decían los de la biblioteca, siempre era una puñeta esa manía de los profesores de no limitarse a poner en los exámenes uno de los problemas ya previamente solucionados y estudiados en clase.

      ¡Qué ganas de tocar las narices!

      Bernardo seguía siendo muy inocente y no sospechó nada. Contestó amablemente a Álvaro dándole también amablemente la solución, tal como había hecho las dieciséis previas ocasiones esa misma tarde cuando así se lo habían requerido los anteriores dieciséis compañeros.

      –Eres el puto amo, gordo –le dijo Álvaro tras escuchar la explicación telefónica del problema.

      –¡Suerte mañana! –continuó–. A ver si esta noche consigo dormir un par de horas. Si tengo más dudas te llamo, ¿vale?

      En realidad a Bernardo la situación le halagaba un poco, puesto que le permitía en cierta manera entrar a formar parte del grupo líder, aunque no demasiado, tan solo en su justa medida. Además, el apelativo «gordo» era todo un honor, pues los de la primera fila lo reservaban para utilizarlo de manera selecta para dirigirse de forma afectuosa a otros de su misma estirpe. A una parte de Bernardo le encantaría ser un gordo más de esa exclusiva tribu de gordos.

      Se acostó temprano, como solía en vísperas de examen, para llegar lo más fresco posible a la prueba.

      No cayó en la cuenta de lo que realmente ocurría hasta que se sentó al día siguiente en el Aula Magna y comenzó a leer el examen:

      «Primera pregunta (3 puntos): Asumiendo que la demanda de bienes de consumo en Alemania respecto de la de Francia...».

      «¡Ostras! –pensó–. ¡Cómo me suena este enunciado! Es como si ya hubiera visto antes este ejercicio–. Y tanto. Dieciséis veces concretamente en las últimas veinticuatro horas. Por supuesto lo resolvió con facilidad. Y con él los otros dieciséis compañeros que lo habían llamado la víspera, aparte de aquellos que pasaban ayer casualmente por la biblioteca a ver qué cazaban.

      Pero el dichoso examen contenía otras tres preguntas: la que valía un punto, la fácil, que era la que ponía Atila de cebo como medida compasiva para evitar el cero y así hacer honor a su merecido mote; y otras dos de tres puntos cada una, a cada cual más retorcida, y por supuesto de las que no salían en los apuntes ni se habían resuelto en clase jamás.

      Las caras de los de la biblioteca cuando aparecieron las notas en el tablón situado a la puerta de la clase eran todo un poema.

      Agustín Álvarez Lamela: 4

      Antonio Antúnez Castro: 4

      Alberto Bermúdez Martínez López de Cáceres: 4

      Ángel Luis Burgos Latorre: 4

      Álvaro Bustos Ramírez-Mingo: 8

      Diego Camacho Rodríguez de la Cierva: 4

      Amado Cardoso Rubio: 4

      Damián Díaz Frutos: 9

      Y así continuaba la lista…

      Andrés Fernández de la Rosa: 4

      Bernardo Fernández Pinto: 7

      Alfonso Fernández Villasola: 4

      Adrián Fitzpatrick Martos: 4

      –¿Cómo ha podido ser –preguntaba Álvaro a sus compinches–, si la difícil nos la había contestado Bernardo y las otras tres las teníamos perfectamente controladas con las res puestas que nos habían chivado del año pasado?

      –¿De qué coño nos ha servido que mi hermano nos consiguiera las preguntas del examen? –se lamentaba Antonio–. Pero ¿no decíais que lo difícil era el problema?

      –¿Y por qué cojones no le habéis pasado a Bernardo el examen entero para que os lo contestase? –preguntó ingenuo Alberto–, así al menos habríamos sacado un siete, como él.

      –Tú de verdad que eres imbécil –le soltó enojado Álvaro–. ¿Para qué? ¿Para que él sacase un diez y nos volviera a pisar la matrícula? Ya sabéis que Atila solo pone una por curso.

      –De todas formas al final se la va a poner a Damián y no a ninguno de nosotros, porque tú, Álvaro, eres el que has sacado la nota más alta de todos y solo tienes un ocho –insistía Alberto.

      –Eres realmente corto, gordo –le replicó Álvaro, ya que incluso dentro de la misma estirpe se permitían de vez en cuando hacerse de menos y hasta el apelativo gordo podía usarse con una connotación negativa.

      Prosiguió Álvaro con su argumentación.

      –Que Damián saque una matrícula no nos afecta en nada porque no va a sacar ninguna más en toda la carrera, pero Bernardo ya lleva tres de primer curso, y a ese ritmo pasará de las quince y nos dejará sin los mejores puestos en la banca de inversión. Esta matrícula es clave, y de todas formas Damián no es capaz de volver a sacar un nueve en el segundo parcial ni de coña. Esa matrícula lleva mi nombre escrito. Ya me encargaré yo de ello.

      Nadie lo dudaba ni por un instante.

      Así que ese año Atila fue el rey de los cuatros y no el de los unos. Cincuenta y dos suspensos de sesenta alumnos a golpe de cuatros. A Bernardo se le cayó la primera de las vendas de los ojos y Damián sacó su primer (y único) nueve contestando bien a las tres preguntas difíciles y mal a la de regalo. Es lo que ocurre cuando se vive en una dimensión paralela al resto… y cuando se tiene una novia repetidora.

      Definitivamente Bernardo no era tan listo como parecía. Tropezaba de nuevo con la misma piedra. Ya debería haber caído en la cuenta de cómo se las gastaban sus compañeros tras el primer examen de Ética.

      * * *

      Ya habían completado los tres primeros cursos de la doble licenciatura y Bernardo estaba cada vez más hecho un lío. Estaban en cuarto y todavía no lograba ubicarse. Frente al colegio, en el que resultaba bastante obvia le correlación entre estudio, aprendizaje y la siguiente etapa, que en su caso siempre supo que serían los estudios superiores, en la universidad esa cadena de transmisión no operaba de manera tan fluida. Si estudiaba para aprender, en muchas ocasiones paradójicamente las calificaciones se resentían por haber preparado peor que el resto el temario de examen. Y esto le podía perjudicar a la hora de dar el siguiente paso, que no era sino el tránsito al mundo laboral.

      Pero es que ni tan siquiera esto lo acababa de tener del todo claro. ¿Trabajar en qué? Y, ¿cómo? ¿Aplicando lo aprendido en los apuntes de clase? Claramente no. ¿Entonces, mejor olvidarse de apuntes aunque eso le supusiera sacar una peor nota? Había decidido que no le quedaba otra que aguantarse y seguir tirando hacia adelante a ciegas. A esa edad ya era difícil mantener una línea constante, y mucho más si se tenían tantas dudas, por lo que, de una manera u otra, tendría que aparcar esos pensamientos hasta que llegase el momento de tomar decisiones. Vivir sin pensar como ejercicio de supervivencia.

      No todos tenían ese problema. Para Álvaro la universidad era un medio, un instrumento a través del cual conseguir sus objetivos personales y profesionales. Nada más. Si con un profesor tocaba ir a clase, se


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