El juego de las élites. Javier VasserotЧитать онлайн книгу.
perdón, asociado en el departamento financiero, puede que para convertirse en breve en vice-president, VP (pronunciado «vipí») en la jerga, lo que por supuesto sonaba mucho mejor que contable. Vice-presidente de banco a los veintitantos años. ¡Qué carrerón! Todo un orgullo para los abuelos.
Así que, de entre toda esa panoplia de posibilidades que se le presentaban, se decidió por la opción que le pareció más profunda y respetable: trabajar en un despacho de abogados. Pero, por supuesto, no en uno cualquiera, con su turno de oficio y sus casos de Derecho de Familia o de Derecho Penal... Eso no, se iba a postular para formar parte del más prestigioso, del que se dedicaba a asesorar discretamente en todos los grandes asuntos que afectaban a la economía de la Nación: El Gran Bufete.
De nuevo, tal como hizo cuando estudió Derecho en vez de Filosofía, volvía a engañarse amablemente a sí mismo escogiendo un trasunto del banco de inversión que tanto detestaba, o decía detestar. Su determinación fue tan firme, tan claros tenía sus propios argumentos, que fue la única prueba de selección a la que se presentaría.
–Bernardo, no te he visto en la dinámica de grupo de ayer en el Gran Banco Londres. ¿No te vas a presentar? –le preguntó Antonio, verdaderamente preocupado por si Bernardo había encontrado otra vía de entrada y no se lo había dicho a nadie.
–Pues lo cierto es que ni siquiera he enviado mi currículum –le contestó taciturno el interpelado, pues poco a poco se había vuelto más reacio a desvelar sus planes profesionales.
–¿Y eso por qué? –insistió Antonio.
–Me atrae más el Derecho –zanjó él.
Damián lo miraba en la distancia con una media sonrisa. El resto de sus compañeros no alcanzaba a comprender la razón por la cual, pudiendo ganar el doble exactamente y teniendo fácilmente a su alcance la soñada banca de inversión, optaba por un simple despacho de abogados que ni tan siquiera era internacional. Algo debía de haberle convencido. Intrigado e impulsado por la decisión de quien con tantas matrículas de honor había escogido el camino de la abogacía, el mismísimo Álvaro rechazaría la oferta del Gran Banco Londres para acabar convirtiéndose junto con Bernardo en uno de los dos únicos privilegiados contratados como júniores de primer año por El Gran Bufete.
Gadea, la novia de Álvaro, estaba horrorizada. Condenados a muerte y cargada la cruz, ahora tocaba portarla.
El sol de julio pegaba y fuerte. Álvaro y Bernardo no conseguían dejar de sudar dentro de sus trajes nuevos, recién adquiridos en los grandes almacenes de la Gran Capital con precios más competitivos para trajes de «marca». De ir en bermudas y camiseta –o, en el caso de Álvaro, polo ribeteado con la bandera nacional–, a llevar mal anudada la corbata sin poder quitarse la chaqueta, no fuera a ser que perdieran un ápice de su a medias lograda e impostada apariencia de ejecutivos. Que no se percibieran los cercos de sudor en sus camisas también era una buena razón para no quitarse la chaqueta ni a tiros. Iba a ser un largo día.
Así que ahí estaban, en la parada del autobús, con el resto de «protopasajeros» mirándolos alucinados como si hubiesen perdido la cabeza definitivamente. Muy serios los dos, concienciados y orgullosos de su nuevo estatus. Y lo peor es que era sábado, pero, tras haberse incorporado al Gran Bufete como asociados de primer año el anterior lunes era tanto lo que tenían pendiente de hacer, tanto el trabajo ya atrasado (¡en una semana!) y tan grandes las ganas de hacerlo bien que habían decidido ir a trabajar juntos ese tórrido sábado de primeros de julio.
–Oye, ¿no os ha dicho nadie que los fines de semana no hace falta venir de traje? –les soltó divertido Miguel, un veteranísimo muy enterado que sumaba nada menos que casi dos años de experiencia en El Gran Bufete.
Y es que entre la veteranía se disfrutaba de manera muy particular la aparente posición de superioridad derivada de saberse todos esos pequeños detalles, cruciales definitivamente para el adecuado desarrollo de la profesión de abogado.
–De todas formas, ¿qué pelotas hacéis aquí un sábado? Curiosa pregunta con todo el gentío que había en la oficina.
–Es que tenemos trabajo pendiente –acertó a balbucear Bernardo, medio orgulloso y medio avergonzado de ese absurdo mérito.
–Genial, me venís de coña –le interrumpió Miguel mientras dejaba caer en la mesa dos gruesos archivadores–, porque necesito que alguien me revise estos contratos.
A Miguel se le acababa de despejar en un momento el fin de semana a costa de los dos novatos pardillos. A todo esto, Álvaro y Bernardo seguían con sus chaquetas puestas mientras deambulaban por los largos pasillos del Gran Bufete (las razones anteriormente expuestas, traspiración y elegancia, seguían plenamente vigentes), lo que les granjeó de manera inmediata el cariñoso apelativo de «Los Chaquetas», que ya nunca más les abandonaría.
«Los Chaquetas» descubrieron ese sábado que nunca jamás en toda su vida profesional sería posible recuperar el trabajo atrasado. Antes bien, la genial idea de ir a la oficina ese fin de semana no había sino hecho aumentar exponencialmente el volumen de labor acumulada pendiente. Porque esas cuatro horas de mañana de sábado habían sido las víctimas propiciatorias de todos aquellos que de verdad habían necesitado ir a la oficina. Siempre resultaba muy útil disponer del tiempo de los dos nuevos, que seguro que mucho no tendrían que hacer fuera cuando iban a trabajar (y tan trajeados encima) un sábado.
David D. también se encontraba frente a su mesa del Gran Bufete esa mañana, en su caso no por voluntad propia. Y por supuesto sin traje. De hecho, Miguel no había perdido la oportunidad de llamarle la atención por su ocurrencia de acudir en vaqueros. Ya se sabe, el difícil equilibrio entre la comodidad y la elegancia mal entendida. En fin, si de por sí ya era un fastidio ir a trabajar el sábado, el hecho de encima tener que ir a cambiarse a casa, con su media hora en autobús de ida y su media hora de vuelta, para aparcar los vaqueros y ponerse un pantalón de pana en pleno julio era la berza. Y es que el pobre David no tenía prácticamente otra cosa que no fuera traje o vaqueros. El concepto smart casual nunca le entró en la cabeza o en el armario. Pero, como le ocurriría con tantas otras estupideces laborales, obedeció sin más. Bastante absurdo era tener que ir a cambiarse a casa como para, por añadidura, perder tiempo discutiéndolo. No estaba en una edad como para andar desobedeciendo, pensó sin darse cuenta del agujero en el que esa actitud poco a poco le iría metiendo. La aceptación de ser domado por el mal concebido y mal diseñado mundo laboral de los bufetes y consultoras de éxito, donde salirse de la norma equivalía a ser un vago o un peligroso verso suelto, era una de las recetas del «éxito». Y es que a David le había costado mucho desde el primer día acostumbrarse a ese circo pese a que el estudio del Derecho le cautivaba enormemente y pese a que siempre había demostrado desde bien pequeño una encomiable capacidad de esfuerzo. A él lo que le ocurría era que le pesaba mucho más que al resto de colegas de bufete el «teatrillo» que rodeaba todo aquello, lo que le convertía en la víctima preferida de los ataques de sus mayores, socios jóvenes, protosocios no tan jóvenes y resto de veteranos de bufete que proyectaban en él sus frustraciones.
Como esa misma mañana sabatina. David había acudido forzado a la oficina tras recibir a las ocho de la mañana una amable llamada de Aitor, «brillante» asociado sénior de casi cuarenta años de edad, la mitad de ellos prácticamente sin haber visto mucho más allá que las cuatro paredes de su bien ganado despacho individual en El Gran Bufete, causante de su alopecia, pálida piel y mirada desganada y vencida. Lo sacó de la cama con mucho salero.
–David, deja de hacerte pajas en la cama y ven a currar, que yo llevo aquí más de una hora ya –le conminó Aitor amablemente tras haber despertado a sus padres llamando a su casa a tan temprana hora y sin pedir permiso o disculpas, como quien tiene derecho de pernada.
Ni David ni sus padres entendían nada. Ni las formas ni la necesidad de ir a trabajar tan temprano un sábado, cuando aún quedaban más de tres semanas para la entrega