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El fuego de la montaña. Eduardo de la Hera BuedoЧитать онлайн книгу.

El fuego de la montaña - Eduardo de la Hera Buedo


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las horas se hicieron lentas y dolorosas. «Yo estaba sentado junto a ti en tu salón, mirándote unas veces y otras al reloj de péndulo (...) ¡Cómo vive para mí ese día!»[142].

      Llegado el momento, no pudo contener las lágrimas y se marchó llorando con el pañuelo entre las manos. Lágrimas de un alma sensible.

      Foucauld dirá más adelante: «Este sacrificio me costó todas mis lágrimas, pues desde entonces, desde aquel día, ya no lloro...»[143].

      Ahora conocemos cuál era la razón de este sacrificio: su amor a Cristo. Charles quiso ocultarse, perderse y despojarse..., para estar más cerca del que se ocultó, perdió y despojó por amor a los humanos.

      3.3. Nuevas páginas de su vida

      Fue a partir de estos años, después de su conversión y siguiendo la llamada de Cristo, primero en la Trapa (1890-1897) y después en otros lugares, cuando Charles de Foucauld comenzó a escribir las páginas más bellas de su vida. Llama la atención cómo busca siempre la pobreza, el silencio y los caminos más radicales en el seguimiento de Jesucristo[144].

      Pasados siete años de vida cisterciense (su período más largo de estabilidad), parecía que tampoco encontraba allí toda la desnudez y fidelidad al proyecto evangélico con los que él había soñado. Ni en Nuestra Señora de las Nieves ni en Akbès parecía encontrar lo que buscaba.

      Por eso, estando en Akbès en septiembre de 1893, escribió al P. Huvelin: «No haremos sino apartarnos más, y cada vez más, de la pobreza, de la humildad, de esa vida pequeña de Nazaret que yo he venido a buscar...».

      Aquel mismo año se reunieron las congregaciones de cistercienses y de la Trapa. De estos encuentros salieron unos «Usos y Constituciones nuevos», que no convencieron del todo a Charles de Foucauld.

      Fue entonces cuando el inquieto buscador sugirió la posibilidad de fundar una nueva, pequeña congregación: «¿No habría medio de formar una pequeña congregación para llevar esa vida, para vivir únicamente del trabajo de nuestras propias manos, como hacía nuestro Señor, que no vivía de colectas, ni de ofrendas (...) Quizás se podrían encontrar algunas almas para seguir a nuestro Señor en esto, para seguirle siguiendo todos sus consejos, renunciando absolutamente a toda propiedad, tanto colectiva como individual (...)».

      Y, en la misma carta, hablando de la «complicada liturgia de S. Benito», hacía una observación importante, cuando todavía estaba lejos la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II: «Nuestra liturgia cierra la puerta de nuestros conventos a los árabes, turcos, armenios, etc., que son buenos católicos, pero no saben una palabra de nuestras lenguas...».

      Sin alardes de fundador ni de pionero, él no quiso renunciar a lo que, después de su conversión, había buscado con todo empeño: seguir a Cristo en total disponibilidad.

      Por eso dice: «¡Cuando miro al sujeto a quien le ha venido este pensamiento! (...) El sujeto, este pecador, este ser débil y miserable que usted conoce (...) Si el pensamiento viene de Dios, Él dará el crecimiento y hará venir pronto almas capaces de ser las primeras piedras de su casa, almas ante las cuales yo quedaría con toda naturalidad en la nada, que es mi sitio...»[145].

      ¿Qué respuesta le dio el P. Huvelin?

      Hombre prudente, le aconsejó esperar. Entre tanto Foucauld seguía con sus estudios de teología; pero también se acercaba más y más a los pobres. Le impresionaba aquella miseria de las gentes de Akbès. Curiosamente, Marx publicó aquel mismo año de 1894 el libro tercero de El Capital.

      En 1895 se produjeron las horribles matanzas de armenios, no lejos de donde vivía el hermano María-Alberico, que así era conocido Charles de Foucauld en la Trapa de Akbès. De todo ello levantó acta el incómodo trapense en sucesivas cartas.

      El 16 de enero de 1896 escribía al P. Huvelin: «No es por mí por lo que le escribo hoy. Usted conoce sin duda los horrores que han ocurrido en estas comarcas; en nuestro convento gozamos de una profunda calma, y yo estoy tan en paz como si no existiese la tierra. Pero en este tiempo ha habido a poca distancia, en Armenia, terribles matanzas: se habla de 60.000 muertos..., y entre los supervivientes, en las ruinas de sus pueblos quemados, despojados de todo, una miseria, un hambre, un sufrimiento espantosos...»[146].

      Suplicaba, a continuación, al P. Huvelin para que, «si conoce alguna persona que pueda y quiera socorrer tanta desgracia, oriente hacia ese lado su caridad»[147].

      Aquel mismo año, el 2 de febrero, el hermano María-Alberico renovó sus votos, pero seguía pensando en abandonar la Trapa. Estaba convencido de que Dios le pedía algo más fuerte y exigente. El P. Huvelin le invitó a tener paciencia, a exponerlo y discernirlo con sus superiores trapenses: «Dígales sencillamente lo que piensa, hábleles a un tiempo de su estima profunda por la vida que usted ve a su alrededor y del movimiento invencible que, desde hace tiempo, haga usted lo que haga, le lleva hacia otro ideal...»[148].

      Por entonces comenzó a escribir sus meditaciones sobre el Evangelio. Seleccionaba pasajes relativos a la oración y la fe. René Bazin colocó acertadamente estas reflexiones al principio de sus Escritos espirituales[149]. Son los primeros escritos suyos de estas características que se conservan. Se había deshecho de otros muchos, redactados durante su estancia en la Trapa.

      Comentando la oración de Jesús en la cruz, tal y como la recoge S. Lucas en 23,46, redactó la conocida Oración de abandono: «Padre mío, me pongo en vuestras manos; Padre mío, me confío a vos; Padre mío me abandono a vos; Padre mío, haced de mí lo que os plazca; sea lo que sea, lo que hagáis de mí, os lo agradezco; gracias por todo; estoy dispuesto a todo; lo acepto todo; os doy gracias por todo, con tal que vuestra voluntad se haga en mí, Dios mío; con tal que vuestra voluntad se haga en todas vuestras criaturas, en todos vuestros hijos, en todos aquellos a los que ama vuestro corazón, no deseo nada más Dios mío; pongo mi alma en vuestras manos; os la doy, Dios mío, con todo el amor de mi corazón, porque os amo, y para mí es una necesidad de amor el darme, ponerme en vuestras manos sin medida; yo me pongo en vuestras manos con infinita confianza, porque vos sois mi Padre»[150].

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