Las parábolas del Evangelio. San Gregorio MagnoЧитать онлайн книгу.
le recibieron hasta después de haber transcurrido mucho tiempo. De aquí que el Padre de familia diga: «Quiero dar a este último lo mismo que a ti». Como la participación de su reino es efecto de la bondad de su voluntad, con mucha razón continúa: «¿No me es lícito hacer lo que quiero?». Murmuración necia es la del hombre contra la benignidad de Dios. No hay que quejarse si no da lo que no debe, sino cuando no diera lo que debe. De aquí que continúe el Señor con mucha oportunidad: «¿Acaso es tu ojo malo porque yo sea bueno?». Ninguno se engría por sus obras buenas, ni por el tiempo que ha empleado en practicarlas, pronunciando la Verdad esta sentencia: «De esta manera los últimos serán los primeros y los primeros, los últimos». Ved pues que, aunque sabemos cuántas cosas buenas hemos practicado, ignoramos todavía la escrupulosidad con que las examinará el justo juez. Del modo que sea, debemos gozarnos sobremanera de ser aún los últimos en el reino de Dios.
Después de todo esto es sumamente terrible lo que sigue: «Muchos son los llamados y pocos los elegidos»; porque muchos son los llamados a la fe y pocos van a parar al reino celestial. Ved cuántos nos hemos reunido en este templo para celebrar la fiesta de este día, llenamos todos sus ámbitos; pero ¿quién sabe cuán pocos son los que se cuentan entre los elegidos de Dios? Ved que todos aclamamos a Jesucristo con nuestra palabra, pero no le aclaman la vida de todos. Los más siguen a Dios de palabra, pero huyen de Él con sus costumbres. De aquí, pues, que diga san Pablo: «Algunos se desviaron y vinieron a caer en palabrería inútil»[1]. Y Santiago dice: «La fe sin las obras es muerta»[2]. Y el Salmista dice: «Anuncié y hablé, se han multiplicado sobremanera»[3]. Los fieles se multiplican extraordinariamente por la vocación del Señor, porque algunas veces también reciben la fe los que no llegan a contarse en el número de los elegidos. Aquí están mezclados con los fieles por medio de los sacramentos; pero por su vida perversa no merecen allá ser contados en la clase de los fieles. Este redil de la santa Iglesia tiene mezclados los cabritos con los corderos; pero, como se dice en el Evangelio, cuando venga el justo juez, separará a los buenos de los malos, así como el pastor separa las ovejas de los cabritos[4]. Porque de ningún modo podrán contarse en el reino dentro del rebaño de las ovejas los que aquí siguen los placeres de la carne. Allí separará el justo juez de la suerte de los humildes a los que ahora se ensoberbecen. No pueden recibir el reino de los cielos los que con todo su afán buscan la tierra.
Muchos tales estáis viendo en la Iglesia, cuya vida no debéis imitar, ni tampoco desesperar de ellos. Hoy vemos lo que son, pero ignoramos lo que será cada uno en el día de mañana. A veces el que vemos que viene detrás de nosotros, llega por su industria y agilidad a adelantarnos en las buenas obras, y apenas podemos seguir mañana al que nos parecía aventajar ayer. Cuando san Esteban moría por la fe, Saulo guardaba los vestidos de los que le apedreaban. Por consiguiente, Saulo le apedreó por mano de todos, porque dejó completamente desembarazados a los demás para que tirasen piedras; y sin embargo, precedió en los trabajos de la Iglesia al mismo san Esteban, a quien hizo mártir con su persecución. Dos cosas hay sobre todo en las que debemos pensar con muchísimo cuidado. La primera es que, como son muchos los llamados y pocos los escogidos, ninguno presuma de sí, porque, aunque ha sido llamado a la fe, ignora si es digno del reino eterno. La segunda es que nadie se atreva a desesperar del prójimo, al que ve tal vez sumido en los vicios, porque sabe cuáles son las riquezas de Dios.
Os voy a referir, hermanos carísimos, un caso que ha sucedido hace poco para que, si os consideráis pecadores en vuestro corazón, améis más la misericordia de Dios omnipotente. En este mismo año vino uno a mi monasterio, que está situado cerca de la iglesia de los bienaventurados mártires Juan y Pablo, para ingresar en él; fue devotamente admitido, y vivió santamente[5]. Un hermano suyo le siguió al convento con el cuerpo, no con el corazón; porque aborreciendo la vida y el hábito monástico vivía en el monasterio como un huésped y rehusando hacer la vida de los demás monjes; no podía salirse del monasterio porque no tenía qué hacer ni de qué vivir. Su malicia era onerosa a todos, pero todos le toleraban por amor a su hermano. Era soberbio y licencioso en sus costumbres, ignoraba si había otra vida después de esta y se burlaba de los que trataban de predicársela. Vivía en el monasterio con traje seglar, era ligero en sus palabras, inquieto, presumido, muy compuesto en el vestir y muy disipado en sus acciones. En el mes de julio próximo pasado fue acometido por el azote de la peste y llegó al último trance de su vida. Ya estaba medio muerto y solo se sentía la vida en su pecho y en su lengua. Todos los monjes se hallaban presentes y pedían por él a Dios para que le concediera buena muerte. Mas él, viendo de repente un dragón que venía a devorarle se puso a clamar a grandes voces diciendo: «Ved, pues, que he sido entregado a un dragón para que me devore, el cual por hallaros vosotros presentes, no me puede devorar. ¿Qué esperáis? Idos para que me devore». Aconsejándole los monjes que hiciera sobre sí la señal de la cruz, respondía como podía: «Quiero santiguarme y no puedo, porque me está oprimiendo el dragón. La espuma de su boca me moja el rostro y mi garganta está oprimida por su boca. Ved que ya me oprime los brazos y ha introducido mi cabeza en su boca». Cuando decía todas estas cosas, pálido, temblando y muriendo, empezaron todos los monjes a orar con mayor fervor y a ayudar con sus preces al moribundo. Libre entonces de repente de la opresión del dragón, empezó a aclamar a grandes voces diciendo: «Gracias sean dadas a Dios; ya ha desaparecido, se ha marchado y ha huido por vuestras oraciones el dragón que me tenía aprisionado». Entonces hizo voto de servir a Dios y de hacerse monje, y desde aquella época padece continuas fiebres y dolores. Fue arrebatado a la muerte, pero no fue restituido por completo a la vida. Como estuvo manchado con grandes culpas, es molestado con una enfermedad continua y el fuego vivo de la purificación calcina este corazón duro, porque Dios ha dispuesto que los grandes vicios sean purificados por una amargura prolongada. ¿Quién había de creer que Dios le conservaba para que se convirtiera? ¿Quién podrá ponderar debidamente la gran misericordia de Dios? Ved, pues, que este joven perverso vio en la hora de su muerte al dragón a quien había servido en vida, no le vio para morir, sino para que supiera a quién había servido, y sabiéndolo resistiese y resistiendo le venciese; y vio a aquel que le tenía aprisionado sin que él le viese para que no le aprisionase después. ¿Qué lengua habrá suficiente para encarecer las entrañas de la misericordia divina? ¿Qué alma no se quedará atónita al contemplar tan gran piedad? Bien contempló las riquezas de la piedad divina el Salmista, cuando decía: «Auxiliador mío, te cantaré, porque tú eres mi protector, Dios mío, misericordia mía»[6]. Ved, pues, que el que consideró bien los trabajos anejos a la vida, llamó a Dios su auxilio; y como nos recibe en el descanso eterno después de haber pasado las tribulaciones terrenas, le llama también protector. Mas considerando que ve nuestros males, tolera nuestras culpas y, sin embargo, nos reserva para el premio por la penitencia, no quiso decir que Dios era misericordioso, sino que le llamó la misma misericordia, diciendo: «Dios mío, misericordia mía»[7]. Procuremos, pues, traer a la memoria todo el mal que hemos hecho: consideremos cuán grandes son las entrañas de su misericordia, que no solo nos perdona nuestras culpas, sino que promete el reino celestial a los que se arrepienten después de ellas. Digamos todos y cada uno de nosotros con toda la efusión de nuestra alma: Dios mío, misericordia mía, que vives y reinas, trino en la unidad y uno en la trinidad, por los siglos de los siglos. Amén.
(Homilia 19 in Evangelia)
[1] 1 Tim 1, 16.
[2] St 2, 20, 26.
[3] Ps 39, 6.
[4] Mt 25, 32.
[5] Diálogos libro IV, cap. 38.
[6] Ps 58, 18.
[7] Ibid.
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