Betty. Tiffany McDanielЧитать онлайн книгу.
ella finalmente—. Nadie sabe quién es. —Movió la mano en dirección a la lápida—. EL SOLDADO DESCONOCIDO. Sabe leer, ¿no? —inquirió con más brusquedad de lo que pretendía.
Por un momento papá pensó dejarla en paz, pero una parte de él se sentía mejor allí con ella, de modo que se sentó en la hierba junto al borde de la colcha. Se recostó, miró al cielo y comentó que parecía que iba a llover. A continuación, cogió una de las setas y la hizo girar entre sus largos dedos.
—Qué feas son.
Ella frunció el ceño.
—Son preciosas —dijo papá, ofendido en nombre de las setas—. Las llaman trompetas de la muerte. Por eso crecen tan bien en los cementerios.
Se llevó el extremo fino de la seta a la boca e imitó el sonido de una trompeta.
—Tutururú. —Sonrió—. Son más que preciosas. Son un remedio natural. Beneficiosas para toda clase de males. A lo mejor un día le cocino unas. A lo mejor incluso le cultivo una hectárea solo para usted.
—No quiero setas. —Ella hizo una mueca—. Prefiero limones. Un limonar entero.
—Así que le gustan los limones, ¿eh? —dijo él.
Ella asintió con la cabeza.
—A mí me gusta lo amarillos que son —comentó papá—. ¿Cómo no estar contento con todo ese amarillo?
Ella lo miró a los ojos, pero rápidamente apartó la vista. Por respeto a ella, papá volvió a la seta que tenía en la mano. Mientras la examinaba frotando su carne arrugada con los dedos, ella desvió otra vez la mirada a él. Era un hombre alto y huesudo que le recordaba los bichos palo que cada verano trepaban por el cristal de la ventana de su cuarto. Los pantalones manchados de barro le quedaban muy grandes y los llevaba sujetos a su estrecha cintura con un cinturón de piel gastado.
No tenía pelo en el pecho, cosa que le sorprendió. Estaba acostumbrada al vello rizado y áspero del torso robusto de su padre y su tacto como de alambres finos cuando los agarraba con las manos. Apartó de su mente la imagen de su padre y siguió estudiando al hombre situado delante de ella. Tenía el cabello moreno abundante y corto por los lados, pero largo en la parte de arriba, donde se levantaba a una altura equivalente a la mano de ella y luego caía en forma de ondas.
A papá no le gustaría, dijo para sus adentros.
Advirtió que ese hombre debía de venir de una casa en la que mandaban las mujeres. Lo apreció en el hecho de que se hubiese sentado fuera de la colcha y no encima. Podía ver a la madre y a la abuela de ese extraño. Las llevaba en sus ojos marrones. Eso le inspiró confianza. El hecho de que estuviese tan unido a unas mujeres.
Lo que no pudo pasar por alto fue el color de su piel.
No es la piel morena de un negro, pensó en aquellos lejanos años treinta, pero tampoco es blanca, y eso es igual de peligroso.
Bajó la vista a sus pies descalzos. Eran los pies de un hombre que andaba por el bosque y se lavaba en el río.
—Estará enamorado de un árbol —murmuró.
Cuando levantó la vista, lo encontró mirándola fijamente. Se volvió otra vez hacia su manzana, a la que solo le quedaban unos bocados.
—Disculpe la suciedad, señorita —dijo él, limpiándose los pantalones—. Pero cuando trabajas de enterrador, es difícil no mancharte un poco. El trabajo aquí no está mal. Aunque a los que cavo los agujeros no debe de hacerles mucha gracia.
Papá vio que ella empezaba a sonreír detrás de la manzana, pero se contenía. Se preguntó qué opinaría de él. Tenía veintinueve años. Ella tenía dieciocho. A ella le llegaba el pelo a los hombros, recogido en una redecilla de ganchillo. El color y la textura de su cabello le recordaron unos mechones claros de barba de maíz a la luz del sol. Su vestido verde claro realzaba lo aterciopelado de su piel, mientras que su fina cintura se hallaba bien ceñida con un cinturón blanco sucio, a juego con sus guantes de ganchillo manchados. De cerca era una chica con pocos recursos, pero de lejos podía dar gato por liebre.
Para eso son los guantes, pensó él. Para aparentar que es una dama y no otra belleza condenada a oxidarse como un tractor averiado en un campo.
La manzana se había consumido casi hasta el corazón, pero todavía se veía un trozo de piel roja alrededor del tallo. Cuando ella le dio un bocado, el jugo escapó por las comisuras de su boca. Mientras él observaba cómo el viento hacía ondear los cabellos sueltos de la joven por encima de sus pequeñas orejas, notó que empezaba a lloviznar sobre sus hombros descubiertos. Le sorprendió que aún pudiese notar algo tan suave y delicado. El rigor todavía no lo había insensibilizado. Alzó la vista al cielo cada vez más oscuro.
—Solo se ven nubarrones como esos cuando quieren demostrar que llevan una tormenta dentro —dijo—. Podemos quedarnos aquí sentados y dejarnos arrastrar por la riada o intentar salvarnos.
Ella se levantó y tiró lo que quedaba de la manzana al suelo. Él se fijó en sus pies. Estaba descalza. Si ella y él tenían algo en común, era la forma en que pisaban la tierra. Él se disponía a decir algo que pensó que a ella le interesaría, pero la lluvia arreció. Empezó a diluviar sobre ellos mientras un relámpago iluminaba el cielo. La tormenta afirmaba su derecho sobre mis padres de una forma que ni ellos alcanzaban a entender.
—Ese nogal nos dará cobijo —propuso papá.
Sin soltar su camisa con setas, papá levantó la colcha del suelo para sostenerla sobre la cabeza de ella. Mamá dejó que la llevase al árbol.
—No durará mucho —dijo él mientras se guarecían bajo el denso manto de las ramas del nogal.
Sacudió las gotas de lluvia de la colcha antes de tocar la áspera corteza del árbol.
—Los cheroquis cocían esta corteza —le dijo—. A veces para curar enfermedades, pero también como alimento. Está dulce. Si la pones a bullir con leche, sale una bebida que…
Antes de que pudiese terminar, ella pegó sus labios a los de él y le dio el beso más dulce que le habían dado en su vida. Se metió la mano por debajo del vestido para bajarse las bragas deshilachadas. Él se la quedó mirando asombrado, pero era un hombre, después de todo, de modo que dejó las setas a un lado. Cuando extendió la colcha en el suelo, lo hizo despacio por si ella quería cambiar de opinión.
Una vez que ella se echó en la colcha, él también se tumbó. A su alrededor, las mazorcas de maíz se erguían como cohetes en los campos mientras él y ella se olían sin llegar a enamorarse. Pero no hace falta amor para que algo crezca. Dentro de unos meses, ella ya no podría esconder lo que se desarrollaba en su interior. Su padre —el hombre al que yo llamaría abuelo Lark— reparó en que le estaba creciendo la barriga y le pegó varias veces en la cara hasta que le sangró la nariz y vio las estrellas. Ella llamó a gritos a su madre, que se quedó quieta mirando.
—Eres una puta —le dijo su padre al tiempo que se quitaba el grueso cinturón de piel del pantalón—. Lo que crece en tu barriga es un pecado. Debería dejar que el diablo te comiera viva. Esto es por tu bien. No lo olvides.
Le atizó en el abdomen con la hebilla metálica del cinturón. Ella cayó al suelo protegiéndose la barriga lo mejor posible.
—No te mueras, no te mueras, no te mueras —susurró al niño que llevaba dentro mientras su padre le pegaba hasta que quedó satisfecho.
—Ya se ha hecho la obra de Dios —dijo él, introduciendo el cinturón por las presillas del pantalón—. Bueno, ¿qué hay para cenar?
Más tarde, esa misma noche, ella posó la mano en su barriga y tuvo la certeza de que la vida seguía. A la mañana siguiente, fue a buscar al hombre de las setas. Era el verano de 1938, y una mujer embarazada debía tener marido.
Cuando llegó al cementerio, echó un vistazo al espacio diáfano antes de hallar a un hombre cavando una tumba de