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Solo el amor nos puede salvar. Juan Pablo García MaestroЧитать онлайн книгу.

Solo el amor nos puede salvar - Juan Pablo García Maestro


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a allí, cavó debajo del hogar, encontró el tesoro y construyó la casa de oración que se llama “El Shul de Reb Aizik”».

      La moraleja de la historia es meridianamente clara: Todas las tradiciones, todas las religiones tenemos un tesoro en nuestro interior; pero solo el paso por el otro, solo las indicaciones del extranjero nos permiten descubrirlo. Mircea Eliade decía que este relato contiene toda la verdad del ecumenismo. Sí, sin duda. Y la del hoy imprescindible diálogo interreligioso. A él nos invita razonadamente, amable lector, el libro que tienes en tus manos.

      Juan Martín Velasco

      Introducción

      Este año 2015 celebramos el 50 aniversario de la clausura del concilio Vaticano II (1965-2015) y también los cincuenta años de la aprobación de la Declaración Nostra aetate (NE), promulgada por el papa Pablo VI el 28 de octubre de 1965. Con esta Declaración se puso fin a una cierta visión negativa del cristianismo con relación a otras religiones. Recordemos solamente aquel decreto del concilio de Florencia en 1442, que citando a Fulgencio de Ruspe afirmaba:

      «Del modo más firme sostenemos, y de ninguna manera dudamos, que no solo todos los paganos, sino también los judíos, y todos los herejes y cismáticos que mueran fuera de la Iglesia católica, irán al fuego eterno preparado para el demonio y sus ángeles»[1].

      Más de quinientos años después el concilio Vaticano II afirmaba en un espíritu más evangélico y humano:

      «La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y vivir, los preceptos y doctrinas, que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Por consiguiente, exhorta a sus hijos a que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo y colaboración con los adeptos de otras religiones, dando testimonio de la fe y la vida cristiana, reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que en ellos existen» (NE 2).

      ¿Qué ha quedado de este espíritu que inició el Concilio? ¿Cuál ha sido su recepción cinco décadas después?

      A estas preguntas tenemos que responder que, a pesar de haber dado pasos muy importantes, aún nos quedan muchos prejuicios por superar y sobre todo existe aún mucho desconocimiento de las demás religiones. Por eso, el mejor antídoto es estudiar la historia y los principios doctrinales y morales de las religiones con el mismo interés que se estudia la propia, descubrir sus valores, escuchar las razones que han llevado a otros creyentes a adherirse a su tradición religiosa. El diálogo por el que apostamos tiene lugar entre identidades abiertas, mutuamente fecundantes.

      Sin embargo, no hay diálogo verdadero si no hay identidad. El diálogo no tiene que dejar a un lado las propias convecciones religiosas. En esta línea escribe el papa Francisco en su exhortación Evangelii gaudium (EG)[2]:

      «La verdadera apertura implica mantenerse firme en las propias convicciones más hondas, con una identidad clara y gozosa, pero “abierto a comprender al otro” y sabiendo que el diálogo realmente puede enriquecer a cada uno”. No nos sirve una apertura diplomática, que dice que sí a todo para evitar problemas, porque sería un modo de engañar al otro y de negarle el bien que uno ha recibido como un don para compartir generosamente. La evangelización y el diálogo interreligioso, lejos de oponerse, se sostienen y se alimentan recíprocamente» (EG 251).

      Uno de los peligros que amenaza el diálogo interreligioso según el papa Francisco es la caída en el sincretismo, en una especie de pérdida de las propias convecciones e ideas fundamentales. El diálogo entre las religiones no tiene como fin la disolución de las identidades religiosas, sino la comprensión mutua y la posibilidad de aprender unos de otros. La disolución de las diferencias en un todo sincrético es una especie de totalitarismos que destruye la particularidad de las identidades simbólicas y espiritualidades de la humanidad.

      En la actualidad existe otro gran reto para el cristianismo y las demás religiones. Se trata del desafío de la increencia y de los nuevos ateísmos[3], especialmente en los países de Europa, pero que ya se está viviendo en el resto de otros países de otros continentes. El problema estriba en responder qué alternativas presentan las religiones a estos fenómenos.

      En primer lugar creemos que las religiones han de recuperar el valor de la esperanza. Por la experiencia sabemos que no hay expectativas de que el progreso inmanente genere la emancipación de la humanidad, sino que, al contrario, se proclame el fracaso final y la fragmentariedad de las realizaciones históricas. Por eso la esperanza cristiana y de todas las religiones han de ser relativizadoras de las utopías de liberación, ya que espera la redención final del don divino y no de la lucha prometeica del hombre. No aceptan (especialmente el cristianismo) que hayamos llegado al final de la historia, el de la economía de mercado que proclaman las teorías neoliberales, ni es conciliable con un progreso indefinido y siempre creciente. También rechaza una concepción cíclica de la historia y el pesimismo de los que proclaman un devenir sin meta final alguna. En lenguaje cristiano diremos que el reino de Dios es el resultado de su intervención final en la historia, aunque la construcción del reino sea tarea de la comunidad. Por eso, se espera en Dios y se cree en su intervención final como un don, al mismo tiempo que hay un compromiso intrahistórico, para construir el reino desde los que más sufren. Se parte por eso no del sentido y la validez de lo existente, sino del sufrimiento de tanta gente a la que hay que motivar y dar esperanzas.

      En segundo lugar, las sociedades modernas no rechazan la religión, sino que la confinan al ámbito privado de la persona en cuanto fuente de los criterios morales y como refugio ante la dureza de la vida.

      Esta privatización de la religión se acompaña de una presencia pública basada en servicios religiosos, en la custodia de la tradición folklórico-cultural, en la vigencia de ritos, fiestas, ceremonias y tradiciones que ofrecen raíces de la identidad colectiva. Las iglesias y otras tradiciones son custodias y herederas de un imaginario religioso que no es rechazado por las sociedades modernas. Este acervo cultural incluso es valorado por los ateos, agnósticos e indiferentes. Hay muchos ciudadanos increyentes que aprecian la riqueza estética y el patrimonio artístico de las religiones, la antigüedad de sus liturgias y ceremonias, la calidad de sus instituciones pedagógicas o la afectividad de sus redes asistenciales. Las iglesias y demás religiones caen fácilmente en la tentación de legitimarse ante la sociedad y el Estado por las funciones socioculturales que ejercen. Pero la validez de una institución cultural no coincide con las de las Iglesias que tienen que ofrecer motivos para vivir y esperar.

      El presente trabajo está dividido en seis capítulos. En el primer capítulo afrontamos un tema que considero uno de los más, o quizá el más importante, que la Teología del pluralismo religioso debe tomar en serio en la actualidad. Se trata de la cuestión del relativismo y la verdad. Aquí queremos demostrar que la credibilidad del cristianismo se juega en su capacidad de humanizar. Una religión sin capacidad de interpelar no interesa a nadie. Y lo que interpela es nuestro estilo de vida. Si hasta ahora la verdad excluyente nos ha llevado a despreciar a los que no creían como nosotros, ahora hay que apostar por una verdad en la alteridad, en la que los otros pasen antes que nosotros, y sean los preferidos en nuestro amor. Por eso hemos querido titular este nuevo libro «Solo el amor nos puede salvar. La actitud del cristianismo ante las otras religiones».

      El cristianismo empezó con una llamada a la relativización de las convicciones más firmes de la fe judaica: «¡Qué bien anuláis el mandamiento de Dios para conservar la tradición!». Saber relativizar las seguridades es signo de madurez y ha sido el camino del crecimiento ético y religioso de la humanidad. Con la condición de que el criterio de la relativización no sea el simple interés de desmoronar seguridades, sino la búsqueda del bien, la verdad, la realización auténtica del hombre. Es ahí donde se juega la fidelidad al Dios del Evangelio.

      El segundo capítulo es una reflexión con motivo del Año de la Fe que desde el mes de octubre de 2012 hasta noviembre de 2013 se celebró en la Iglesia Universal. En esas fechas (del 11 al 27 de octubre de 2012) se celebró un


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