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La sabiduría de la humildad. Francisco Javier Castro MiramontesЧитать онлайн книгу.

La sabiduría de la humildad - Francisco Javier Castro Miramontes


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en el hontanar de su propio corazón. Cuentan que en cierta ocasión estalló la cólera del aquejado de envidia y que derramó toda su furia sobre el hermano Francisco. Pero toda una sarta de improperios y difamaciones no logró desdibujar la sonrisa de su rostro. Él sabía de dónde brotaba su sonrisa, una sonrisa probada también por el sufrimiento, una sonrisa que es como la planta que se mantiene enhiesta gracias a las raíces. Cuando la furia se vio desbordada e inútil, el Hermano decayó en su energía violenta dejándose mecer por la paz que sobreviene tras la tormenta y, casi por milagro, amaneció la serenidad. Todos sabían, ahora también el Hermano envidioso, que la sonrisa de Francisco era reflejo de un alma feliz y que, además, es contagiosa.

      En una ocasión, un joven vino al convento para hablar con fray Francisco. Le contó sus desdichas y miedos, sus frustraciones y desasosiegos. Francisco, sonreía y hablaba con su mirada. Al final, el joven dijo al Hermano: «Enséñame a sonreír como sólo tú sonríes, ¿cuál es el secreto?». Francisco elevó la mirada, suspiró, y sentenció: «La felicidad es la fuente de la sonrisa, la sonrisa es el destello de la felicidad interior, una felicidad nacida de la paz que da el estar y sentirte en armonía con todo lo creado, mirando a todos con mirada de comprensión y misericordia. No lo dudes, ejercita tu sonrisa; llegará un momento en el que serás un experto. El amor es la clave, el amor es felicidad en la lucha, el amor es la sonrisa de Dios en el mundo. Si la descubres ya no podrás sino sonreír por fuera, pero sobre todo por dentro». El joven, con su mirada inquieta, terminó por sonreír. Francisco le alertó: «¿Te das cuenta? Hace un instante tu rostro reflejaba turbación, ahora sonríes. Te has puesto en camino, el camino es el amor; la meta, la felicidad». Caminar, caminar... hacia la felicidad.

      La música del corazón

      A fray Francisco le encantaba la música. En cierta ocasión una amiga le regaló un reproductor de Cd. Para escándalo de sus frailes, a veces él llevaba el reproductor al oratorio. Muy pocos, a decir verdad ninguno, comprendía la actitud del joven: «¿Se habrá vuelto loco?, ¡qué falta de devoción, estar ante el Santísimo escuchando música!». Pero esto no era todo. A veces Francisco, escuchando lo que él llamaba «la sinfonía de la creación», llegaba incluso a danzar. Hubo un fraile que llegó a aseverar que tenía un demonio, que esos arrebatos no podían ser obra de Dios. Francisco lo sabía, por eso trataba de ser comedido en estas extravagancias, pero a veces la cadencia de la música que sonaba en sus adentros era tal que no podía por menos que corresponder cantando y bailando.

      En su diario he podido leer: «Hoy he estado sentado sobre una roca contemplando el reflejo de la luna sobre el tapiz del océano. Por unos instantes me quedé absorto, como un chiquillo que acaba de descubrir algo maravilloso que nunca antes había visto. Al cabo del tiempo elevé la mirada y pude jugar con las estrellas que sembraban el firmamento. Caí entonces en la cuenta de que estaba rodeado de silencio, de un silencio sonoro: el silencio estaba vestido por el rumor de las olas, por la tenue y fresca brisa que acariciaba las hojas de los árboles, y por todos los ecos de mi corazón. Todo era como una sinfonía, un concierto armonioso en el que ninguna nota era disonante, ni siquiera yo mismo, pequeña criatura extasiada ante el espectáculo de la creación. Me levanté entonces, abrí los brazos como queriendo abrazar a la creación entera, y me dejé llevar por los compases llegando a danzar con mi cuerpo y con mi alma. Dios era el concertista, el director de orquesta que hizo posible este tiempo de emoción del alma. La música, las criaturas, yo mismo, somos instrumentos que sonamos al compás de la batuta de Dios: y entonces amé».

      Sólo el alma sensible, en sintonía con toda la creación, puede hacer sonar la música de Dios en el corazón de la vida. Hay un concierto para ti, abre el oído, ensancha tu corazón, no sea que pases por la vida como aquel que ni se enteró de que estaba rodeado de hermosura, y que se perdió el amor. Francisco oraba con la música, porque la música era un lenguaje que le hablaba de Dios. Quien es capaz de contemplar la belleza de una noche estrellada forma parte de este concierto cósmico que perdura en el recuerdo. El amor es la sintonía de la felicidad.

      La ciencia de la Tierra

      Fray Francisco era un gran enamorado de la tierra, madre de flores y frutos. Le gustaba salir a diario a pasear por el bosque, unas veces por los senderos ya labrados por los pies de los caminantes de ayer y de hoy, otras veces por el bosque salvaje, por entre la maleza, dejándose rasgar los pies por las púas de los tojos y por la rugosidad de los helechos. «La naturaleza es nuestro hogar común», solía decir. Hablaba del bosque como quien describe la belleza de un amor secreto. A veces incluso se quedaba en silencio irradiando emoción a través de la mirada, al no ser capaz de hallar las palabras justas para expresar lo que para él era un constante milagro. Los mismos frailes de su Fraternidad estaban un poco cansados de tanta poesía naturalista. Alguno incluso llegó a afirmar que el Hermano Francisco corría el grave riesgo de caer en la herejía del panteísmo, porque hablaba de las plantas, de los árboles, de los animalitos, del bosque mismo como si se tratase de auténticas deidades.

      En verano solía bajar al arenal junto al mar para pasear descalzo por la arena, ejercitando así el sentido del tacto, lo que hacía también acariciando las hojas de las plantas y los árboles. Su olfato era sensible a todos los olores de la naturaleza, era capaz de distinguir el aroma de cada una de las flores que brotaban en el bosque. Su oído se había afinado tanto que distinguía perfectamente el canto de los pájaros; es más, conocía incluso al pájaro concreto que solía anidar en tal o cual árbol. El sentido del gusto se deleitaba en los sabores de la naturaleza, algo que era no muy bien visto por sus Hermanos, para quienes, según la tradición ascética de la Orden, había que mortificar los sentidos y reiterar ayunos a fin de adiestrar y mantener a línea al «hermano cuerpo». Francisco solía recordarles que lo que Dios ha hecho con sus manos de escultor solemne es para disfrutarlo, y les recordaba que el fundador de la Orden, justo antes de morir, tuvo el capricho de pedir a una amiga suya que le preparase el dulce que a él tanto le gustaba y que ella le cocinaba con primor cuando iba a visitarla.

      La mirada del Hermano también se confabulaba para comprender la ciencia de la Tierra. Era capaz de distinguir todas las formas posibles llamándolas por su nombre, formas que, según él, eran hermanas: la hermana ortiga, la hermana verdura, la hermana manzanilla, la hermana uva... Francisco había logrado así ser él mismo el corazón del bosque, un ánima que alentaba los días de nuestro tiempo signándolos con un toque de sensibilidad. Todavía se recuerda aquella ocasión en la que, estando arando en el huerto del convento, comenzó a llover y se quedó literalmente extasiado mientras el agua de lluvia empapaba su cuerpo y la tierra fértil que pisaba. Dicen que sonreía y bendecía, y que los frailes incluso tuvieron que salir para hacerle entrar en el hogar y guarecerse de la lluvia. Existe una sabiduría natural que sólo comprenden los sencillos.

      El beso de la luna al sol

      Fray Francisco vivía una intensa relación, casi un romance, con la naturaleza. Le gustaba y se emocionaba contemplando el cielo, que era como un lienzo celeste en el que de día el sol reinaba, y por la noche la oscuridad tapaba con su manto a todos los astros celestes, menos a las rebeldes estrellas, que humildemente delinean su perfil de tenue luz apenas el sol se va adormeciendo. Su alma sensible le mantenía despierto para poder contemplar los fenómenos que la naturaleza misma genera cuando el orden cósmico así lo determina.

      En cierta ocasión asistió atónito a un acontecimiento histórico en el que la madre naturaleza, siempre sorprendente y superándose a sí misma, obró el milagro de mantener el corazón de millones de personas en vilo en torno al esplendor del hermano sol, que preside nuestros días. La hermana luna, juguetona, en alarde de poder, quiso oscurecer, o al menos menguar, el resplandor de quien por definición es la luz más pura e intensa. En aquella mañana no pocos adultos permitimos que brotase en nosotros el niño que llevamos dentro para dejarnos mecer por el juego y casi romance sol-luna. Un acontecimiento (eclipse anular) que fue definido por una niña como el «beso» que la luna le dio al sol.

      A la caída de la noche, inmerso en el silencio de su celda conventual, el fraile contemplativo, rememorando las sensaciones vividas durante el eclipse, escribió en su diario personal: «Dios es como el sol: no le puedes contemplar directamente ante el peligro de ser cegado,


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