Mamá, ¿Dios es verde?. María Ángeles López RomeroЧитать онлайн книгу.
—Ya sé que no huelen. Pero si tú las pones en práctica tu comportamiento llamará la atención y puede que alguien se pregunte por qué te portas de ese modo. Y tú, en lo más íntimo, sabrás que lo haces porque quieres hacer tanto bien como Jesús. Pero de cara al exterior será como si desprendieras un cierto olor o una luz especial[11]. Ese es el perfume de Jesús. Su presencia en ti. Y esa es la manera de intentar animar a los demás a que se porten igual. Sobre todo si ven que portándote de ese modo eres feliz.
—Hombre, mamá, eso no tanto. Es que... portarse bien no siempre mola...
—¿Eso piensas? ¿A qué te refieres, a ver?
—Pues que no mola hacer deberes. Mola más jugar todo el rato y ver la tele.
—Ya. Salirte siempre con la tuya, vamos. Sin embargo, cuando no obedeces a papá y mamá o te portas mal en el cole o eres egoísta con tus hermanos, ¿qué pasa al final? Porque yo creo que lo que ocurre es que te dura muy poco esa aparente alegría de hacer lo que uno quiere y acabas llorando y enfadado porque te peleas con los hermanos o te reñimos los mayores. En cambio, ¿no te parece que cuando te portas bien y recibes felicitaciones por tu comportamiento, y besos de aprobación y satisfacción, cuando haces felices a los demás, eres mucho más feliz en el fondo?[12]. Eres una especie de héroe, como Jesús.
—Bueno...
El escepticismo en su cara le delata. Es difícil de asumir eso de la felicidad asociada a comportamientos que, hoy por hoy, requieren de nosotros cierto sacrificio, como la austeridad, la generosidad, la entrega, la honestidad... No es que le ocurra a él por ser un niño, es que nos pasa a todos. Aunque el ex franciscano José Arregui sostiene: «Respeta, compadece, comparte, cuida. Hazlo por tu bien y por el bien de todos los seres. Pero no lo hagas porque esté escrito o mandado, sino porque es tu ser y sale de tus entrañas. Hazlo y serás más feliz, pero no lo hagas para ser feliz»[13].
—Lo que pasa, Miguel, es que vemos las cosas siempre a muy corta distancia, en lugar de pensar en lo que va a ocurrir cuando pase algo más de tiempo o incluso mucho más tiempo.
—¿Cuando seamos tan viejos como los abuelos?
—Como los abuelos te oigan decir que son viejos te la vas a cargar...
—Hombre, es que son un poco viejos pero no tanto. Cuando ya eres viejo del todo te mueres, como el bisabuelo. Y yo, como soy de noviembre, me moriré antes que Pablo Torres, que cumple en diciembre. Pero para eso falta mucho tiempo porque soy un niño. Menos mal... –suspira aliviado–. Es a todo ese tiempo a lo que tú te refieres, ¿no, mamá?
—A todo ese tiempo, sí, más o menos. –¿Cómo aclararle que las personas no tenemos algo así como una fecha de caducidad, que no morimos por estricto orden cronológico? ¿Que la vida es más frágil y escurridiza que todo eso? Pero ahora este detalle es lo de menos. Porque su curiosa reflexión me sirve nuevamente como fino hilo con el que tejer otra fase de nuestra conversación–: Y si uno se ha portado en su vida tan bien como los abuelos, habrá hecho muchos amigos y tendrá alrededor mucha gente que le quiera y le haga feliz. Porque además se sentirá muy satisfecho. Pero si se ha portado mal, si ha sido cruel, malvado, avaricioso, egoísta... mala persona, entonces su vida... (pienso que estará vacía y seguramente envuelta en soledad, pero no llego a formularlo para no violentar a Miguel. Aun así, él se adelanta a mis palabras e intuye lo que no he llegado a expresar. Y entonces Miguel se pone progresivamente triste hasta el punto de no poder contener el llanto).
—Pero bueno, ¿y tú ahora por qué lloras?
—Porque yo no he sido del todo bueno. Y entonces me van a pasar cosas malas. O peor: ¡me voy a ir al infierno!
El llanto estalla ahora en desconsuelo y lágrima viva. Menudo sofocón... Es evidente que he sido demasiado dura con él. A veces cargo el tono moralizante de mis explicaciones, quizás por herencia de la vieja educación que todos recibimos, pero eso es especialmente peligroso cuando hablas con un niño de siete años. Habrá que calmar a Miguel con una buena dosis de mimo y de ternura. Hacerle ver que nada tiene que ver la maldad con esas travesuras infantiles que le preocupan. Y deshacer esas imágenes que ha ido formándose sobre el cielo y el infierno para que se esfumen sus pesadillas y viva su fe sin miedo ni angustia.
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