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Una lectura con mayor detenimiento de aquellos acontecimientos ocurridos en el Cerro de la Popa la noche del 31 de enero de 1808 permite conocer también cómo, cuando el alguacil Francisco Piña y el escribano Marcos Carrasquilla se propusieron tomar la declaración de Juan de la Cruz Pérez, este se negó a comparecer alegando que gozaba de fuero militar en función de su posición como sargento segundo de la compañía de granaderos adscrita al batallón de pardos de Cartagena de Indias. Juan de la Cruz afirmaba que no estaba obligado a comparecer frente a los jueces ordinarios y que estos solo podían requerir su testimonio si así lo ordenaba su superior inmediato. Como vimos, solo rindió declaratoria ocho días después. Los argumentos puestos de manifiesto por el militar pardo para evadir el interrogatorio y, eventualmente, la condena, son asimismo reveladores en lo que respecta a la cultura política de las clases populares y la naturaleza misma de la celebración.
Como señalan Sergio Paolo Solano y Roicer Flórez, las milicias de pardos, en especial en una ciudad como Cartagena de Indias, representaron una oportunidad de ascenso social para diferentes sectores que tradicionalmente se encontraban marginados por su condición racial. Las milicias permitieron a los pardos diseñar estrategias para asegurar ciertos privilegios en la misma institucionalidad e, incluso, negociar la práctica de ciertas actividades que no eran bien vistas por las autoridades, verbigracia, el porte de ciertas prendas de vestir o la licencia para tomar parte de actividades festivas32. En el caso de los pardos del Cerro de la Popa, el hecho de pertenecer a la milicia no solo era una forma de alcanzar cierto grado de reconocimiento en sus comunidades, sino que esto les permitía negociar la realización de actividades con las cuales se buscaba reforzar los lazos identitarios y de solidaridad.
Es muy posible que el significado de la música y de los bailes realizados durante la celebración de la fiesta de Nuestra Señora de la Candelaria trascendiera al de un simple espacio de ocio y entretención como sugieren las declaraciones del mismo Juan de la Cruz. Al ser cuestionado sobre si obtenía algún beneficio al permitir que se instalaran los juegos y que se organizaran la música y los bailes, este respondió que no recibía ninguna utilidad, expresó también que la fiesta tenía el propósito de honrar a la Virgen de la Candelaria y, al referirse a los motivos por los cuales había realizado la instalación de los juegos a pesar de las prohibiciones, adujo que “si lo hacía era por tonto y querer divertir al pueblo”.
Con base en los documentos, no es posible establecer hasta qué punto la música y las danzas ejecutadas durante las celebraciones civiles y religiosas eran, en efecto, parte activa de un esfuerzo tácito de los libres de Cartagena por mantener vivas sus raíces africanas. Sin embargo, ciertas investigaciones han mostrado que un número considerable de elementos presentes en los bailes populares del Caribe tuvieron un origen africano trazable, y que por esta misma razón fueron objeto de prohibiciones33. Un ejemplo de ello lo podría constituir la prohibición del baile del bunde o del tambor proclamada en 1719 por el obispo de la provincia de Santa Marta, Antonio de Monroy y Meneses34. Al considerar que al ejecutar estos bailes las gentes se apartaban de Dios, recomendó a los tenientes, jueces y curas de todo el obispado que fueran especialmente sensibles a lo pernicioso de estas prácticas y que no los permitieran, incluso si los libres y esclavos que tomaban parte en ellos los justificaban con motivo de las festividades religiosas en honor a los días de santos.
Las danzas tenían como señas particulares los movimientos polirrítmicos de diferentes partes del cuerpo, incluyendo hombros, cadera y torso. A diferencia de los bailes de salón de los peninsulares y los criollos, en los “bailecitos de tierra” había mayor interrelación de las parejas y tenían connotaciones eróticas notorias; los ritmos, por su parte, resultaban de la memoria de los esclavos y las apropiaciones y resignificaciones, de acuerdo con un nuevo entorno y la recurrencia de los sonidos de la percusión de tambores.
Por su parte, Adolfo González Henríquez describió cómo el bunde fue combatido a lo largo del siglo XVIII sin ningún resultado aparente, dadas las fuertes resistencias que encontró esta expresión al fungir como elemento identitario entre las comunidades de descendientes de africanos. Las referencias más tempranas de bundes citadas por González se refieren al ministerio de Gregorio Molleda y Cherque, obispo de Cartagena entre 1722 y 1744. Molleda intentó prohibir dichos bundes sin éxito, tal como lo haría su sucesor Manuel de Sosa Betancur con resultados similares35.
En 1768, el obispo Bernardo de Peredo y Navarrete realizó una importante visita a las parroquias de su jurisdicción, durante la cual advirtió la presencia del bunde en muchas comunidades, comunicándoselo directamente a los miembros del Consejo de Indias con el fin de animarlos a expedir una real cédula para su prohibición. La respuesta del Consejo no se hizo esperar y en 1770 el rey Carlos III solicitó al gobernador de la provincia de Cartagena, Gregorio de la Sierra, un informe detallado acerca de la naturaleza de los bailes, para establecer si estos debían ser prohibidos como lo solicitaba el obispo De Peredo36. La descripción ofrecida por De Peredo en la comunicación al Consejo de Indias revela importantes detalles sobre la naturaleza de los bailes y da cuenta de lo “antiquísimo” de ellos, así como de lo extendidos que estaban entre la población, incluyendo los territorios fuera de la ciudad:
Señor, los bailes o fandangos llamados bundes […] se reducen a una rueda, la mitad de ella toda de hombres y la otra mitad toda de mujeres, en cuyo centro, al son de un tambor y canto de varias coplas a semejanza de lo que se ejecuta en Vizcaya, Galicia y otras partes de estos reinos, bailan un hombre y una mujer, que mudándose a rato proporcionado por otro hombre y otra mujer, se retiran a la rueda, ocupando con la separación apuntada el lugar que les tocó, y así sucesivamente alternando, continúan hasta que quieren el baile, en el cual no se encuentra circunstancia alguna torpe o descompuesta que sea característica de él, porque ni el hombre se toca con la mujer, ni las coplas son indecentes. Esta diversión es antiquísima y general en toda la vasta comprehensión de este gobierno, y difícil de contener por la muchedumbre de gentes que la acostumbra y lo distante de los lugares y sitios de los campos, donde es más común su uso […]37.
La costumbre de los festejos, defendida por la población ante las autoridades, en continua negociación y resistencia, entre reglamentos para garantizar un tiempo libre y prohibiciones para impedir el desorden social, terminó creando una tradición con el correr del tiempo. La cercanía entre las celebraciones religiosas y los carnavales, por su parte, permitió el intercambio de las prácticas festivas que se retroalimentaban durante el transcurso del año.
Manuel Serrano García, en su investigación sobre la procesión del Corpus Christi encontró que en Cartagena de Indias esta contenía “elementos populares, religiosos y civiles. Las festividades tenían dos vertientes que se mezclaban y complementaban: una profana y otra religiosa, a lo que habría que unir una política”. Además “se sumaban los elementos más festivos como las danzas y personas disfrazadas” y “se pasaba rápidamente de la solemnidad de la celebración religiosa a un ambiente relajado de gran participación popular. No se veía correcto que durante el baile se volviera la espalda al Santísimo y se prestase, como era de esperar, más atención a la danza que a la ceremonia, lo que según el obispo convertía la catedral en ‘casa de diversión’ ”. Insiste Serrano que no se sabe “exactamente cuál era el atuendo ni cómo eran las danzas, pero debía asemejarse a unos diablos y figuras extrañas, que significarían el mal frente a otros asimilados a ángeles. Este tipo de danzas nombradas como matachines o mojarillas, diablillos en el caso cartagenero, fueron muy comunes en todas las procesiones de Corpus y daban una nota festiva que contrastaba con el boato de la celebración”38. Expresa Serrano que “estas danzas sirvieron para integrar dentro del modelo político-religioso colonial a los grupos no hispanocriollos, como indios, negros o castas39, una práctica heredera de la península donde también participaban grupos étnicos como los gitanos”. Según el autor, en la procesión de 1620 “los religiosos acudieron sin las cruces ni las capas, haciendo caso omiso a todo lo dictaminado al ir revueltos unos con otros”40. Algo similar a esto ocurrió en los sucesos de 1808, narrados arriba, en los cuales se pudo establecer que religiosos del convento de la Popa estaban disfrutando los festejos al pie del cerro.
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