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¿Y tú qué miras?. Gabourey SidibeЧитать онлайн книгу.

¿Y tú qué miras? - Gabourey Sidibe


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de que mi madre pensaba que estábamos más unidas de lo que en realidad estábamos. Pensó que, como hablarle de mi depresión me había ido tan bien, le contaría que había perdido la virginidad cuando sucediera. Me tenía por una florecilla delicada. Y también le parecía un poco triste que tuviera veintisiete años y siguiera siendo virgen.

      ¿Cómo se lo decía?

      —Claro, mamá, pelearé con todas mis fuerzas. ¿Me preparas un sándwich?

       3

       Por qué no hay que casarse a cambio de un permiso de residencia permanente

      La historia de dos personas que se casaron, se conocieron y se enamoraron.

      —Eslogan de la película Matrimonio de conveniencia

      Podría describir a mi madre, Alice Tan Ridley, de muchas maneras. Hippy de espíritu libre es una de ellas (en realidad, yo soy la única que la llama hippy y nunca lo he hecho en su cara). Le traen sin cuidado las reglas y las rompe con frecuencia. Deja que cada cual viva como quiera. Le gustaría que fuera socialmente aceptable que los hombres heteros lloraran y llevaran vestidos y faldas. (Dicho esto, me ha pedido que la entierren con pantalones).

      Mi madre es la tía favorita de todo el mundo. Es la más pequeña de nueve hijos, todos ellos nacidos y criados en una calle polvorienta de una ciudad de Georgia de la que nadie ha oído hablar. Tiene una tonelada de hermanas que tuvieron hijos cuando ella era aún una niñita, así que lleva ayudando a criar niños toda su vida. Se convirtió en ayudante de maestra de preescolar a los trece años. Y se ha formado en el arte del entretenimiento desde que nació.

      Se siente cómoda siendo quien es y sabe que es maravillosa. Y si alguien cree que no lo es, se equivoca. Es la persona más segura de sí misma que existe. En el mundo entero. También es la persona con más talento en kilómetros a la redonda. En miles de kilómetros, quizá. Desde luego, en esta ciudad. Deslumbra como un diamante porque es una puñetera estrella. Esa es otra expresión que utilizo para describir a mi madre… pero nunca delante de ella tampoco.

      Si lo que he dicho sobre mi madre es objetivamente verdad o no, al menos es lo que ella cree de sí misma y, un poco al estilo del «pienso, luego existo», acaba siendo verdad porque es su verdad. Es una seguridad en uno mismo difícil de encontrar. Yo llevo toda mi vida intentando sentirla, pero aún me queda muy lejos. Que no me malinterprete nadie. ¡Soy una tía genial! Pero la seguridad de mi madre en sí misma es increíble e hipnótica, como un espectáculo de magia. ¿Te imaginas ser su hija? Es un incordio. Como un espectáculo de magia.

      Cuando nacimos Ahmed y yo, mi madre trabajaba en las escuelas públicas de la ciudad de Nueva York como asistente de maestra, impartiendo clase a niños con capacidades diferentes. Sus alumnos tenían síndrome de Down, parálisis cerebral y otras discapacidades. Cuando la clase salía de excursión al zoo o al circo, o incluso a ver un partido de baloncesto al Madison Square Garden, nos llevaba con ellos. Cuando empezamos a ir a la escuela, fuimos al mismo colegio en el que enseñaba mamá. Al menos una vez al día yo pedía permiso para ir al lavabo e iba a visitarla a su clase, agarraba algo para comer, les preguntaba a mis amigos cómo estaban y luego regresaba a mi aula.

      Alice ha trabajado como cantante profesional desde niña e incluso mientras era maestra tenía su propio espectáculo: un almuerzo góspel cada domingo en el célebre Cotton Club de Harlem. Siempre andaba cantando. Cantaba el himno estadounidense en las reuniones escolares y en coros de distintas iglesias, pero su espectáculo en el Cotton Club era un trabajo de verdad. Poseía una voz asombrosa que no tenía ninguna intención de desperdiciar.

      Lo del entretenimiento era algo natural. En el autobús y en el tren, mi madre jugaba al veoveo con mi hermano y conmigo o nos contaba el cuento de «La fea durmiente», un cuento que se había inventado sobre una niña tan fea que se quedó dormida mientras esperaba a un príncipe con quien casarse. Muchas veces, mi madre se inventaba un cuento de hadas a partir de cualquier cosa que hubiera visto en la tele después de que mi hermano y yo nos fuéramos a dormir. Otros pasajeros escuchaban sus historias y reían con nosotros. Yo los odiaba, porque odiaba a los desconocidos. Mi madre, por el contrario, les sonreía mirándolos a la cara. Mi madre desprendía felicidad.

      Por eso su matrimonio con mi padre carecía de sentido para mí de niña.

      Mi padre siempre me ha parecido el hombre más aburrido del planeta. No se ríe y sonríe aún menos de lo que ríe. Es taxista. Y siempre me ha parecido que eso es tanto una descripción de su personalidad como su profesión. Lo recuerdo siempre trabajando. A veces nos llevaba en coche a la escuela por la mañana, pero la mayoría de los días no lo hacía. Parecía odiar la risa de sus hijos. En ocasiones, mientras estaba fuera, mi hermano y yo nos tumbábamos en la cama de mis padres con mi madre. Ella nos hacía cosquillas y nos dejaba cabalgarla por la espalda mientras intentaba derribarnos. Nos partíamos de risa hasta que, de repente, cuando escuchábamos la puerta de casa cerrarse de un portazo, mi madre decía:

      —Vaya. El Sr. Hombre ha llegado.

      Aquel portazo ponía fin oficialmente a la diversión. De repente, mi padre aparecía en la puerta del dormitorio con la nariz en alto.

      —Risas, risas y más risas. ¡Parece que no sabéis hacer otra cosa que reír! Todo el día riendo, por Dios santo. ¡Qué ruidosos sois! Se os oye desde el ascensor.

      Dicho lo cual se iba a la cocina a cenar. Solo. Mi madre ponía los ojos en blanco y lo imitaba haciendo mímica, y yo volvía a reírme. Bien alto. Mi padre es africano y tiene acento cuando habla en inglés. «Africano» es otro término que utilizo para describir su personalidad. Africano, taxista, aburrido.

      Mi padre quería que viviéramos teniéndole miedo porque lo consideraba una señal de respeto. Pero, como yo no le tenía miedo, solía meterme en líos. En parte, la culpa era de mi risa. Tengo una risa que parece más un chillido estridente seguido de un resoplido estentóreo que una risa normal. Si las personas pudieran elegir el sonido de sus risas, probablemente yo escogería algo que no sonara como si viviera debajo de un puente y les diera un susto a los personajes de un cuento de hadas mientras van de camino a casa de su abuelita. Mi padre detestaba mi risa y estaba convencido de que podía cambiarla, de que no me esforzaba lo suficiente. Me amenazaba con pegarme los labios con pegamento para no tener que oírla. Alguna vez también me había amenazado con sellarme la boca y el culo para que, al reír o tirarme un pedo, explotara. ¡Y lo decía en serio! Sé que suena horrible, pero es lo más divertido que ha dicho nunca. (Era más divertido cuando no lo pretendía). Yo fingía tenerle miedo, pero, en cuanto me quedaba sola, me partía el culo pegado con pegamento de risa.

      Cuando tenía unos seis años, mi padre y yo tuvimos una discusión monumental. Empezó cuando mencionó su plan de vivir conmigo cuando fuera anciano. Dijo que yo tendría que cuidarlo, cocinar para él y limpiarlo como una buena mujer musulmana, etcétera, etcétera.

      ¡Ah, sí! Yo era musulmana de nacimiento. Pero un año antes de aquella conversación, cuando tenía cinco años, tomé la decisión consciente de dejar de serlo. Seré sincera: quería comer beicon como mi madre y ya me habían advertido sobre todo eso de limpiar y cocinar para él, así que la elección fue fácil.

      Había llegado el momento de decirle a mi padre que bajo ningún concepto iba a permitir que viviera conmigo y mi futuro marido e hijos. Ni siquiera me gustaba vivir con él entonces. Para resumir mi aportación a aquella discusión, dije algo parecido a: «¡Ni lo sueñes!».

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      Papá y Ahmed. Esta es una de mis fotografías preferidas de Ahmed de bebé. Yo no había nacido aún, así que todavía era bastante feliz. Soy lo peor que podía pasarle a ese niño. Mi padre parece esforzarse en no sonreír, el muy tonto…

       Cortesía de Gabourey Sidibe

      —Cuando eras pequeña —me respondió—, te dormías aquí, apoyada en mi pecho. ¡En este pecho! ¡Y te encantaba!

      Estaba


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