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Por sus frutos los conoceréis - Juan María Laboa


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      Por sus frutos los conoceréis

      Historia de la caridad en la Iglesia

      Juan María Laboa

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      © Laboa, Juan María

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      ISBN: 9788428565325

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      Prólogo

      Jesús anunció a sus discípulos que serían conocidos por sus frutos y poco a poco fue señalando con precisión la naturaleza de esos frutos: Amaos los unos a los otros; actuad con los demás como queréis que ellos actúen con vosotros; que el último de vosotros sea el primero; perdonad setenta veces siete; amad a vuestros enemigos. De hecho, él fue el primero en mantener y recomendar esta actitud. Nos amó de tal manera que se identificó con nosotros hasta el extremo de dar su vida por nosotros, y en todo momento nos animó a seguir sus huellas.

      Al anunciarles que Dios era nuestro Padre les dio a entender que todos éramos hermanos, de forma que, a lo largo de nuestra vida, debíamos manifestarnos y actuar en cuanto tales. Se trataba de comportarnos con una nueva actitud, renacidos y regenerados, ante el Creador, la naturaleza, la sociedad y los seres humanos todos.

      La Iglesia que nos propuso no se reducía a un templo, un sacrificio, un mandamiento o una organización, características propias de toda religión, sino que se componía fundamentalmente por un pueblo que se amaba, por una comunidad de creyentes caracterizados por su fraternidad y su solidaridad. En sus palabras nos enseñó que Dios, en el ejercicio de su amor, era Padre, Hijo y Espíritu Santo, que manifestaba su paternidad a través de su ternura por todas sus criaturas y repartiendo sus dones sin distinción.

      En la actuación y predicación de nuestra Iglesia, de acuerdo con los textos evangélicos, se habla de amor a todas horas, a tiempo y a destiempo, con rutina o con pasión. Todas las oraciones, las homilías, los documentos oficiales hablan del tema y dan por supuesto su importancia en la vida de la comunidad. Sin embargo, nos queda la duda razonable sobre si la práctica responde siempre a la teoría. De hecho, nunca ha habido tribunales de Inquisición encargados de condenar las faltas de caridad entre los creyentes, nunca se ha afirmado que el pecado contra la caridad no tenga parvedad de materia, nunca se ha promovido un examen eclesial que en su conjunto haya afrontado cuántas veces los cristianos han actuado como si el fin justificase los medios; se habla demasiado poco de amor concreto en los libros de teología y de historia de la Iglesia y, aunque no se olvida su labor asistencial, no parecen preocuparse mucho sobre la presencia de la gracia y del amor mutuo en la marcha diaria del pueblo de Dios y de la institución eclesial. No faltan las definiciones de la gracia y del amor divino en sentido metafísico y neumático, pero resulta mucho más difícil encontrar textos que lo relacionen con el amor de la parturienta por su hijo, tal como hace san Francisco cuando describe familiarmente cómo deben organizarse cuantos le siguen: su amor fraternal debe ser de naturaleza maternal, al hermano León le habla como una madre a un hijo y en sus cartas invoca un ideal familiar en el que los fieles se transforman en esposos, hermanos y madres de Cristo según una ascesis espiritual explicitada con precisión (Epistula ad fideles, 9).

      En el transcurso de nuestra vida encontramos toda clase de sufrimientos, pero el más desconcertante es siempre el del inocente. ¿De quién es la culpa?, se preguntaron los discípulos de Jesús cuando se encontraron con el ciego de nacimiento; pero al responderles, Jesús se colocó en otra lógica. No miró al pasado, sino al futuro. Nos invitó a enfrentarnos a los sufrimientos de todo género, atenuando sus consecuencias, eliminándolos si fuera posible, acompañando y amando siempre a quienes sufren, tomando siempre sobre nuestras espaldas sus consecuencias, tal como él lo hizo. La cruz es el lugar de encuentro más apropiado del ser humano, siempre débil, con Cristo, inocente y justo. Es la antesala del encuentro definitivo.

      Siempre he pensado que una historia de los cristianos y de la Iglesia que no se centre en su capacidad de amarse entre sí y de amar a los demás seres humanos escamotea el núcleo experiencial, absolutamente esencial en la comunidad creyente y en la institución eclesial. Todavía hoy, esta historia queda por afrontar y desarrollar.

      Hemos pretendido en estas páginas cambiar algo la óptica habitual en los estudios de historia eclesial y poner el acento cariñosamente sobre el amor, la solidaridad, la preocupación afectuosa de los cristianos entre sí. «Mirad cómo se aman», señalaban con admiración los paganos, hablando de los primeros cristianos. Probablemente, la única identidad de los cristianos es la de la caridad. ¿En qué consiste este amor, cómo lo manifestamos, de qué manera ha existido este sentimiento y este comportamiento a lo largo de nuestra historia? Estas son algunas de las grandes preguntas a las que intentamos responder.

      En este libro realizamos un cierto número de calas en la vida de los cristianos, las consideramos, las relacionamos con otros momentos y ambientes de nuestra historia[1]. El conjunto pretende ser un mosaico de esa vida que, de manera espontánea y sencilla, muestra cómo un torrente de ternura, amor y compasión recorre las arterias del cuerpo cristiano. ¿Siempre y por parte de todos? Evidentemente no. Seguimos siendo vasos de arcilla contenedores de pecado y gracia, de egoísmo y generosidad, de inconsecuencia y de pasión regeneradora. Hemos levantado demasiadas estructuras y seguimos preocupándonos demasiado por ellas y, a veces, como los sacerdotes del Templo, preferimos que caigan algunas personas con tal de que no se complique la marcha de estos andamiajes eclesiales. Es por esta tentación por la que la Iglesia siempre tiene necesidad de repensar y salvaguardar su semejanza profunda con Jesús. No se trata de palabras ni de voluntarismo, sino de generosidad y entrega.

      La mayoría de los cristianos no fueron grandes santos, pontífices eminentes, teólogos sapientísimos, sino cristianos de a pie, con poca teología a cuestas, pero que amaron y aman a sus hijos, les enseñan qué representa Cristo en sus vidas y acompañan a sus vecinos ayudándoles en lo que pueden. Esas historias oscuras constituyen las páginas más hermosas del cristianismo y esos cristianos son los auténticos protagonistas de esta historia de amor, porque, aunque nos hayamos quedado en nuestra memoria con los nombres de los fundadores de congregaciones e instituciones eclesiásticas y de algunos grandes emprendedores, los verdaderos héroes son sus continuadores anónimos, los bomberos de tantos fuegos y los consoladores de tanta incertidumbre, los auténticos artífices de una sociedad más compasiva y más fraterna.

      Aquellos diez justos del Antiguo Testamento se han convertido con el paso del tiempo en masas anónimas que, tal vez, no entienden el significado de la misa, desconocen el sentido de tanta tramoya barroca de Roma, no leen a los expertos internautas, jamás han tenido entre sus manos una carta pastoral, pero al anochecer, antes de dormir, en sus camas, dan gracias a Dios por los beneficios recibidos y hablan a Cristo, confiadamente, de sus miserias y de sus alegrías. Ellos hacen comunidad, se saludan con afecto en la eucaristía y dan lo poco que tienen para las necesidades de Cáritas: han aprendido a amar y a dar vida a cuantos les rodean. Son aquellos que caminan hacia los demás, que conviven y trabajan con los enfermos, con los marginados y excluidos, con los enfermos de sida, los jóvenes difíciles, los pobres de toda condición, con aquellos que han sido rechazados, con todos los intocables del mundo.

      En


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