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El credo apostólico. Francisco Martínez FresnedaЧитать онлайн книгу.

El credo apostólico - Francisco Martínez Fresneda


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la autopercepción filial de los cristianos (cf Rom 8,15-17).

      Las trayectorias del amor universal de Dios las ha señalado Jesús en su ministerio. El Reino incluye la presencia entre los pobres, que son a los que se les anuncia la Buena Nueva y a los que se les destina el Reino (cf Q/Lc 6,20; Mt 5,1-4.6); entre los pequeños o los sencillos y humildes (Q/Lc 10,21; Mt 11,25-26); entre los pecadores (cf Mc 2,6par). La proclama de Jesús, que se une a su convivencia cotidiana, rompe las férreas costumbres que separan y dividen a Israel. Todavía más. La apertura de la salvación a todos los pueblos, que constituye otra exigencia de la misión, es esencial para avalar la nueva condición y conducta de Dios. Que vengan de Oriente y Occidente a compartir la mesa del Reino de los cielos como la posible distancia crítica hacia el templo, induce a pensar que Jesús tiene en cuenta la misión entre los gentiles (cf Q/Lc 13,29; Mt 8,11-12), misión que también deben llevar a cabo sus discípulos.

      El paso de una paternidad dirigida a los justos a otra más abierta, que incluye a todo Israel y a toda la creación, es ayudada, sin duda, por otro gran paso que da Jesús: de la lejanía del Señor a la cercanía del Padre. Dirigirse a Dios como Padre en la plegaria trasluce una experiencia y convicción: la confianza que muestra Dios al hombre y viceversa, es una respuesta lógica al Padre solícito y bondadoso (cf Q/Lc 11,2-4; Mt 6,9-13), misericordioso (cf Lc 15), cuyo perdón alcanza a todos, porque todos necesitan de él (cf Lc 13,3.5).

      4. Todopoderoso

      4.1. Atributo de Dios

      Muchas veces hemos visto en las iglesias bizantinas y románicas la imagen de las personas del Padre y del Hijo que representa al «Pantocrátor», al «Todopoderoso», el Dios que tiene todo el poder para crear y salvar. La figura presenta al Padre o al Hijo con la mano derecha levantada, dando la bendición, y sosteniendo los evangelios con la mano izquierda. Hay figuras que sólo muestran el rostro; otras ofrecen al Padre con su Hijo sentado en sus rodillas. Las figuras del Pantocrátor están en los tímpanos de las portadas, esculpidas en piedra; o, en el interior, pintadas en las bóvedas de horno de los ábsides. Se enmarcan en un cerco oval llamado «mandorla», almendra.

      Ciertamente la Sagrada Escritura describe muchos atributos del Señor, atributos que se le asignan pensando en su identidad, o según la actuación salvadora que realiza en la historia. Dios es trascendente (cf Gén 32,30; Éx 33,20) y, a la vez, está presente en la historia y se muestra cercano al hombre (cf Gén 2,16-17; He 17,19), cercanía buscada por su amor misericordioso (cf Éx 34,6-7; Lc 6,35-36). También se le atribuyen cualidades como las que tenemos los hombres, pero se elevan a una dimensión infinita por la capacidad que entraña su ser divino. La Escritura afirma que Dios está en todas partes y puede observarlo todo, en contraposición al hombre limitado a un espacio concreto (cf Is 66,1; Mt 5,34-35); Dios lo sabe todo comparado con los hombres, cuyo conocimiento es limitado (cf Sab 1,7); o Dios lo puede todo (cf Éx 27,2; Mt 8,3) con relación al hombre que tantas veces sucumbe a las fuerzas poderosas que hay en la creación.

      Pero la omnipotencia se puede pensar como un predicado de la voluntad, más que como un atributo. Y se entronca en la voluntad porque refiere la potencia del amor que se da en Dios: 1º creador al principio de la existencia; 2º fiel y crucificado en la historia humana; 3º manifiesto al final de los días. En primer lugar, cuando se habla de la creación se piensa en las maravillas que ha hecho. Dios es un Padre que, como Creador, tiene el derecho de ser el Señor del cielo y de la tierra (cf Gén 1,1-31; Sal 33,6; Mt 11,25), de todo cuanto existe, sea de las potencias espirituales o de las naturales (cf Sal 8,4; Is 40,26), del espacio y del tiempo (cf Gén 8,22; 1Tim 1,17), en definitiva, de la vida tomada en conjunto (Sal 104,29-30; He 17,25-26). Y el poder divino se utiliza para generar vida, como para que Abrahán y Sara sean padres y generadores de un gran pueblo perteneciente a Dios (cf Gén 18,14; Rom 4,17.21); o para abrir el mar para que los israelitas encuentren, con la vida, la liberación de Egipto (cf Éx 6,6; Dt 4,36); o con Zacarías e Isabel y con María (cf Lc 1,5-38) para engendrar a Juan Bautista y a Jesús y realizar con ellos el plan de salvación de la creación y de la humanidad, seriamente dañada y abocada al fracaso y a la destrucción (cf Gén 6,5; Mt 24,37). Y María lo reconoce expresamente: «el Poderoso ha hecho en mi favor maravillas» (Lc 1,49; cf Gén 30,13). Jesús también invoca al Señor para conseguir la salvación de los hombres: «...porque todo es posible para Dios» (Mc 10,27par) y de su persona cuando comprende que le van a arrebatar su vida: «Abbá, Padre, todo es posible para ti, aparta de mí esta copa» (Mc 14,36par).

      Por consiguiente, la creación se origina en la bondad de su corazón y mantiene su presencia en ella por medio de su cuidado, providencia y gobierno. La comprensión de esta experiencia en Israel y en el Cristianismo es como si la creación le perteneciera a Dios por derecho propio, y da lo mismo que aquella se coloque en posición de obediencia o en actitud de rebeldía.

      4.2. Dios soberano

      «Pero la fe en Dios Padre todopoderoso puede ser puesta a prueba por la experiencia del mal y del sufrimiento» (CCE 272). Esto se observa, en segundo lugar, cuando se piensa en su Hijo y en todos los inocentes perseguidos en la historia humana. En efecto, Jesús pide al Padre que lo libre de la cruz (cf Mc 14,36par). Dios guarda silencio, y ante el silencio de Dios, Jesús acepta cumplir su voluntad. Esta voluntad entraña, entre otras cosas, no cambiar el rostro amoroso de Dios que Jesús ha mostrado durante su ministerio. Por la identidad amorosa, Dios está imposibilitado para forzar las determinaciones criminales humanas cuando estas se asumen desde la libertad, aunque sean actos diabólicos. El amor no fuerza la voluntad libre del otro, pues de lo contrario no es amor. Por consiguiente, la ausencia de Dios en la pasión de Jesús no se comprende cuando se entiende a Dios como una omnipotencia entendida sólo físicamente y que es capaz de liberar a su Hijo de toda adversidad.

      Los hechos relatan la ausencia de Dios desde la perspectiva del judaísmo ortodoxo y de todas las religiones; ellas adoran a un Dios todopoderoso. Sin embargo, en la experiencia y proclamación de Jesús que poco a poco se va imponiendo entre sus seguidores después de la Resurrección, Dios es Soberano de todo, dimensión muy distinta a la anterior. Ahora la creación entera está bajo su mirada y providencia (Lc 12,22-32; cf Mt 6,25-34), aunque su pleno Reinado se dará al final del tiempo, cuando Él «sea todo en todos» (1Cor 15,28). Dios no es la fuerza total; por eso no contesta a Jesús desde una supuesta y creída omnipotencia. Y es que Dios, como Jesús ha anunciado, no es poder, sino amor, y el amor sin la libertad no puede darse; por tanto, el amor es débil, y pierde cuando es rechazado. Dios respeta las decisiones injustas de las autoridades judías y no las castiga: «Todos juzgaron que era reo de muerte» (Mc 14,64). Y poco más tarde hace lo mismo con su pueblo: «La gente volvió a gritar: ¡Crucíficale!» (Mc 15,13-14). Ante esto, no cabe el milagro que rompa la decidida manipulación y maldad humana y salve al inocente. Dios no puede cambiar estas decisiones cuando la libertad de los que las toman se cierra ante Él, pues, de lo contrario, reduciría al hombre a un esclavo y le incapacitaría para amar, y sólo desde la relación de amor es como Dios se puede manifestar, hacer comprender y potenciar la vida del hombre.

      Por esta concepción y actitud básica de Dios, Él no influye para cambiar los acuerdos de los intereses políticos y religiosos de los judíos sobre Jesús, porque la historia está en manos de los hombres desde su principio. Ha sido precisamente Dios quien ha dotado a la criatura humana de la libertad para que sea responsable de la construcción de su propia historia, y no va a intervenir para mejorar las consecuencias de las decisiones de la libertad del hombre. Dios no soluciona problemas, sino que ama, y, por tanto, acompaña al hombre para que alcance su plena autonomía y plenitud de ser del que ha sido dotado. La presencia de Dios en la historia humana nace de su amor, y, por tanto, no se puede imponer por la fuerza.

      Cuando Jesús está crucificado, los judíos le piden que baje de la cruz: «Los que pasaban lo insultaban meneando la cabeza y diciendo: –El que derriba el templo y lo reconstruye en tres días, que se salve, bajando de la cruz. A su vez los sumos sacerdotes, burlándose, comentaban con los letrados: –Ha salvado a otros y él no se puede salvar. El Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos» (Mc 15,29-31). La petición revela una concepción de Dios, no sólo como todopoderoso, sino también fiel (cf Dan 1,1-15; 6,17-29), que protege y recompensa a sus elegidos (cf Job 38-41). La fidelidad que


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