Obras Completas de Platón. Plato Читать онлайн книгу.
—Es evidente que estamos gozosos.
SÓCRATES. —¿No hemos dicho que la envidia es la que produce en nosotros este sentimiento de alegría, en presencia de los males de nuestros amigos?
PROTARCO. —Necesariamente.
SÓCRATES. —De esta reflexión resulta que cuando nos reímos de la parte ridícula de nuestros amigos, mezclamos el placer con la envidia, y, por consiguiente, el placer con el dolor, puesto que ya hemos reconocido que la envidia es un dolor del alma, el reír un placer, y que estas dos cosas se encuentran juntas en tal caso.
PROTARCO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Esto nos hace conocer que en las lamentaciones y tragedias, no solo del teatro, sino en la tragedia y comedia de la vida humana, el placer va mezclado con el dolor, así como en otras muchas cosas.
PROTARCO. —Es imposible dejar de convenir en ello, Sócrates, por más que se quiera sostener lo contrario.
SÓCRATES. —Hemos propuesto la cólera, el pesar, el temor, el amor, los celos, la envidia y demás pasiones semejantes, como otras tantas afecciones, donde encontraríamos mezcladas dos cosas que hemos repetido tantas veces; ¿no es así?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Esto ha sido ya explicado con relación a las quejas dolorosas, a la envidia y a la cólera.
PROTARCO. —Así es.
SÓCRATES. —¿No faltan aún muchas pasiones que considerar?
PROTARCO. —Sí, verdaderamente.
SÓCRATES. —¿Por qué razón principal crees tú que me he propuesto hacer patente esta mezcla en la comedia? ¿No es para persuadirte de que es fácil probar lo mismo en los temores, en los amores y en las demás pasiones, y para que, teniendo esto por evidente, me dejes en libertad y no me obligues a prolongar el discurso, probando que esto tiene lugar en todo lo demás, y que tú concibes generalmente que el cuerpo sin el alma, el alma sin el cuerpo, y ambos en común, experimentan mil afecciones, en las que el placer va mezclado con el dolor? Dime ahora si me darás libertad, o si me obligarás a continuar esta conversación hasta media noche. Dos palabras aún; espero obtener de ti que me dejes libre, comprometiéndome a darte mañana razón de todo esto. Por ahora mi designio es desarrollar lo que me resta por decir, para llegar al juicio que Filebo exige de mí.
PROTARCO. —Has hablado bien, Sócrates. Acaba como te agrade lo que te falta por decir.
SÓCRATES. —Según el orden natural de las cosas, después de los placeres mezclados, es necesario, hasta cierto punto, que consideremos a su vez los que no tienen mezcla.
PROTARCO. —Muy bien.
SÓCRATES. —Voy a intentar hacerte conocer su naturaleza, alterando algún tanto la opinión de los demás. Porque de ninguna manera soy del parecer de aquellos que pretenden que los placeres no son más que una cesación del dolor; pero, como he dicho, me valgo de su testimonio para probar que hay placeres, que se tienen por reales y no lo son, y que muchos otros, que pasan por muy vivos, se confunden con el dolor y con los intervalos de reposo, en medio de los sufrimientos más duros, en ciertas situaciones críticas del alma y del cuerpo.
PROTARCO. —¿Cuáles son los placeres, Sócrates, que con razón pueden tenerse por verdaderos?
SÓCRATES. —Son los que tienen por objeto los colores bellos y las bellas figuras, la mayor parte de los que nacen de los olores y de los sonidos, y todos aquellos, en una palabra, cuya privación no es sensible, ni dolorosa, y cuyo goce va acompañado de una sensación agradable, sin mezcla alguna de dolor.
PROTARCO. —¿Cómo hemos de entender eso, Sócrates?
SÓCRATES. —Puesto que no comprendes al vuelo lo que quiero decirte, es preciso tratar de explicártelo. Por la belleza de las figuras no entiendo lo que muchos se imaginan, por ejemplo, cuerpos hermosos, bellas pinturas; sino que entiendo por aquella lo que es recto y circular, y las obras de este género, planas y sólidas, trabajadas a torno, así como las hechas con regla y con escuadra; ¿concibes mi pensamiento? Porque sostengo, que estas figuras no son como las otras, bellas por comparación, sino que son siempre bellas en sí, por su naturaleza; y que procuran ciertos placeres que le son propios, y no tienen nada de común con los placeres producidos por los estímulos carnales. Otro tanto digo de los colores bellos que tienen una belleza del mismo género, y de los placeres que son del mismo tipo. ¿Me comprendes ahora?
PROTARCO. —Hago los esfuerzos posibles para ello, Sócrates; pero procura explicarte más claramente aún.
SÓCRATES. —Digo, pues, con relación a los sonidos, que los que son fluidos y claros, dando lugar a una pura melodía, no son simplemente bellos por comparación, sino por sí mismos, así como los placeres que son su resultado natural.
PROTARCO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —La especie de placer, que resulta de los olores, tiene algo menos de divino, a decir verdad; pero los placeres en los que no se mezcla ningún dolor necesario, por cualquier camino o por cualquier sentido que lleguen hasta nosotros, los coloco todos en el género opuesto al de aquellos de que acabamos de hablar. Son, si lo comprendes, dos especies diferentes de placeres.
PROTARCO. —Lo comprendo.
SÓCRATES. —Añadamos aún los placeres que acompañan a la ciencia, si creemos que no están unidos a una especie de deseo de aprender y que en todo caso esta sed de ciencia no causa desde el principio ningún dolor.
PROTARCO. —Así lo creo.
SÓCRATES. —Pero entonces, henchida el alma de ciencia, si llega a perderla por el olvido, ¿resulta de esto algún dolor?
PROTARCO. —Ninguno por la naturaleza misma de la cosa; solo por la reflexión, al verse privado de una ciencia, es como cabe afligirse, a causa de la necesidad que de ella se tiene.
SÓCRATES. —Pero, querido mío, nosotros consideramos aquí las afecciones naturales en sí mismas, independientemente de toda reflexión.
PROTARCO. —Siendo así, dices con verdad que el olvido de las ciencias, a que estamos sometidos, no lleva consigo ningún dolor.
SÓCRATES. —Es preciso decir, por consiguiente, que los placeres ligados a las ciencias están exentos de dolor, y que no están hechos para todo el mundo, sino para un corto número de personas.
PROTARCO. —¿Cómo no lo hemos de decir?
SÓCRATES. —Ahora que hemos separado ya suficientemente los placeres puros y los que con razón pueden llamarse impuros, añadamos a esta reflexión que los placeres violentos son desmedidos, y que los otros, por el contrario, son comedidos. Digamos también que los primeros, que son grandes y fuertes, y se hacen sentir, ya muchas, ya raras veces, pertenecen a la especie del infinito, que obra con más o menos vivacidad sobre el cuerpo y sobre el alma; y que los segundos son de la especie finita.
PROTARCO. —Dices muy bien, Sócrates.
SÓCRATES. —Además de esto, hay todavía otra cosa que decidir con relación a ellos.
PROTARCO. —¿Qué cosa?
SÓCRATES. —¿Hay más afinidad entre la verdad y lo que es puro y sin mezcla, que entre la verdad y lo que es vivo, grande, considerable, numeroso?
PROTARCO. —¿Con qué intención haces esta pregunta, Sócrates?
SÓCRATES. —En lo que de mí dependa, Protarco, no quiero omitir nada en el examen del placer y de la pena, de lo que el uno y la otra pueden tener de puro y de impuro, a fin de que presentándose ambos a ti, a mí y a todos los presentes, desprendidos de todo lo que les es extraño, nos sea más fácil formar nuestro juicio.
PROTARCO. —Muy bien.
SÓCRATES. —Formémonos la idea siguiente de todas las cosas, que llamamos puras, y, antes de pasar adelante, comencemos fijándonos en una.
PROTARCO.