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Obras Completas de Platón - Plato


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y el fuego, porque sin el fuego las ciencias no podían poseerse y serían inútiles, y de todo hizo un presente al hombre. He aquí de qué manera el hombre recibió la ciencia de conservar su vida; pero no recibió el conocimiento de la política, porque la política estaba en poder de Zeus, y Prometeo no tenía aún la libertad de entrar en el santuario del padre de los dioses,[i] cuya entrada estaba defendida por guardas terribles. Pero, como estaba diciendo, se deslizó furtivamente en el taller en que Hefesto y Atenea trabajaban, y habiendo robado a este dios su arte, que se ejerce por el fuego, y a aquella diosa el suyo, se los regaló al hombre, y por este medio se encontró en estado de proporcionarse todas las cosas necesarias para la vida. Se dice que Prometeo fue después castigado por este robo[13], que solo fue hecho para reparar la falta cometida por Epimeteo. Cuando se hizo al hombre partícipe de las cualidades divinas, fue el único de todos los animales, que a causa del parentesco que le unía con el ser divino, se convenció de que existen dioses, les levantó altares y les dedicó estatuas. En igual forma creó una lengua, articuló sonidos y dio nombres a todas las cosas, construyó casas, hizo trajes, calzado, camas y sacó sus alimentos de la tierra. Con todos estos auxilios los primeros hombres vivían dispersos, y no había aún ciudades. Se veían miserablemente devorados por las bestias, siendo en todas partes mucho más débiles que ellas. Las artes que poseían eran un medio suficiente para alimentarse, pero muy insuficiente para defenderse de los animales, porque no tenían aún ningún conocimiento de la política, de la que el arte de la guerra es una parte. Creyeron que era indispensable reunirse para su mutua conservación, construyendo ciudades. Pero apenas estuvieron reunidos, se causaron los unos a los otros muchos males, porque aún no tenían ninguna idea de la política. Así es que se vieron precisados a separarse otra vez, y he aquí expuestos de nuevo al furor de las bestias. Zeus, movido de compasión y temiendo también que la raza humana se viera exterminada, envió a Hermes con orden de dar a los hombres pudor y justicia, a fin de que construyesen sus ciudades y estrechasen los lazos de una común amistad. Hermes, recibida esta orden, preguntó a Zeus, cómo debía dar a los hombres el pudor y la justicia, y si los distribuiría como Epimeteo había distribuido las artes; porque he aquí cómo lo fueron estas: el arte de la medicina, por ejemplo, fue atribuido a un hombre solo, que lo ejerce por medio de una multitud de otros que no la conocen, y lo mismo sucede con todos los demás artistas.

      »—¿Bastará, pues, que yo distribuya lo mismo el pudor y la justicia entre un pequeño número de personas, o las repartiré a todos indistintamente?

      »—A todos, sin dudar, respondió Zeus; es preciso que todos sean partícipes, porque si se entregan a un pequeño número, como se ha hecho con las demás artes, jamás habrá, ni sociedades, ni poblaciones. Además, publicarás de mi parte una ley, según la que todo hombre, que no participe del pudor y de la justicia, será exterminado y considerado como la peste de la sociedad.

      »Aquí tienes, Sócrates, la razón por la que los atenienses y los demás pueblos que deliberan sobre negocios concernientes a las artes, como la arquitectura o cualquier otro, solo escuchan los consejos de pocos, es decir, de los artistas; y si otros, que no son de la profesión, se meten a dar su dictamen, no se les sufre, como has dicho muy bien, y es muy racional que así suceda. Pero cuando se trata de los negocios que corresponden puramente a la política, como la política versa siempre sobre la justicia y la templanza, entonces escuchan a todo el mundo y con razón, porque todos están obligados a tener estas virtudes, pues que de otra manera no hay sociedad. Ésta es la única razón de tal diferencia, Sócrates.

      »Y para que no creas que te engaño cuando digo que todos los hombres están verdaderamente persuadidos de que cada particular tiene un conocimiento suficiente de la justicia y de todas las demás virtudes políticas, aquí tienes una prueba que no te permite dudar. En las demás artes, como dijiste muy bien, si alguno se alaba de sobresalir en una de ellas, por ejemplo, en la de tocar la flauta, sin saber tocar, todo el mundo le silba y se levanta contra él, y sus parientes hacen que se retire como si fuera un hombre que ha perdido el juicio. Por el contrario, cuando se ve un hombre que, hablando de la justicia y de las demás virtudes políticas, dice delante de todo el mundo, atestiguando contra sí mismo, que no es justo ni virtuoso, aunque en todas la demás ocasiones sea loable decir la verdad, en este caso se califica de locura, y se dice con razón, que todos los hombres están obligados a afirmar de sí mismos que son justos, aunque no lo sean, y que el que no sabe, por lo menos, fingir lo justo, es enteramente un loco; porque no hay nadie que no esté obligado a participar de la justicia de cualquier manera, a menos que deje de ser hombre. He aquí por qué he sostenido que es justo oír indistintamente a todo el mundo, cuando se trata de la política, en concepto de que no hay nadie que no tenga algún conocimiento de ella.

      »Es preciso que todos se persuadan de que estas virtudes no son, ni un presente de la naturaleza, ni un resultado del azar, sino fruto de reflexiones y de preceptos, que constituyen una ciencia que puede ser enseñada, que es lo que ahora me propongo demostraros.

      »¿No es cierto, que respecto a los defectos que nos son naturales o que nos vienen de la fortuna, nadie se irrita contra nosotros, nadie nos lo advierte, nadie nos reprende, en una palabra, no se nos castiga para que seamos distintos de lo que somos? Antes por lo contrario, se tiene compasión de nosotros, porque ¿quién podría ser tan insensato que intentara corregir a un hombre raquítico, a un hombre feo, a un valetudinario? ¿No está todo el mundo persuadido de que los defectos del cuerpo, lo mismo que sus bellezas, son obras de la naturaleza y de la fortuna? No sucede lo mismo con todas las demás cosas que pasan en verdad por fruto de la aplicación y del estudio. Cuando se encuentra alguno que no las tiene o que tiene los vicios contrarios a estas virtudes que debería tener, todo el mundo se irrita contra él; se le advierte, se le corrige y se le castiga. En el número de estos vicios entran la injusticia y la impiedad, y todo lo que se opone a las virtudes políticas y sociales. Como todas estas virtudes pueden ser adquiridas por el estudio y por el trabajo, todos se sublevan contra los que han despreciado el aprenderlas. Es esto tan cierto, Sócrates, que si quieres tomar el trabajo de examinar lo que significa esta expresión: castigar a los malos, la fuerza que tiene y el fin que nos proponemos con este castigo; esto solo basta para probarte que los hombres todos están persuadidos de que la virtud puede ser adquirida. Porque nadie castiga a un hombre malo solo porque ha sido malo, a no ser que se trate de alguna bestia feroz que castigue para saciar su crueldad. Pero el que castiga con razón, castiga, no por las faltas pasadas, porque ya no es posible que lo que ya ha sucedido deje de suceder, sino por las faltas que puedan sobrevenir, para que el culpable no reincida y sirva de ejemplo a los demás su castigo. Todo hombre que se propone este objeto, está necesariamente persuadido de que la virtud puede ser enseñada, porque solo castiga respecto al porvenir. Es constante que todos los hombres que hacen castigar a los malos, sea privadamente, sea en público, lo hacen con esta idea, y lo mismo los atenienses que todos los demás pueblos. De donde se sigue necesariamente, que los atenienses están tan persuadidos como los demás pueblos, de que la virtud puede ser adquirida y enseñada. así es que con razón oyen en sus consejos al albañil, al herrero, al zapatero, porque están persuadidos de que se puede enseñar la virtud, y me parece que esto está suficientemente probado.

      »La única duda que queda en pie es la relativa a los hombres virtuosos. Preguntas de dónde nace que esos grandes personajes hacen que sus hijos aprendan todo lo que puede ser enseñado por maestros, haciéndolos muy hábiles en todas estas artes, mientras que son impotentes para enseñarles sus propias virtudes lo mismo que a los demás ciudadanos. Para responder a esto, Sócrates, no recurriré a la fábula como antes, sino que te daré razones muy sencillas, y para ello me basto solo. ¿No crees que hay una cosa, a la que todos los ciudadanos están obligados igualmente, y sin la que no se concibe ni la sociedad, ni la ciudad? La solución de la dificultad depende de este solo punto. Porque si esta cosa única existe, y no es el arte del carpintero, ni del herrero, ni del alfarero, sino la justicia, la templanza, la santidad, y, en una palabra, todo lo que está comprendido bajo el nombre de virtud; si esta cosa existe, y todos los hombres están obligados a participar de ella, de manera que cada particular que quiera instruirse o hacer alguna cosa, esté obligado a conducirse según sus reglas o renunciar a todo lo que quería; que todos aquellos que no participen de esta cosa, hombres, mujeres y niños, sean contenidos, reprimidos y penados hasta que la instrucción y el castigo los corrijan; y que los que


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