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100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй ОлкоттЧитать онлайн книгу.

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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cabezas de todos ellos.

      —¿Qué hacemos ahora? —preguntó Dorothy.

      —Fabricaré una escalera —manifestó el Leñador—, pues no cabe duda que debemos pasar por sobre ese muro.

      CAPÍTULO 20

      EL DELICADO PAÍS DE PORCELANA

      Mientras el Leñador hacía la escalera con troncos delgados que halló en el bosque, Dorothy acostóse a dormir, pues la larga caminata habíala fatigado. El León también se echó a descansar y Toto se acurrucó a su lado.

      El Espantapájaros se quedó mirando al Leñador mientras éste trabajaba.

      —No se me ocurre por qué razón está aquí este muro ni de qué está hecho —le dijo.

      —No canses tu cerebro ni pienses en el muro —repuso el Leñador—. Cuando lo hayamos salvado, ya sabremos lo que hay detrás de él.

      Al cabo de un tiempo estuvo lista la escalera, que parecía un tanto rústica, aunque el Leñador afirmó que era fuerte y serviría para lo que la necesitaban. El Espantapájaros despertó a los durmientes y les dijo que ya tenían los medios para subir a lo alto del muro. El mismo subió primero, pero lo hizo con tanta torpeza que Dorothy tuvo que seguirlo de cerca a fin de evitar que se cayera. Cuando su cabeza sobrepasó la parte superior de la pared, el hombre de paja exclamó:

      —¡Cielos!

      Siguió subiendo y se sentó en lo alto del muro, mientras que Dorothy ascendía tras él y exclamaba también:

      —¡Cielos!

      Después subió Toto y en seguida empezó a ladrar, pero Dorothy le hizo callar al instante.

      Después subió el León y el último fue el Leñador, y ambos exclamaron "¡Cielos!", como los otros, no bien hubieron mirado por encima del muro. Cuando se hallaban todos sentados en lo alto, formando una hilera, miraron hacia abajo y vieron un espectáculo sumamente extraño.

      Ante ellos se extendía una región cuyo suelo era tan suave, reluciente y blanco como la superficie de un gran plato. Diseminadas por los alrededores había numerosas casas de porcelana pintadas de los colores más vivos que pueda uno imaginar. Las viviendas eran pequeñas, y el techo de la más alta difícilmente podría llegar a la cintura de Dorothy. Veíanse también bonitos graneros rodeados por cercas de porcelana, y abundaban las vacas, ovejas, caballos, cerdos y gallinas, todos del mismo material.

      Pero lo más extraño de todo eran las personas que vivían en aquella región de maravillas. Había jovencitas que cuidaban las vacas y otras encargadas de las ovejas, todas ataviadas con vestidos de brillantes colores salpicados de lunares dorados, y princesas de vistosos ropajes de plata, oro y púrpura, y pastores con calzones hasta las rodillas, pintados de rosa, amarillo y azul, y príncipes tocados de coronas enjoyadas y luciendo capas de armiño y jubones de satén, y cómicos payasos de raras vestimentas, mejillas pintadas y extraños gorros cónicos. Pero lo más extraño era que toda aquella gente estaba hecha de porcelana, y el más alto de ellos apenas si alcanzaba a la altura de la rodilla de Dorothy.

      Al principio ninguno prestó atención a los viajeros, salvo un diminuto perro de porcelana púrpura que se acercó al muro y les ladró con voz apenas audible, luego de lo cual se alejó corriendo.

      —¿Cómo bajamos? —preguntó Dorothy.

      La escala era tan pesada que no pudieron levantarla, de modo que el Espantapájaros se dejó caer a tierra y los otros saltaron sobre él a fin de que el duro suelo no les dañara los pies. Cuando estuvieron todos abajo, levantaron al Espantapájaros, que estaba completamente aplastado, y le dieron forma de nuevo.

      —Tenemos que cruzar este lugar tan extraño si queremos llegar al otro lado —dijo Dorothy—. No sería prudente tomar otro rumbo que no sea el más directo hacia el sur.

      Empezaron a marchar por el país de porcelana y lo primero con que se encontraron fue una delicada jovencita de porcelana que estaba ordeñando una vaca. Cuando se acercaron, la vaca coceó de pronto y derribó el banquillo, el balde y aun a la joven, y todo ello cayó al piso de porcelana con gran estrépito.

      A Dorothy le dolió mucho ver que la vaca habíase roto una pata, y que el balde estaba hecho añicos, mientras que la pobre doncella tenía roto el codo izquierdo.

      —¡Ea! —exclamó la joven en tono indignado—. ¡Mira lo que has hecho! A mi vaca se le ha roto una pata y tendré que llevarla al remendón para que se la pegue. ¿Cómo te atreves a venir aquí y asustar así a mi animal?

      —Lo siento muchísimo —contestó Dorothy—. Te ruego que nos perdones.

      Pero la bonita doncella estaba demasiado enfadada para responder. Levantó la pata rota y, sin decir palabra, se llevó a su vaca que cojeaba sobre sus tres patas restantes. Al alejarse lanzó varias miradas de reproche por sobre el hombro a los torpes forasteros.

      Dorothy sintióse bastante apenada por el accidente.

      —Tendremos que ser muy cuidadosos en este país —dijo el bondadoso Leñador—. De otro modo podríamos lastimar sin remedio a sus bonitos habitantes.

      Un poco más adelante Dorothy se encontró con una princesa maravillosamente vestida, la que se detuvo de pronto al ver a los intrusos y luego empezó a alejarse aprisa.

      Como quería verla un poco mejor, Dorothy echó a correr tras ella. Pero la jovencita de porcelana se puso a gritar:

      —¡No me persigas! ¡No me persigas!

      Su vocecilla denotaba tanto temor que Dorothy se detuvo y le preguntó:

      —¿Por qué no?

      —Porque si corro podría caerme y hacerme pedazos —respondió la princesa, deteniéndose también, aunque a cierta distancia.

      —¿Pero no podrían remendarte?

      —Sí, pero una nunca queda tan bonita como es después que la componen.

      —Supongo que no —admitió Dorothy.

      —Ahí tienes al señor Bromista, uno de nuestros payasos —continuó la princesa de porcelana—. Siempre trata de pararse sobre su cabeza y se ha roto el cuerpo tantas voces que está remendado en cien lugares diferentes, y ahora ya no es nada bonito. Allí lo tienes, puedes verlo con tus propios ojos.

      En efecto, acercábase a ellos un gracioso payaso en miniatura, y al observarlo bien, Dorothy notó que, a pesar de sus bonitas ropas de vistosos colores, estaba cubierto de rajaduras que corrían en todos sentidos e indicaban que había sido remendado muchísimas veces.

      El payaso se puso las manos en los bolsillos y, luego de inflar las mejillas y saludarles con varias inclinaciones de cabeza, declamó:

      —Hermosa damita,

      ¿por qué miras así

      al pobre señor Bromista?

      ¿Acaso tragaste una vara

      que estás tan dura y erguida?

      —¡Calle usted, señor! —ordenó la princesa—. ¿No ve que son forasteros y merecen ser tratados con respeto?

      —Bueno, yo respeto, yo respeto —repuso el Payaso, y en seguida se paró sobre su cabeza.

      —No le hagas caso —pidió la princesa a Dorothy—. Se ha golpeado mucho la cabeza y eso lo tiene atontado.

      —No le haré caso —dijo Dorothy—. Pero tú eres tan hermosa que creo que podría llegar a quererte muchísimo. ¿Me permitirías llevarte a Kansas y ponerte sobre la repisa de la chimenea de mi tía Em? Podría llevarte en mi cesta.

      —Lo cual me haría muy desdichada —respondió la princesa—. Te diré, aquí en nuestro país vivimos bien y podemos hablar y movemos a voluntad. Pero cuando nos sacan de esta región se nos endurecen las coyunturas y lo único que podemos hacer es permanecer rígidos y mostramos bonitos. Claro que es lo


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