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100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй ОлкоттЧитать онлайн книгу.

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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      —No he conocido nunca a nadie tan egoísta.

      —Siempre nos vamos los primeros.

      —Y nosotros.

      —Bueno, esta noche somos casi los últimos —dijo uno de los hombres tímidamente—. La orquesta se fue hace media hora.

      A pesar de que las mujeres coincidieran en que tanta malevolencia resultaba inconcebible, la discusión terminó en un breve cuerpo a cuerpo, y las dos mujeres fueron levantadas en volandas y, pataleando, desaparecieron en la noche.

      Mientras esperaba en el vestíbulo a que me dieran el sombrero, la puerta de la biblioteca se abrió y Jordan Baker y Gatsby salieron juntos. Él decía una última frase, pero la ansiedad que demostraba se ciñó precipitadamente al más estricto formalismo cuando varias personas se le acercaron para despedirse.

      El grupo de Jordan la llamaba con impaciencia desde el porche, pero se entretuvo un momento para darme la mano.

      —Acabo de enterarme de algo asombroso, lo más asombroso que he oído nunca —murmuró—. ¿Cuánto tiempo hemos pasado ahí dentro?

      —Una hora, más o menos.

      —Ha sido… simplemente asombroso —repitió, abstraída—. Pero he jurado no decírselo a nadie, y aquí me tienes, tentándote con lo que no puedo darte —me bostezó en la cara con mucha elegancia—. Ven a verme, por favor… Guía de teléfonos… El número de mistress Sigourney Howard… Mi tía… —se iba deprisa mientras hablaba, y su mano morena me hizo un alegre saludo cuando en la puerta se fundió con el grupo.

      Un poco avergonzado por haberme quedado hasta tan tarde en mi primera visita, me reuní con los últimos invitados de Gatsby, que se congregaban a su alrededor. Quería explicarle que había estado buscándolo al principio de la fiesta y disculparme por no haberlo reconocido en el jardín.

      —No te preocupes —me ordenó categóricamente—. No le des más vueltas, compañero —no había en aquella expresión familiar más familiaridad que en la mano reconfortante que me pasó por el hombro—. Y no olvides que mañana por la mañana probamos el hidroplano, a las nueve.

      Y el mayordomo, a su espalda:

      —Lo llaman de Filadelfia, señor.

      —Sí, ahora mismo. Diga que ahora mismo me pongo… Buenas noches.

      —Buenas noches.

      —Buenas noches —sonrió, y de pronto pareció que el estar entre los últimos que se iban tenía un significado entrañable, como si eso fuera lo que Gatsby había deseado desde el principio—. Buenas noches, compañero… Buenas noches.

      Pero mientras bajaba las escaleras vi que la fiesta no había terminado todavía. A unos quince metros de la puerta los faros de los coches iluminaban una escena rara y tumultuosa. En la carretera, en la cuneta, sin haber llegado a volcar, pero habiendo perdido una rueda por la violencia del golpe, yacía un cupé nuevo que había salido del camino de entrada a la casa de Gatsby menos de dos minutos antes. Un pronunciado saliente en la pared explicaba la pérdida de la rueda, que ahora atraía toda la atención de un grupo de chóferes curiosos. Pero, como habían bloqueado la carretera con sus coches, llevaba oyéndose un rato la ruidosa y disonante protesta de los que venían detrás, y eso aumentaba la violenta confusión de la escena.

      Un hombre con un guardapolvo muy largo se había bajado del coche siniestrado y, en mitad de la carretera, sus ojos iban del coche a la rueda y de la rueda a los espectadores, afable y perplejo a la vez.

      —Fíjense, se ha metido en la cuneta.

      El hecho le producía verdadero asombro, y reconocí primero aquel inusitado sentido de lo maravilloso, y luego al individuo: era el usuario de la biblioteca de Gatsby.

      —¿Cómo ha sido?

      Se encogió de hombros.

      —No tengo ni idea de mecánica —dijo rotundamente.

      —Pero ¿cómo ha sido? ¿Ha chocado con la pared?

      —No me lo pregunte —dijo Ojos de Búho, lavándose las manos a propósito del accidente—. No tengo mucha idea de lo que es conducir, casi ninguna. Ha sido, y eso es todo lo que sé.

      —Pues si no conduce bien, no debería conducir de noche.

      —Pero si no sé conducir —respondió, indignado—. No he conducido en mi vida.

      Un silencio reverencial envolvió a los mirones.

      —¿Quiere suicidarse?

      —¡Tiene suerte de que sólo haya sido una rueda! ¡No sabe conducir! ¡Ni siquiera había cogido un coche en su vida!

      —No me entienden —explicó el criminal—. Yo no conducía. Hay otro hombre en el coche.

      La impresión que provocó esta declaración se dejó oír en un «Ahhh» inacabable mientras la puerta del coche se abría muy despacio. La multitud —era ya una multitud— retrocedió instintivamente, y cuando la puerta acabó de abrirse se produjo un silencio espectral. Entonces, muy poco a poco, por partes, un individuo pálido y bamboleante salió del coche siniestrado, tanteando sin mucha seguridad el suelo con un descomunal zapato de baile.

      Cegada por el resplandor de los faros y confundida por el incesante gemir de las bocinas, la aparición se tambaleó unos segundos antes de reparar en el hombre del guardapolvo.

      —¿Qué pasa? —preguntó muy tranquilo—. ¿Nos hemos quedado sin gasolina?

      —¡Mire!

      Media docena de dedos señalaron hacia la rueda amputada. La miró fijamente un momento y luego miró hacia arriba como si sospechara que había llovido del cielo.

      —Se ha desprendido.

      Asintió.

      —Al principio no me di cuenta de que nos habíamos parado.

      Silencio. Luego, tomando aire y poniéndose muy derecho, preguntó con decisión:

      —¿Podrían decirme dónde hay una gasolinera?

      Por lo menos una docena de hombres, algunos apenas en mejor estado que él, le explicaron que la rueda y el coche ya no estaban unidos por ningún tipo de vínculo material.

      —Salir marcha atrás —sugirió al cabo de un momento—. Meter la marcha atrás.

      —¡Pero si le falta una rueda!

      El hombre dudó.

      —No se pierde nada con probar —dijo.

      El aullido de las bocinas iba in crescendo. Di media vuelta y, pisando el césped, me fui a casa. Me volví a mirar una vez. La luna, como una hostia, brillaba sobre la casa de Gatsby para que la noche fuera tan hermosa como antes: había sobrevivido a las risas y a los ruidos del jardín, todavía iluminado. Un vacío repentino parecía fluir ahora de las ventanas y las puertas inmensas, envolviendo en un aislamiento absoluto al anfitrión, que seguía en el porche, con la mano levantada en un protocolario gesto de despedida.

      Al releer lo que llevo escrito, creo haber dado la impresión de que los acontecimientos de tres noches separadas entre sí por varias semanas me absorbieron por completo. Todo lo contrario: sólo fueron acontecimientos sin importancia en un verano muy ajetreado, y, hasta mucho después, me absorbieron infinitamente menos que mis propios asuntos.

      Pasé trabajando la mayor parte del tiempo. A primera hora de la mañana, el sol proyectaba mi sombra hacia el oeste y yo descendía a toda prisa los blancos abismos que llevan de la zona baja de Nueva York al Probity Trust. Conocía por sus nombres a los otros empleados y a los jóvenes vendedores de bonos, y en restaurantes atestados y oscuros comía con ellos salchichas de cerdo, puré de patatas y café. Incluso tuve una breve aventura con una chica que vivía en Jersey City y trabajaba en el departamento de contabilidad, pero su hermano empezó a mirarme con malos ojos, y cuando la chica se fue de vacaciones


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