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100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй ОлкоттЧитать онлайн книгу.

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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      —Los mejores ejemplares de molares humanos —me informó.

      —¡No me diga! —los examiné—. Es una idea muy interesante.

      —Sí —se cubrió de un tirón los puños de la camisa con las mangas de la chaqueta—. Sí, Gatsby es muy respetuoso con las mujeres. Ni se atrevería a mirar a la mujer de un amigo.

      Cuando el merecedor de aquella confianza instintiva volvió y se sentó a la mesa, mister Wolfshiem se bebió el café de un tirón y se levantó.

      —Ha sido un placer comer con ustedes —dijo—, pero voy a dejarlos. Son jóvenes y no quiero que me consideren un pesado.

      —No tengas prisa, Meyer —dijo Gatsby, sin entusiasmo.

      Mister Wolfshiem levantó la mano en una especie de bendición.

      —Eres muy amable, pero pertenezco a otra generación —anunció solemnemente—. Ustedes se quedan aquí y hablan de sus diversiones, de sus amigas, de sus… —un vago movimiento de la mano sustituyó a un nombre imaginario—. En lo que a mí concierne, tengo cincuenta años y no quiero seguir imponiéndoles mi presencia.

      Cuando nos dio la mano y se volvió, le temblaba la nariz trágica. Me pregunté si había dicho yo algo que pudiera ofenderlo.

      —A veces se pone muy sentimental —me explicó Gatsby—. Hoy tiene uno de sus días sentimentales. Es todo un personaje en Nueva York, vecino de Broadway.

      —¿Es actor?

      —No.

      —¿Dentista?

      —¿Meyer Wolfshiem? No, es jugador —Gatsby titubeó antes de añadir fríamente—. Es el hombre que amañó la serie final de las Grandes Ligas de béisbol en 1919.

      —¿Amañó la serie final? —repetí.

      La idea me dejó estupefacto. Recordaba, por supuesto, que en 1919 amañaron el campeonato, pero, si hubiera pensado en el asunto, me habría parecido algo que pasó simplemente, el eslabón final de una cadena inevitable. No se me hubiera ocurrido nunca que un hombre pudiera jugar con la buena fe de cincuenta millones de personas con la determinación de un ladrón que revienta una caja fuerte.

      —¿Cómo se le ocurrió hacer una cosa así? —pregunté.

      —Se le presentó la oportunidad.

      —¿Por qué no está en la cárcel?

      —No lo pueden coger, compañero. Es listo.

      Insistí en pagar la cuenta. Cuando el camarero me dio el cambio, descubrí a Tom Buchanan al fondo del local abarrotado.

      —Acompáñame un momento —dije—. Tengo que saludar a alguien.

      Tom nos vio, se levantó y dio unos pasos hacia nosotros.

      —¿Dónde te has metido? —preguntó con calor—. Daisy está furiosa porque no nos has llamado.

      —Le presento a mister Gatsby, mister Buchanan.

      Se estrecharon la mano brevemente, y la cara de Gatsby adoptó una expresión de incomodidad y tensión que yo no le conocía.

      —¿Dónde te has metido? —insistió Tom—. ¿Cómo se te ha ocurrido venir a comer tan lejos?

      —He venido a comer con mister Gatsby.

      Me volví hacia Gatsby, pero ya no estaba.

      Un día de octubre de 1917… (dijo Jordan Baker aquella tarde, sentada muy derecha en una silla del café al aire libre del Hotel Plaza)… iba dando un paseo, por la acera y por el césped. Me gustaba más el césped porque tenía unos zapatos ingleses con tacos de goma en las suelas que se hundían en la tierra blanda. Y tenía una falda escocesa nueva que se levantaba un poco al viento a la vez que en todas las casas se tensaban las banderas rojas, blancas y azules y decían tut-tut-tut-tut con tono de desaprobación.

      La bandera más grande y el césped más grande eran los de la casa de Daisy Fay. Daisy acababa de cumplir dieciocho años, dos más que yo, y era, de lejos, la chica más solicitada de Louisville. Vestía de blanco, tenía un pequeño descapotable, y el teléfono no dejaba de sonar en su casa: los jóvenes oficiales de Camp Taylor exigían con emoción el privilegio de monopolizar a Daisy aquella noche. «¡Una hora por lo menos!»

      Cuando llegué a la altura de su casa aquella mañana el descapotable blanco estaba junto a la acera, y ella estaba sentada al volante con un teniente al que yo no había visto antes. Estaban tan absortos el uno en el otro que Daisy no me vio hasta que me tuvo a metro y medio de distancia.

      —Hola, Jordan —gritó inesperadamente—. Ven.

      Me halagó que quisiera hablar conmigo, porque de todas las chicas mayores era la que yo más admiraba. Me preguntó si iba a la Cruz Roja a hacer paquetes de vendas. Sí, iba a la Cruz Roja. Bueno, ¿me importaría avisar de que ella no podía ir ese día? El oficial miraba a Daisy mientras hablaba, de una manera que cualquier chica desearía que la miraran alguna vez, y me pareció tan romántico aquel momento que no lo he olvidado. El oficial se llamaba Jay Gatsby, y no volví a ponerle los ojos encima hasta cuatro años después. Incluso cuando me lo encontré de nuevo, en Long Island, no me di cuenta de que se trataba del mismo hombre.

      Aquello fue en 1917. Al año siguiente yo también tenía algunos admiradores, y empecé a participar en torneos, así que no vi mucho a Daisy. Ella salía con un grupo algo mayor, cuando salía con alguien. Circulaban rumores disparatados sobre ella, sobre cómo su madre la había descubierto preparando el equipaje para irse a Nueva York a despedir a un soldado destinado a ultramar. Se lo impidieron terminantemente, pero Daisy le retiró la palabra a su familia durante semanas. Desde entonces no volvió a tontear con los soldados, sólo con jóvenes cortos de vista o con los pies planos, inútiles para el servicio militar.

      Para otoño ya estaba otra vez alegre, más alegre que nunca. Debutó en sociedad después del armisticio, y en febrero estaba prometida con un tipo de Nueva Orleans, o eso se dijo. En junio se casó con Tom Buchanan, de Chicago, con pompa y solemnidad nunca vistas en la historia de Louisville. El novio llegó con cien personas en cuatro vagones privados, y alquiló una planta entera del Hotel Muhlbach, y el día antes de la boda le regaló a la novia un collar de perlas valorado en trescientos cincuenta mil dólares.

      Fui una de las damas de honor. Entré en el dormitorio de Daisy media hora antes de la cena de gala que precedió al día de la boda y me la encontré tendida en la cama, bella como una noche de junio en su vestido de flores… y totalmente borracha. Tenía una botella de Sauternes en una mano y una carta en la otra.

      —Feli… Felicítame —murmuró—. No había bebido nunca, pero me encanta.

      —¿Qué te pasa, Daisy?

      Yo estaba asustada, de verdad. Nunca había visto así a una chica.

      —Ten, cielo —buscó a tientas en una papelera que tenía encima de la cama y sacó el collar de perlas—. Baja y devuélveselo a su dueño. Dile a todo el mundo que Daisy ha cambiado de idea. Di: «¡Daisy ha cambiado de idea!».

      Se echó a llorar, y lloró, lloró. Salí corriendo y encontré a la criada de su madre. Cerramos la puerta con llave y la bañamos en agua fría. No se separaba de la carta. Se metió en la bañera con ella y la estrujó hasta convertirla en una bola húmeda, y sólo me dejó que la pusiera en la jabonera cuando vio que se estaba convirtiendo en copos de nieve.

      Pero no volvió a pronunciar palabra. La hicimos oler amoniaco, le pusimos hielo en la frente y la volvimos a meter en el vestido, y media hora más tarde, cuando salimos del dormitorio, el collar de perlas lucía en el cuello de Daisy y el incidente había acabado. Al día siguiente, a las cinco de la tarde, se casó con Tom Buchanan sin la menor vacilación y emprendió un viaje de tres meses por los Mares del Sur.

      Los vi en Santa Bárbara cuando volvieron, y pensé que jamás había visto a una chica tan loca por su marido. Si


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