100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй ОлкоттЧитать онлайн книгу.
que decirme.
—Su mujer no lo quiere —dijo Gatsby—. Nunca lo ha querido. Me quiere a mí.
—¡Usted debe de estar loco! —exclamó Tom automáticamente.
Gatsby se puso en pie de un salto, tenso por la emoción.
—Nunca lo ha querido, ¿lo oye? —gritó—. Sólo se casó con usted porque yo era pobre y estaba cansada de esperarme. Fue un terrible error, pero en su corazón nunca ha querido a nadie, sólo a mí.
En ese momento Jordan y yo intentamos irnos, pero Tom y Gatsby, compitiendo en firmeza, insistieron en que nos quedáramos, como si ninguno de los dos tuviera nada que esconder y fuera un privilegio compartir indirectamente sus emociones.
—Siéntate, Daisy —Tom buscaba, sin éxito, un tono paternal—. ¿Qué ha pasado? Quiero saberlo todo.
—Ya le he dicho lo que ha pasado —dijo Gatsby—. Durante cinco años… Y usted no lo sabía.
Tom, cortante, se volvió hacia Gatsby.
—¿Llevas cinco años viendo a este tipo?
—Viendo, no —dijo Gatsby—. No, no podíamos. Pero nos hemos querido durante todo ese tiempo, compañero, y usted no lo sabía. A veces me reía —pero no había risa en sus ojos— al pensar que usted no lo sabía.
—Ah, eso es todo —Tom unió sus dedos gordos como un sacerdote y se retrepó en el sillón—. ¡Está usted loco! —estalló—. No puedo hablar de lo que pasó hace cinco años, porque entonces yo no conocía a Daisy. Pero que me condene si entiendo cómo pudo usted acercarse a menos de un kilómetro de Daisy a no ser que llevara los ultramarinos a la puerta de servicio. Todo lo demás es una maldita mentira. Daisy me quería cuando se casó conmigo y me sigue queriendo.
—No —dijo Gatsby, moviendo la cabeza.
—Me quiere, a pesar de todo. El problema es que a veces se le meten en la cabeza tonterías y no sabe lo que hace —Tom asintió como un sabio—. Y, lo que es más, yo también quiero a Daisy. De vez en cuando me pego una juerga y me porto como un idiota, pero vuelvo siempre y, en lo más profundo de mi corazón, nunca he dejado de quererla.
—Eres repugnante —dijo Daisy. Se volvió hacia mí, y su voz, descendiendo una octava, llenó la habitación de emoción y desprecio—. ¿No sabes por qué nos fuimos de Chicago? Me asombra que no te hayan contado la historia de esa juerga.
Gatsby dio unos pasos y se puso a su lado.
—Daisy, todo eso ha terminado —dijo con pasión—. Ya no importa. Dile la verdad, que nunca lo has querido, y todo habrá acabado para siempre.
Daisy lo miró sin verlo.
—Pero ¿cómo, cómo habría podido quererlo?
—Nunca lo has querido.
Daisy dudó. Nos miró a Jordan y a mí como suplicando, como si por fin se diera cuenta de lo que estaba haciendo, y como si nunca, durante todo aquel tiempo, hubiera tenido la menor intención de hacer nada. Pero ya estaba hecho. Era demasiado tarde.
—Nunca lo he querido —dijo con evidente reticencia.
—¿Ni siquiera en Kapiolani? —preguntó Tom de repente.
—No.
Del salón de baile, entre oleadas de aire caliente, nos llegaban acordes apagados y sofocantes.
—¿Ni el día que te llevé en brazos desde el Punch Bowl para que no se te mojaran los zapatos, Daisy? —había una ternura ronca en su tono.
—Por favor, basta —la voz sonó fría, pero el rencor había desaparecido. Miró a Gatsby—. Ya ves, Jay —dijo, pero le temblaba la mano cuando intentó encender un cigarrillo. De pronto tiró el cigarrillo y la cerilla encendida a la alfombra—. ¡Pides demasiado! —le gritó a Gatsby—. Te quiero, ¿no es suficiente? No puedo borrar el pasado —empezó a sollozar sin poder contenerse—. Lo he querido, pero también te quería a ti.
Los ojos de Gatsby se abrieron y se cerraron.
—¿También me querías a mí? —repitió.
—Incluso eso es mentira —dijo Tom despiadadamente—. Ni siquiera sabía si usted seguía vivo. Hay cosas entre Daisy y yo que usted no conocerá jamás, cosas que ninguno de los dos olvidará nunca.
Las palabras parecían morder en el cuerpo de Gatsby.
—Quiero hablar a solas con Daisy —insistió—. Ahora está demasiado alterada…
—Ni siquiera a solas puedo decir que nunca he querido a Tom —admitió Daisy con la voz quebrada—. No sería verdad.
—Por supuesto que no —convino Tom.
Daisy se volvió hacia su marido.
—Como si eso te importara —dijo.
—Por supuesto que me importa. Voy a cuidar mejor de ti de ahora en adelante.
—No ha comprendido usted —dijo Gatsby con una sombra de pánico—. No volverá a cuidar de ella.
—¿No? —Tom abrió los ojos de par en par y se echó a reír. Ya no tenía problemas para controlarse—. ¿Y eso por qué?
—Daisy va a dejarlo.
—Tonterías.
—Pues es verdad —dijo ella con evidente esfuerzo.
—¡Ella no va a dejarme! —las palabras de Tom cayeron súbitamente sobre Gatsby—. Y, desde luego, no por un vulgar estafador que tendría que robar el anillo que le pusiera en el dedo.
—¡Esto es insoportable! —gritó Daisy—. ¡Vámonos, por favor!
—Porque ¿quién es usted a fin de cuentas? —remató Tom—. Uno de la pandilla que rodea a Meyer Wolfshiem, por lo que he podido saber. He investigado un poco en sus asuntos, y mañana seguiré.
—Puede hacer al respecto lo que crea conveniente, compañero —dijo Gatsby con serenidad.
—He descubierto lo que eran sus drugstores —se dirigió a nosotros, hablando muy rápido—. Él y ese Wolfshiem compraron un montón de drugstores en callejuelas de aquí y de Chicago y se dedicaron a vender licor de contrabando. Ése es uno de sus trucos. Me pareció un contrabandista de alcohol la primera vez que lo vi, y no me equivoqué demasiado.
—¿Y qué? —dijo Gatsby con mucha corrección—. Creo que a su amigo Walter Chase el orgullo no le impidió participar en el negocio.
—Y usted lo dejó en la estacada, ¿no? Dejó que pasara un mes en la cárcel de Nueva Jersey. ¡Santo Dios! Tendría que oír lo que Walter dice de usted.
—Vino a nosotros sin un centavo. Se puso muy contento de llevarse algún dinero, compañero.
—¡No me llame compañero! —gritó Tom. Gatsby no dijo nada—. Walter podría haberlos denunciado por el asunto de las apuestas, pero Wolfshiem le metió miedo para que cerrara la boca.
La cara de Gatsby había recuperado esa expresión suya, extraña y, sin embargo, reconocible.
—El negocio de los drugstores sólo era calderilla —continuó Tom despacio—, pero ahora lleva entre manos algo de lo que Walter no se atreve a hablarme.
Observé a Daisy, que clavaba los ojos, aterrada, en Gatsby o en su marido, y a Jordan, que había empezado a mantener en equilibrio sobre el mentón un objeto invisible pero absorbente. Luego me volví hacia Gatsby y me asustó su expresión. Parecía —y lo digo con absoluto desprecio hacia las calumnias que se oían en su jardín— haber matado a alguien. Por un momento la expresión de su cara habría podido ser descrita de ese modo fantástico.
Pasó ese momento, y Gatsby empezó a hablar con Daisy muy nervioso, negándolo todo, defendiendo su nombre de acusaciones