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100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй ОлкоттЧитать онлайн книгу.

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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disponibilidad romántica como nunca he conocido en nadie y como probablemente no volveré a encontrar. No: Gatsby, al final, resultó ser como es debido. Fue lo que lo devoraba, el polvo viciado que dejaban sus sueños, lo que por un tiempo acabó con mi interés por los pesares inútiles y los entusiasmos insignificantes de los seres humanos.

      Mi familia ha gozado, desde hace tres generaciones, de influencia y bienestar en esta ciudad del Medio Oeste. Los Carraway son como un clan, y existe entre nosotros la tradición de que descendemos de los duques de Buccleuch, pero el verdadero fundador de nuestra rama familiar fue el hermano de mi abuelo, que llegó aquí en 1851, pagó por que otro fuera en su lugar a la Guerra Civil, y fundó la empresa de ferretería al por mayor de la que hoy día se ocupa mi padre.

      No llegué a conocer a mi tío abuelo, pero dicen que me parezco a él, especialmente al adusto retrato que mi padre tiene colgado en su despacho. Terminé los estudios en New Haven en 1915, exactamente un cuarto de siglo después que mi padre, y poco más tarde participé en esa abortada migración teutónica conocida como la Gran Guerra. Disfruté de tal modo la contraofensiva que volví lleno de desasosiego. El Medio Oeste ya no me parecía el centro candente del mundo, sino el último y miserable confín del universo, y decidí irme al Este y aprender los secretos de la compraventa de bonos. Todos mis conocidos se dedicaban a los bonos, así que pensé que el negocio podría mantener a uno más. Mis tías y mis tíos debatieron el asunto como si me estuvieran buscando colegio, y por fin dijeron: «Bien, bien…, sí», muy serios, con expresión de duda. Mi padre aceptó financiarme durante un año y, después de varios aplazamientos, me fui al Este en la primavera de 1922, para siempre, o eso creía.

      Lo práctico era buscar alojamiento en la ciudad, pero hacía mucho calor, y yo llegaba de un país generoso en césped y árboles hospitalarios, de modo que cuando un compañero de oficina me sugirió alquilar juntos una casa en un pueblo de los alrededores, me pareció una gran idea. Él encontró la casa, un bungalow de cartón maltratado por los elementos, a ochenta dólares al mes, pero a última hora la empresa lo mandó a Washington, y me fui solo al campo. Tenía un perro, o por lo menos lo tuve unos días, hasta que se escapó, un Dodge viejo y una señora finlandesa, que me hacía la cama y el desayuno, y murmuraba refranes finlandeses junto a la cocina eléctrica.

      Me sentí solo durante un día, más o menos, hasta que una mañana alguien que había llegado después que yo me paró en la carretera.

      —¿Cómo se va a West Egg? —me preguntó, despistado.

      Se lo dije. Y, cuando proseguí mi camino, ya no me sentía solo. Yo era un guía, un explorador, uno de los primeros colonos. Aquel hombre me había conferido el honor de ser ciudadano del lugar.

      Y así, con la luz del sol y la explosión espléndida de las hojas que crecían en los árboles como crecen las cosas en las películas a cámara rápida, tuve la certeza bien conocida de que la vida vuelve a empezar con el verano.

      ¡Había tanto que leer, por una parte, y tanta salud que aspirar del aire nuevo y vivificador! Compré un montón de libros sobre la banca, el crédito y el mercado de valores, que, de pie en la estantería, encuadernados en rojo y oro, como dinero recién salido de la fábrica, prometían revelarme los radiantes secretos que sólo Midas, Morgan y Mecenas conocían. Y tenía además el elevado propósito de leer muchos otros libros. En la universidad había sentido ciertas inclinaciones literarias —un año escribí para el Yale News una serie de artículos de fondo llenos de tópicos y de solemnidad— y ahora iba a revivir aquello hasta volver a convertirme en el más limitado de todos los especialistas, «el hombre completo». Esto no es sólo un epigrama, porque, después de todo, a la vida se la observa mejor desde una sola ventana.

      Fue una casualidad que alquilara una casa en una de las comunidades más extrañas de América del Norte. Estaba en esa isla estrecha y bulliciosa que se extiende al este de Nueva York y donde se forman, entre otras curiosidades naturales, dos raras masas de tierra. A unos treinta kilómetros de la ciudad dos huevos enormes, de idéntico perfil y separados únicamente por una pequeña bahía, destacan en el volumen de agua salada más domesticado del hemisferio occidental, el estrecho de Long Island, gran corral de humedad. No son perfectamente ovales —como el huevo de Colón, los dos están aplastados por la parte en la que se apoyan—, pero su parecido físico debe de ser fuente de perpetua maravilla para las gaviotas que los sobrevuelan. Para las criaturas sin alas resulta un fenómeno más interesante su disimilitud en cualquier detalle que no sea la forma y el tamaño.

      Yo vivía en West Egg, el…, bueno, el menos elegante de los dos huevos, aunque ésta sea la fórmula más superficial para expresar el raro contraste entre ambos, bastante siniestro. Mi casa estaba en el extremo del huevo a unos cincuenta metros del estrecho, comprimida entre dos imponentes mansiones que se alquilaban a doce o quince mil dólares por temporada. La que se alzaba a mi derecha era colosal sin discusión, copia fiel de algún Hôtel de Ville de Normandía, con una torre en uno de los laterales, extraordinariamente nueva bajo una barba rala de hiedra joven, una piscina de mármol, y veinte hectáreas de jardines y césped. Era la mansión de Gatsby. O, con mayor precisión, puesto que yo no conocía a mister Gatsby, era la mansión de un caballero que se llamaba así. Mi casa era un horror, pero un horror insignificante, en el que nadie había reparado, así que contaba con vistas al mar y a una parte del césped de mi vecino, además de con la reconfortante proximidad de los millonarios, y todo por ochenta dólares al mes.

      Al otro lado de la pequeña bahía los palacios blancos del elegante East Egg rutilaban en el agua, y la historia de aquel verano empieza precisamente la noche en que fui a cenar a casa de Tom Buchanan. Daisy era prima lejana mía, y a Tom lo conocía de la universidad. Y, recién acabada la guerra, pasé con ellos en Chicago un par de días.

      El marido de Daisy, entre otros logros físicos, había sido uno de los extremos con más potencia que jamás jugó al fútbol en New Haven: una figura nacional, podría decirse, uno de esos hombres que a los veintiún años alcanzan en algún tipo determinado de actividad tal grado de excelencia, que todo lo que viene después sabe a decepción. Su familia era desmedidamente rica —hasta el punto de que en la universidad su liberalidad con el dinero era motivo de censura—, pero ahora se había trasladado de Chicago al Este, con un estilo de vida que cortaba la respiración; por ejemplo, se había traído una cuadra de ponis de polo de Lake Forest. Era difícil entender que un miembro de mi generación fuese lo suficientemente rico para permitirse una cosa así.

      No sé por qué se vinieron al Este. Habían pasado un año en Francia sin ningún motivo concreto, y luego habían ido de un sitio a otro, sin sosiego, a donde se jugara al polo o se reunieran los ricos. Ahora se habían mudado para siempre, me dijo Daisy por teléfono, pero no lo creí: no podía ver el corazón de Daisy, pero sabía que Tom seguiría buscando ansiosa y eternamente la turbulencia dramática de algún irrecuperable partido de fútbol.

      Y entonces, una tarde de viento y calor, fui a East Egg para ver a dos viejos amigos a los que apenas conocía. Su casa era incluso más exquisita de lo que me esperaba, una alegre mansión colonial roja y blanca, de estilo georgiano, con vistas a la bahía. El césped nacía en la playa y se extendía a lo largo de medio kilómetro hasta la puerta principal, salvando relojes de sol, senderos de terracota y jardines encendidos, para, por fin, al llegar a la casa, como aprovechando el impulso de la carrera, escalar la pared transformado en enredaderas saludables. Rompía la fachada una sucesión de puertas de cristales, que refulgían con reflejos de oro y se abrían de par en par al viento y al calor de la tarde, Tom Buchanan, en traje de montar, estaba de pie en el porche, con las piernas abiertas.

      Había cambiado desde los tiempos de New Haven. Ahora era un hombre de treinta años, fuerte, rubio como la paja, con un rictus de dureza en la boca y aires de suficiencia. Los ojos, brillantes de arrogancia, dominaban su cara y le daban aspecto de estar echado agresivamente hacia delante, siempre. Ni siquiera la elegancia ostentosa y afeminada del traje de montar lograba ocultar el enorme vigor de ese cuerpo: parecía llenar aquellas botas relucientes hasta tensar los cordones que las remataban, y era perceptible la reacción de la imponente masa muscular cuando el hombro se movía bajo la chaqueta ligera. Era un cuerpo capaz de desarrollar una fuerza enorme: un cuerpo cruel.

      Cuando


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