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100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй ОлкоттЧитать онлайн книгу.

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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las encantadoras orillas de Montalegre y, en la distancia, elevándose sobre todo lo demás, el magnífico Mont Blanc y todo el grupo de montañas nevadas que intentaban alcanzarlo. En otras ocasiones, bordeando la ribera opuesta, veíamos el majestuoso Jura, retando con sus oscuras laderas la ambición de quien deseara abandonar su país natal y mostrándose como una barrera infranqueable al conquistador que pretendiera invadirlo.

      Cogí la mano de Elizabeth.

      —Estás triste —le dije—. ¡Ay, mi amor, si supieras lo que he sufrido y lo que tal vez aún tenga que soportar, procurarías dejarme saborear la tranquilidad y la ausencia de desesperación que al menos me permite disfrutar este único día!

      —Sé feliz, mi querido Victor —contestó Elizabeth—; confío en que no haya nada que te inquiete; y puedes estar seguro de que mi corazón está feliz, aunque no veas en mi rostro una alegría excesiva. Algo me dice que no deposite muchas esperanzas en las perspectivas que se abren ante nosotros, pero no quiero escuchar esas voces siniestras. Mira qué deprisa navegamos y cómo las nubes, que a veces oscurecen y a veces se elevan sobre la cúpula del Mont Blanc, consiguen que este maravilloso paisaje sea aún más hermoso. Mira también los innumerables peces que nadan en estas límpidas aguas, donde se pueden ver claramente todas las piedras que yacen en el fondo. ¡Qué día más hermoso…! ¡Qué feliz y serena parece toda la naturaleza!

      Así era como Elizabeth intentaba distraer sus pensamientos y los míos de cualquier reflexión sobre asuntos melancólicos, pero su ánimo era muy voluble. La alegría brillaba durante unos breves instantes en su mirada, pero la felicidad constantemente dejaba paso a la tristeza y al ensimismamiento.

      En el cielo, el sol se iba poniendo; pasamos frente al río Drance y observamos su curso a través de los abismos de las montañas y las cañadas de las colinas más bajas. Los Alpes, aquí, se acercan mucho al lago, y nosotros nos aproximábamos al anfiteatro de montañas que forman su extremo oriental. La aguja de Evian se recortaba brillante sobre los bosques que la rodeaban, y sobre la cordillera de montañas y montañas en la cual estaba suspendida.

      El viento, que hasta ese preciso instante nos había llevado con asombrosa rapidez, se convirtió al atardecer en una agradable brisa; el airecillo apenas conseguía erizar el agua y producía un encantador movimiento en los árboles. Cuando nos aproximamos a la orilla, flotaba en el aire un delicioso perfume de flores y heno. El sol se puso tras el horizonte cuando saltamos a tierra; y cuando pisé la orilla, sentí que las preocupaciones y los temores renacían en mí, y que pronto me iban a atrapar y a marcarme para siempre.

      CAPÍTULO 17

      Eran las ocho en punto cuando desembarcamos; caminamos durante un breve trecho junto a la orilla, disfrutando de las cambiantes luces del atardecer, y luego nos retiramos a la posada, y contemplamos el encantador paisaje de aguas, montañas y bosques que se iban ocultando en la oscuridad, y, sin embargo, aún dejaban ver sus negros perfiles. El viento, que casi había desaparecido por el sur, se levantó ahora con gran violencia por el oeste; la luna había alcanzado su cénit en el cielo y estaba comenzando a descender; las nubes barrían el cielo por delante de ella con más premura que el vuelo del buitre y enturbiaban su luz, mientras el lago reflejaba el conmocionado paisaje de los cielos, y lo agitaba aún más con las inquietas olas que estaban comenzando a erizarse. De repente, se desató una violenta tormenta de lluvia.

      Yo había estado tranquilo durante todo el día; pero tan pronto como la noche comenzó a enturbiar los perfiles de las cosas, mil temores se adueñaron de mi mente. Estaba angustiado y alerta, mientras con la mano derecha me aferraba a una pistola que tenía escondida en el pecho. Cada ruido me aterrorizaba, pero decidí que vendería cara mi vida y no evitaría el enfrentamiento que tenía pendiente hasta que mi propia vida, o la de mi adversario, se extinguiera.

      Elizabeth, tímida y temerosa, observó en silencio mi inquietud durante unos instantes. Al final, dijo:

      —¿Por qué estás nervioso, mi querido Victor? ¿De qué tienes miedo?

      —¡Oh, tranquila, tranquila, mi amor…! —le contesté—. Espera que pase esta noche, y ya podremos estar seguros… Pero esta noche es horrible, esta noche es espantosamente horrible…

      Pasé una hora en aquel estado de nervios, y entonces, de repente, pensé cuán horroroso sería para mi esposa presenciar el combate que de un momento a otro imaginaba que tendría lugar; y por eso le rogué con vehemencia que se retirara a dormir, decidido a no ir con ella hasta que no supiera algo de mi enemigo.

      Elizabeth me dejó solo, y durante algún tiempo estuve yendo de un lado a otro por los pasillos de la casa, inspeccionando cada esquina que pudiera servir de escondrijo a mi enemigo. Pero no vi ni rastro de él, y comencé a considerar la posibilidad de que algún afortunado acontecimiento hubiera tenido lugar y hubiera impedido la ejecución de su amenaza, cuando de repente oí un grito y un espantoso alarido. Procedía de la habitación a la que Elizabeth se había retirado. Cuando oí aquel grito, lo comprendí todo… Mis brazos cayeron rendidos y el movimiento de cada músculo y cada fibra de mi cuerpo se detuvo; podía sentir la sangre reptando por mis venas y hormigueando en mis pies. Aquel estado no duró más que un instante, el grito se repitió y corrí precipitadamente hacia la habitación. ¡Dios mío! ¿Por qué no me mataste entonces? ¿Por qué estoy aquí para describir la destrucción de mi esperanza más anhelada y la muerte de la criatura más buena del mundo? Allí estaba, sin vida e inerte, tendida de lado a lado en la cama, con la cabeza colgando, con su rostro pálido y deformado, medio cubierto por su cabello. No importa dónde mire… siempre veo la misma imagen: sus brazos exánimes y su cuerpo muerto arrojado por el asesino sobre el ataúd nupcial. ¿Cómo pude ver aquello y seguir viviendo? ¡Dios mío! La vida es obstinada… se aferra con más fuerza allí donde más se odia. Entonces, solo sé que perdí el conocimiento… y me desmayé.

      Cuando me recobré, me encontré en medio de la gente de la posada. Sus rostros expresaban claramente un espantoso terror, pero el horror de los demás solo me parecía una pequeña farsa, una sombra de los sentimientos que me atenazaban a mí. Me abrí camino entre ellos hasta la alcoba donde yacía el cuerpo de Elizabeth… mi amor… mi esposa… Solo unos instantes antes estaba viva… mi querida… mi preciosa… La habían cambiado de postura y ya no se encontraba como yo la había visto; y ahora, tal y como estaba tendida, con la cabeza sobre un brazo y un pañuelo cubriéndole el rostro y el cuello, podría haber pensado que estaba dormida. Corrí hacia ella y la abracé con locura, pero la mortal frialdad de su cuerpo me recordó que lo que estaba sosteniendo en mis brazos ya había dejado de ser la Elizabeth que yo había amado y adorado; la marca de las garras asesinas de aquel demonio aún permanecían en el cuello, y sus labios ya no tenían aliento.

      Mientras aún la tenía en mis brazos, en la agonía de la desesperación, se me ocurrió levantar la mirada. La alcoba había quedado casi a oscuras, y sentí una especie de terror pánico al ver cómo la pálida luz de la luna iluminaba la habitación. Los postigos se habían abierto y, con una sensación de horror que no se puede describir, vi por la ventana abierta aquella figura odiosa y aborrecible. Había una sonrisa burlona en el rostro del monstruo; parecía reírse de mí mientras, con su diabólico dedo, señalaba el cadáver de mi esposa. Me abalancé hacia la ventana y, sacando la pistola de mi pecho, disparé… pero consiguió esquivarme, huyó de un salto y, corriendo a la velocidad de un rayo, se arrojó al lago. Al oír el estallido de la pistola, muchas personas acudieron a la habitación. Les indiqué por dónde había huido, y lo perseguimos con barcos y redes, pero todo fue en vano; y, tras pasar varias horas en su busca, regresamos desesperanzados; la mayoría de los que me acompañaban creyeron que aquella figura solo había sido fruto de mi imaginación. De todos modos, después de regresar a tierra, comenzaron a buscar por el campo, y se formaron distintas partidas que se dispersaron en diferentes direcciones por los bosques y los viñedos. Yo no los acompañé.

      Estaba agotado; un velo me nublaba la vista; y mi piel ardía con el calor de la fiebre. En aquel estado me tumbé en una cama, apenas consciente de lo que había ocurrido, y mis ojos vagaron por la habitación como si estuvieran buscando algo que hubiera perdido. Al final pensé que mi padre esperaría con ansiedad mi regreso y el de Elizabeth, y que regresaría


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