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Francisco de Asís. Carlos Amigo VallejoЧитать онлайн книгу.

Francisco de Asís - Carlos Amigo Vallejo


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la historia de Francisco. Entre las ciudades que formaban parte de esa región eran frecuentes las luchas y conflictos. Lo mismo ocurría entre los distintos grupos sociales y familiares de esas ciudades que, por otra parte, aun estando muy cerca, estaban bajo la autoridad y jurisdicción del papado o de los germánicos. La guerra civil era inevitable ante las pretensiones hegemónicas por las que luchaban los grupos sociales. Se buscaba la pertenencia al grupo del poderoso que garantizara la libertad.

      Entre los últimos años del siglo XII y los primeros del XIII, discurre la vida de Francisco. Momentos de confusión, de cambio, de sorprendentes movimientos sociales y religiosos, de grupos sectarios que provocaban el distanciamiento con una Iglesia que consideraban corrompida por el poder y el dinero, con las luchas entre el papado y el Imperio, la miseria arrasando pueblos enteros y, al mismo tiempo, la opulencia de los señores feudales, el orgullo de unas ciudades que se enzarzan en contiendas buscando la primacía, el poder comercial y económico...

      La enorme contradicción entre los que buscaban sinceramente el Evangelio y los comportamientos morales consecuentes, y todos aquellos grupos tan cercanos al sectarismo, como pudieran ser los cátaros, valdenses, patarenos... que se creían unos mesías enviados para terminar con una Iglesia corrupta y materializada, con un clero pervertido y con los cristianos que habían olvidado el Evangelio. Radicales y fundamentalistas, más que una ayuda para la renovación de las costumbres, eran un auténtico peligro de sectarismo y de actitudes antievangélicas.

      Cuando Francisco de Asís y sus compañeros comenzaron el camino de la conversión en la pobreza y la humildad, tomando el Evangelio como norma de vida, alabando a Dios en todo y sirviendo a los más pobres y excluidos de la sociedad, era fácil confundirles con alguno de esos grupos que pululaban por aquellos ambientes cercanos. El criterio de discernimiento sería la comunión con la Iglesia. Francisco no había venido para criticar a los estamentos eclesiales, sino a ponerse al lado de la Iglesia y para ayudar en aquello en lo que la Iglesia necesitaba ser servida.

      En medio de todo ello, un gran movimiento de unidad que ponía en pie de guerra, más que a las comunidades cristianas, a los nobles y caballeros, a los poderes eclesiásticos y a los comerciantes y burgueses, contra lo que consideraban el gran enemigo de la cristiandad: el islam. Era tiempo de cruzadas. Entre las gentes de la Umbría se hablaba de los musulmanes que estaban forcejeando las puertas de Europa. De los herejes que, entre extravagancias y críticas, interpelaban a una Iglesia a la que se juzgaba lejos de los valores evangélicos. El ascetismo de los cátaros sobrecogía, a pesar de su evidente maniqueísmo. De los albigenses, ni se quería hablar en círculos de mercaderes y comerciantes, pues a estos les consideraban poco menos que como unos demonios que acabarían inexorablemente, con su bolsa y hacienda, en las profundas mazmorras infernales.

      Este era el panorama. Confuso, pero que no dejaba lugar para la indiferencia religiosa. Las ciudades se hacían poderosas, casi como pequeños Estados, y se aferraban a sus fueros y privilegios, tratando de defenderse de los mismos poderes que los amparaban: el Papa, con sus Estados pontificios, o el Emperador, con su Imperio germánico. Como los señores feudales veían en esas ciudades un peligroso enemigo para defender sus intereses, no eran infrecuentes los litigios y enfrentamientos. Uno de ellos había de ser decisivo en la vida y conversión de Francisco, aunque tampoco se trataba de un joven perverso y pecador impenitente.

      Acerca de la situación eclesial de aquellos tiempos, una buena descripción es la que ofrece Benedicto XVI, subrayando de una manera particular las tendencias espirituales de unos grupos cristianos que constituían una seria preocupación para la misma Iglesia:

      Un primer desafío era la expansión de varios grupos y movimientos de fieles que, a pesar de estar impulsados por un legítimo deseo de auténtica vida cristiana, se situaban a menudo fuera de la comunión eclesial. Estaban en profunda oposición a la Iglesia rica y hermosa que se había desarrollado precisamente con el florecimiento del monaquismo. En recientes catequesis hablé de la comunidad monástica de Cluny, que había atraído a numerosos jóvenes y, por tanto, fuerzas vitales, como también bienes y riquezas. Así se había desarrollado, lógicamente, en un primer momento, una Iglesia rica en propiedades y también inmóvil. Contra esta Iglesia se contrapuso la idea de que Cristo vino a la tierra pobre y que la verdadera Iglesia debería ser precisamente la Iglesia de los pobres; así el deseo de una verdadera autenticidad cristiana se opuso a la realidad de la Iglesia empírica. Se trata de los movimientos llamados «pauperísticos» de la Edad media, los cuales criticaban ásperamente el modo de vivir de los sacerdotes y de los monjes de aquel tiempo, acusados de haber traicionado el Evangelio y de no practicar la pobreza como los primeros cristianos, y estos movimientos contrapusieron al ministerio de los obispos una auténtica «jerarquía paralela». Además, para justificar sus propias opciones, difundieron doctrinas incompatibles con la fe católica. Por ejemplo, el movimiento de los cátaros o albigenses volvió a proponer antiguas herejías, como la devaluación y el desprecio del mundo material –la oposición contra la riqueza se convierte rápidamente en oposición contra la realidad material en cuanto tal–, la negación de la voluntad libre y después el dualismo, la existencia de un segundo principio del mal equiparado a Dios. Estos movimientos tuvieron éxito, especialmente en Francia y en Italia, no solo por su sólida organización, sino también porque denunciaban un desorden real en la Iglesia, causado por el comportamiento poco ejemplar de varios representantes del clero5.

      En los días de este capítulo de la historia «Nacióle un sol al mundo». Así quiere anunciar Dante Alighieri (Divina comedia, «Paraíso», canto XI) la llegada de Francisco a este mundo. En Asís. Y poco más es lo que sabemos con certeza de su nacimiento. Que si viniera a este mundo entre los años 1181 y 1182. Que era hijo de un rico mercader de paños. Sus padres, Pedro Bernardone y Juana, a la que también llamaban Pica, posiblemente por su ascendencia francesa. No se tiene la fecha exacta del nacimiento. Tampoco se sabe con certeza cuál es la casa donde nació. Seguro que en alguna de las que su padre tenía en Asís.

      Primero llevaría el nombre de Juan, como lo quería su madre. Después, Francisco, por deseo del padre, al que lo de franchese le sonaba a patente comercial. Se trataba de una familia con el caudal y la mentalidad de los ricos de la época. Como se trataba del hijo primogénito, la formación había de ser esmerada. Pero no tendrá cabida entre los espacios reservados al grupo privilegiado de los nobles. La familia Bernardone pertenecía a la clase de los «mayores», por el dinero que tenía, y a los «menores», porque su cuna no era de nobleza.

      Divertido, sociable, trabajador, espléndido y generoso, amigo de fiestas y de asuntos de trovadores y gentes de caballería. En fin, un joven de la clase pudiente de Asís en los finales del siglo XII. Muy poco es lo que se sabe, con documentos de validez histórica, de la vida de Francisco en su niñez y juventud. Sin embargo, se dispone de algunos escritos de la época que hablan de esos primeros años de la vida de nuestro santo, a través de los cuales se puede comprender lo que las gentes iban conociendo de su vida legendaria, pero real.

      El autor de la Leyenda de los tres compañeros dice que Francisco era adulto de sutil ingenio, alegre y generoso, pero dado a los juegos y cantares, tanto de día como de noche. Que era pródigo en gastar en comilonas y otras cosas. Que sus padres le reprendían por estos despilfarros, pero todo se lo consentían, pues no querían disgustos con él. Más que generoso era derrochador, presumido y vanidoso, juguetón y divertido...

      Así que no eran precisamente buenos ejemplos los que se recibían de la conducta de este joven asisiano. Sin embargo, y muy del estilo de las biografías de la época, se subrayaban defectos y pecados para manifestar en mayor grado la grandeza y benignidad de la misericordia de Dios. Como dice Tomas de Celano: «Fue, pues, la mano del Señor la que se posó sobre él y la diestra del Altísimo la que lo transformó, para que por su medio, los pecadores pudieran tener la confianza de rehacerse en gracias y sirviese para todos de ejemplo de conversión a Dios» (1C 1,1).

      San Buenaventura, mucho más benigno a la hora de referirse al comportamiento de Francisco en los primeros años de su juventud, señala que Dios se había complacido en prevenirlo con bendiciones de misericordia y favores celestiales y, gracias a ello, «no se dejó arrastrar por la lujuria de la carne en medio de jóvenes lascivos, si bien era aficionado a las fiestas; ni por más que


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