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El santo olvidado. Isabel Gómez-Acebo Duque de EstradaЧитать онлайн книгу.

El santo olvidado - Isabel Gómez-Acebo Duque de Estrada


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en brazos. Tras las preguntas de rigor, doña Juana le explicó al abad su preocupación.

      —Padre Pascasio, queremos que nuestros hijos dediquen su vida a Dios, para lo que deben estar preparados, y no sabemos qué camino escoger para sus estudios, pues en Caleruega nadie les puede enseñar. Nos han hablado de que algunas diócesis han montado unas escuelas donde se preparan también los funcionarios necesarios para las cancillerías. Y llenos de dudas, hemos pensado que su consejo nos podía ser de gran utilidad.

      El abad era un benedictino, santo y tradicional, que no creía en las innovaciones, con lo que no tuvo dudas en su respuesta:

      —Mirad, hija, para servir a Dios hacen falta pocos conocimientos. San Benito, nuestro fundador, decía que con la Biblia y los comentarios de los Santos Padres teníamos más que suficiente. He oído que, en esos centros de los que habláis, se estudia lógica, matemáticas, astrología y el pensamiento de los filósofos griegos. Incluso organizan disputas sobre la Trinidad o la naturaleza de Cristo, además de otras cosas, lo que me parece innecesario y puede causar disipación. ¡Bienaventurados los pobres de espíritu!, escuchamos decir al mismo Jesucristo. Yo os propongo que vuestros hijos entren en Silos como oblatos para ir aprendiendo de nuestra vida, a la que finalmente, una vez preparados, se incorporarían si es su deseo. Tenemos muchos prioratos dispersos por Castilla y necesitamos frailes, santos y bien preparados, para que los dirijan.

      —¿A qué edad los recibís? –preguntó la madre, que no quería dejar ningún cabo suelto.

      —Depende del desarrollo y la madurez del niño, pero alrededor de los 12 años suelen ingresar algunos cuyas familias, como la vuestra, quieren que entreguen a Dios sus vidas. No es nada definitivo, pues cuando llega la hora de emitir votos, algunos deciden que no es su vocación y nos abandonan. Con todo, no han perdido su tiempo, ya que han aprendido a rezar y un buen latín que les sirve para el resto de su vida.

      —Lejos me lo pone, vuestra merced, porque Antonio tiene siete años y no puedo esperar tanto. ¿Alguna sugerencia para que vaya aprendiendo y no llegue a Silos como un ignorante?

      —Doña Juana, tenéis en la familia numerosos sacerdotes en lugares destacados y con fama de santidad a los que podéis confiar la educación temprana de vuestros hijos. Encontrarán en ellos buenos ejemplos de vida y maestros que les vayan llevando de la mano en la adquisición de conocimientos.

      El abad había dejado muy claro lo que su monasterio podía ofrecer, y como sonara la campana convocando a los monjes a la oración común, doña Juana se despidió dando las gracias por los consejos.

      De vuelta a casa, con los niños dormidos por el bamboleo de la carreta, tomó la decisión doña Juana de tocar la puerta de otros monasterios cercanos para ver si tenían escuelas para niños. El primero en la nueva lista fue el de Santa María de la Vid, recientemente inaugurado gracias a las ayudas que había obtenido de Alfonso VII, abuelo del actual monarca. El rey había salido de caza por los montes de San Esteban de Gormaz cuando vio unos ángeles posados sobre unos zarzales en una zona muy tupida. Mandó desbrozar el lugar y descubrió una gran vid que resguardaba una imagen de una Virgen visigótica que llevaron en procesión al lugar donde se asentaba el monasterio. Esta es la historia que contaba doña Juana a los niños mientras hacían el recorrido un mes después de la visita a Silos y que, antes de terminar, ya había sugerido una batería de preguntas:

      —Madre, ¿tenían alas los ángeles? ¿Llevaba María el niño en brazos? ¿Podremos ver la imagen?

      La excursión fue bastante decepcionante para sus hijos: no se veían ángeles por ningún lado, el claustro no tenía los impactantes relieves de Silos y la imagen de María estaba colocada tan alta, que casi no se veía. A su madre el viaje tampoco la sacó de dudas, pues se enteró de que no tenían escuela para niños y que el monasterio los admitía a la misma edad que en Silos. Pero en su entrevista con el abad se enteró de algunos cambios que se estaban produciendo por la zona.

      —Nosotros tenemos, entre nuestros fines –le dijo el abad del cenobio–, la predicación en los pueblos de las cercanías, algo en lo que nos diferenciamos de otros monasterios. Nos hemos adherido al movimiento de Prémontré, que es más riguroso en su ascesis; no gastamos en ornamentación de nuestras iglesias, intentamos volver a los primeros tiempos del cristianismo y sumamos la vocación del apostolado a la del monje tradicional. Si alguno de sus hijos tiene facilidad de palabra y es un buen estudiante, este camino podría ser el suyo.

      —En aquellos momentos –dijo Soledad–, la mujer no sabía que su hijo Mamés se haría monje en el monasterio de la Vid, aunque más tarde abandonaría el cenobio para seguir a su hermano Domingo por otros derroteros. Y también ignoraba las reformas de Prémontré, que iban a servir de base para las Constituciones dominicanas.

      —¿Dónde aprendes estas cosas? –le pregunté, abrumada por mi ignorancia y asombrada por sus conocimientos.

      —Isabel, todo está en los libros y solo hay que leerlos. Con tus oposiciones pasa lo mismo: solo tienes que aprender lo que han escrito otras personas antes que tú.

      La última puerta que decidió tocar fue la del monasterio de benedictinos de San Pedro de Gumiel de Hizán, donde se enterraban los muertos de la familia de su marido. Lo había dejado para el final porque quería aprovechar para visitar a su hermana doña Mayor, señora feudal de la villa, con quien pensaba pasar unos días, pues tenían hijos de la misma edad que se entendían muy bien.

      Después de una semana de solaz y descanso con su hermana acudió al monasterio, uno de los más célebres de la zona. Estaba en manos de benedictinos que, ante la decadencia de Cluny, de donde descendían, estaban pensando adoptar las costumbres del Císter, un movimiento de mayor austeridad que ganaba muchos adeptos. El recinto era grande, adornado por los mismos escultores que habían trabajado en Silos y con una huerta con muchas fanegas de sembradura, dos molinos, dos corrales, unas eras y tierras para pasto, además de once iglesias y tres villas, entre el río Duero y el Esgueva.

      También conocía doña Juana al abad Guidón, que le dio unos consejos que serían determinantes.

      —¿Por qué no traéis a este pueblo a vuestros hijos? Estarán en familia, pues vuestro hermano don Gonzalo, un hombre culto y santo, podrá ir poniendo las primeras piedras de su educación. Es un gran latinista, como párroco de la villa les puede utilizar como monaguillos y en las grandes fiestas pueden venir al monasterio a cantar con los monjes y familiarizarse con nuestra vida.

      La idea no era mala, porque permitía la educación de los hijos sin perder el contacto con ellos.

      Tomada la decisión, fueron desfilando los hermanos a Gumiel para que fuera su tío el responsable de su educación. Esperaron a que Antonio partiera a Silos con sus doce años recién cumplidos para que Domingo se sumara a Mamés, pues el sacerdote no se consideraba capaz de educar a los tres hermanos a la vez. Era un hombre que había renunciado a los cuantiosos bienes de su familia para vivir con una gran frugalidad que inculcaba a sus sobrinos. Su vivienda, una casa de piedra adosada a la iglesia de Santa María, constaba de dos pisos y tenía una gran huerta con un pozo en el centro. Los hermanos Guzmán compartían una habitación con una pequeña ventana desde la que solo se veía el cielo, pero pasaban la mayor parte del tiempo en una pieza de la planta baja que se había habilitado para el estudio. Allí se juntaban con los hijos menores de doña Mayor, que también estaban destinados a ser clérigos.

      Todos tenían unas tabletas de pizarra en las que aprendían los números, el abecedario y las declinaciones latinas. Su primera enseñanza eran los salmos, que se aprendían de memoria y podían cantar en un coro, que don Gonzalo había fundado, antes de aprender a escribirlos. Fue un aprendizaje duro, pues el sacerdote no admitía el menor fallo o distracción, de forma que los castigos eran el pan nuestro de cada día.

      —No sales de este cuarto hasta que memorices los diez primeros salmos del salterio –les decía cuando era la hora de salir al huerto y jugar con los primos.

      —Pero si... –intentaban decir los niños.

      —No hay peros que valgan, las cosas se hacen bien y en caso contrario se


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