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El Príncipe. Niccolò MachiavelliЧитать онлайн книгу.

El Príncipe - Niccolò Machiavelli


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sobre las repúblicas porque ya en otra ocasión lo he hecho extensamente. Me dedicaré sólo a los principados, para ir tejiendo la urdimbre de mis opiniones y establecer cómo pueden gobernarse y conservarse tales principados. En primer lugar, me parece que es más fácil conservar un Estado hereditario, acostumbrado a una dinastía, que uno nuevo, ya que basta con no alterar el orden establecido por los príncipes anteriores, y contemporizar después con los cambios que puedan producirse. De tal modo que, si el príncipe es de mediana inteligencia, se mantendrá siempre en su Estado, a menos que una fuerza arrolladora lo arroje de él; y aunque así sucediese, sólo tendría que esperar, para reconquistarlo, a que el usurpador sufriera el primer tropiezo.

      Tenemos en Italia, por ejemplo, al duque de Ferrara, que no resistió los asaltos de los venecianos en 1484 ni los del Papa Julio II en 1510, por motivos distintos de la antigüedad de su soberanía en el dominio.

      Porque el príncipe natural tiene menos razones y menor necesidad de ofender: de donde es lógico que sea más amado; y a menos que vicios excesivos le atraigan el odio, es razonable que le quieran con naturalidad los suyos. Y en la antigüedad y continuidad de la dinastía se borran los recuerdos y los motivos que la trajeron, pues un cambio deja siempre la piedra angular para la edificación de otro.

      Capítulo 3 De los principados mixtos

      Pero las dificultades existen en los principados nuevos. Y si no es nuevo del todo, sino como miembro agregado a un conjunto anterior, que puede llamarse así mixto, sus incertidumbres nacen en primer lugar de una natural dificultad que se encuentra en todos los principados nuevos. Dificultad que estriba en que los hombres cambian con gusto de señor, creyendo mejorar; y esta creencia los impulsa a tomar las armas contra él; en lo cual se engañan, pues luego la experiencia les enseña que han empeorado. Esto resulta de otra necesidad natural y común que hace que el príncipe se vea obligado a ofender a sus nuevos súbditos, con tropas o con mil vejaciones que el acto de la conquista lleva consigo. De modo que tienes por enemigos a todos los que has ofendido al ocupar el principado, y no puedes conservar como amigos a los que te han ayudado a conquistarlo, porque no puedes satisfacerlos como ellos esperaban, y puesto que les estás obligado, tampoco puedes emplear medicinas fuertes contra ellos; porque siempre, aunque se descanse en ejércitos poderosísimos, se tiene necesidad de la colaboración de los «provincianos» para entrar en una provincia. Por estas razones, Luis XII, rey de Francia, ocupó rápidamente a Milán, y rápidamente lo perdió; y bastaron la primera vez para arrebatársele las mismas fuerzas de Ludovico; porque los pueblos que le habían abierto las puertas, al verse defraudados en las esperanzas que sobre el bien futuro habían abrigado no podían soportar con resignación las imposiciones del nuevo príncipe.

      Bien es cierto que los territorios rebelados se pierden con más dificultad cuando se conquistan por segunda vez, porque el señor, aprovechándose de la rebelión, vacila menos en asegurar su poder castigando a los delincuentes, vigilando a los sospechosos y reforzando las partes más débiles. De modo que, si para hacer perder Milán a Francia bastó la primera vez con duque Ludovico que hiciese un poco de ruido en las fronteras, para hacérselo perder la segunda se necesitó que todo el mundo se concertase en su contra, y que sus ejércitos fuesen aniquilados y arrojados de Italia, lo cual se explica por las razones antedichas.

      Desde luego, Francia perdió a Milán tanto la primera como la segunda vez. Las razones generales de la primera ya han sido discurridas; quedan ahora las de la segunda, y queda el ver los medios de que disponía o de que hubiese podido disponer alguien que se encontrara en el lugar de Luis XII para conservar la conquista mejor que él.

      Estos Estados, que al adquirirse se agregan a uno más antiguo, o son de la misma provincia y de la misma lengua, o no lo son. Cuando lo son, es muy fácil conservarlos, sobre todo cuando no están acostumbrados a vivir libres; y para afianzarse en el poder, basta con haber borrado la línea del príncipe que los gobernaba, porque, por lo demás, y siempre que se respeten sus costumbres y las ventajas de que gozaban, los hombres permanecen sosegados, como se ha visto en el caso de Borgoña, Bretaña, Gascuña y Normandía, que están unidas a Francia desde hace tanto tiempo; y aun cuando hay alguna diferencia de idioma, sus costumbres son parecidas y pueden convivir en buena armonía. Y quien los adquiera, si desea conservarlos, debe tener dos cuidados: primero que la descendencia del anterior príncipe desaparezca; después, que ni sus leyes ni sus tributos sean alterados. Y se verá que en brevísimo tiempo el principado adquirido pasa a constituir un solo y mismo cuerpo con el principado conquistador.

      Pero cuando se adquieren Estados en una provincia con idioma, costumbres y organización diferentes, surgen entonces las dificultades y se hace precisa mucha suerte y mucha habilidad para conservarlos; y uno de los mejores y más eficaces remedios sería que la persona que los adquiriera fuese a vivir en ellos. Esto haría más segura y más duradera la posesión. Como ha hecho el Turco con Grecia; ya que, a despecho de todas las disposiciones tomadas para conservar aquel Estado, no habría conseguido retenerlo si no hubiese ido a establecerse allí. Porque, de esta manera, ven nacer los desórdenes y se los puede reprimir con prontitud; pero, residiendo en otra parte, se entera uno cuando ya son grandes y no tienen remedio. Además, los representantes del príncipe no pueden saquear la provincia, y los súbditos están más satisfechos porque pueden recurrir a él fácilmente y tienen más oportunidades para amarlo, si quieren ser buenos, y para temerlo, si quieren proceder de otra manera. Los extranjeros que desearan apoderarse del Estado tendrían más respeto; de modo que, habitando en él, sólo con muchísima dificultad podrá perderlo.

      Otro buen remedio es mandar colonias a uno o dos lugares que sean como llaves de aquel Estado; porque es preciso hacer esto o mantener numerosa tropas. En las colonias no se gasta mucho, y con esos pocos gastos se las gobierna y conserva, y sólo se perjudica a aquellos a quienes se arrebatan los campos y las casas para darlos a los nuevos habitantes, que forman una mínima parte de aquel Estado. Y como los damnificados son pobres y andan dispersos, jamás pueden significar peligro;y en cuanto a los demás, como por una parte no tienen motivos para considerarse perjudicados, y por la otra temen incurrir en falta y exponerse a que les suceda lo que a los despojados, se quedan tranquilos. Concluyo que las colonias no cuestan, que son más fieles y entrañan menos peligro; y que los damnificados no pueden causar molestias, porque son pobres y están aislados, como ya he dicho.

      Ha de notarse, pues, que a los hombres hay que conquistarlos o eliminarlos, porque si se vengan de las ofensas leves, de las graves no pueden; así que la ofensa que se haga al hombre debe ser tal, que le resulte imposible vengarse.

      Si en vez de las colonias se emplea la ocupación militar, el gasto es mucho mayor, porque el mantenimiento de la guardia absorbe las rentas del Estado y la adquisición se convierte en pérdida, y, además, se perjudica e incomoda a todos con el frecuente cambio del alojamiento de las tropas. Incomodidad y perjuicio que todos sufren, y por los cuales todos se vuelven enemigos; y son enemigos que deben temerse, aun cuando permanezcan encerrados en sus casas. La ocupación militar es, pues, desde cualquier punto de vista, tan inútil como útiles son las colonias.

      El príncipe que anexe una provincia de costumbres, lengua y organización distintas a las de la suya, debe también convertirse en paladín y defensor de los vecinos menos poderosos, ingeniarse para debilitar a los de mayor poderío y cuidarse de que, bajo ningún pre- texto, entre en su Estado un extranjero tan poderoso como él. Porque siempre sucede que el recién llegado se pone de parte de aquellos que, por ambición o por miedo, están descontentos de su gobierno; como ya se vio cuando los etolios llamaron a los romanos a Grecia: los invasores entraron en las demás provincias llamados por sus propios habitantes. Lo que ocurre comúnmente es que, no bien un extranjero poderoso entra en una provincia, se le adhieren todos los que sienten envidia del que es más fuerte entre ellos; de modo que el extranjero no necesita gran fatiga para ganarlos a su causa, ya que enseguida y de buena gana forman un bloque con el Estado invasor. Sólo tiene que preocuparse de que después sus aliados no adquieran demasiada fuerza y autoridad, cosa que puede hacer fácilmente con sus tropas, que abatirán a los poderosos y lo dejarán árbitro único de la provincia. El que, en lo que a esta parte se refiere, no gobierne bien perderá muy pronto lo que hubiere conquistado, y aun cuando lo conserve, tropezará con infinitas dificultades y obstáculos.


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