Abogados de ficción. Walter Arévalo-RamírezЧитать онлайн книгу.
aunque la necesidad de expansión de los mercados, inherente al sistema capitalista y a la lucha de intereses entre los Estados capitalistas por posicionarse en el mercado global, fueron factores que propiciaron la expansión imperialista; el derecho internacional facilitó dicha expansión y lo hizo, precisamente, a partir de una serie de doctrinas e instituciones legales creadas por el positivismo (pp. 65-100).
Fue de la mano del concepto de civilización que el positivismo logró dar respuesta a las preguntas sobre quién era soberano y quiénes hacían parte de la sociedad internacional. Es importante señalar que los Estados son los sujetos tradicionales del derecho internacional (Anghie, 2014). La dicotomía entre civilización y barbarie se convirtió en el factor que determinaba que una nación se ubicara dentro o fuera del ámbito del derecho internacional. Únicamente las naciones civilizadas eran reconocidas como sujetos de derechos en el plano internacional. Solo lo que estas naciones hicieran o dejaran de hacer revestía importancia al identificar las prácticas que regulaban las relaciones entre los miembros de la sociedad internacional en tanto comunidad jurídica (Chimni, 2018).
Los pueblos africanos y latinoamericanos fueron construidos por Occidente como comunidades a las que les faltaban elementos suficientes para ser considerados como seres humanos en uso de la totalidad de sus capacidades (Guardiola-Rivera, 2013, p. 78). A las naciones no civilizadas se les consideró como simples objetos del derecho internacional sin personalidad jurídica internacional y como tal con una limitación para interactuar como sujetos de derecho internacional (Anghie, 2004, pp. 82-100; Guardiola-Rivera, 2013, p. 78).
En este contexto, los internacionalistas europeos construyeron nociones excluyentes de soberanía y sociedad internacional sobre la base de la diferencia cultural entre Europa y el mundo no europeo (Anghie, 2004, pp. 56-65; Dussell, 1994, p. 19). En particular, se trataba de un sistema binario fundado en la oposición civilización y barbarie (Obregón, 2012). Por un lado, se encontraba la cultura europea que era concebida como sinónimo de civilización y, por otro, el mundo no europeo, caracterizado como bárbaro y sumido en el atraso. De este modo, para los positivistas, la soberanía era el atributivo exclusivo de las naciones civilizadas. Además, la civilización se convirtió en el parámetro para conferirle a una nación la condición de ser miembro de la sociedad internacional compuesta por naciones civilizadas.
En este sentido, la construcción del incivilizado como el “otro” en el contexto de relaciones entre sujetos y objetos del derecho internacional permitió la creación de divisiones raciales, económicas y sociales a partir de un proyecto colonial-imperialista que consolidó una estructura legal posterior de centros y periferias (Gordon, 2017, p. 59).
El proceso de construcción de la diferencia a través del derecho se dio en dos etapas (Anghie, 2004, p. 37). En la primera, se postulaba la existencia de una brecha entre el mundo europeo y el no europeo sobre la base de diferencias culturales. El resultado de este primer paso era posicionar a este último por fuera de los límites del funcionamiento del derecho. En la segunda, se formulaba una serie de técnicas de gobierno e intervenciones sobre el mundo no europeo para zanjar la brecha. Con esto se pretendía que las naciones bárbaras alcanzaran el estándar de civilización; es decir, el parámetro para que su historia, cultura y raza resultaran compatibles con las creencias y los valores que configuraban la visión eurocentrista del mundo. Ello implicaba determinar el grado de similitud entre las creencias y las instituciones de estas naciones con las del mundo europeo. En palabras de Koskenniemi (2001), “ser civilizados significaba ser iguales a la imagen que los europeos tenían de sí mismos” (p. 135).2
En este sistema binario fundado en la oposición entre civilización y barbarie, la dominación imperialista encontró una justificación revestida de consideraciones legales y de tipo moral: la misión de civilizar (Anghie, 2004, p. 81). Así, por ejemplo, llevar el comercio fue entendido como una acción encomiable que les permitiría a aquellas superar su condición de atraso.3 En particular, de acuerdo con Koskenniemi (2001, p. 130), se trató de un discurso legal excluyente e incluyente al mismo tiempo. Lo primero, porque la alteridad de los no europeos les privaba de poder invocar derechos soberanos ante la incursión europea en sus territorios; y lo segundo, porque, en la misión civilizadora emprendida por Europa, se desarrollaron doctrinas e instituciones legales, tales como el descubrimiento, la ocupación, la figura de los protectorados, los tratados de capitulación o el concepto de terra nullius, o tierra de nadie, que, bajo la concepción ortodoxa del derecho internacional, reflejada en la proposición del miembro del Institut de Droit International (IDI), Ferdinand von Martitz (1839-1922), designa aquel territorio “que no esté bajo la soberanía o protección de Estados que forman la comunidad legal internacional, habitado o no”, y que, por ende, son susceptibles de ocupación efectiva (citado por Koskenniemi, 2001, p. 134). Estas doctrinas e instituciones legales buscaban que las naciones bárbaras pudieran asimilar las instituciones y prácticas culturales de la metrópoli, al tiempo que cumplían un papel instrumental en el avance del imperialismo (Chimni, 2017, p. 493).
La soberanía estaba asociada con ideas europeas de orden social, organización política, desarrollo y progreso. El proyecto de reorganizar el mundo no europeo era la justificación por parte de los Estados europeos de infligir violencia a los pueblos nativos. De igual forma, la adquisición de soberanía por parte de Estados no europeos se hizo en concordancia con los intereses y la cosmovisión europea con una muy tenue conexión respecto de su propia identidad. Por ello, para el mundo no europeo, ingresar en la órbita del derecho internacional significó alienación y subordinación en vez de empoderamiento (Anghie, 2004, pp. 100-108).
En la siguiente sección, presentaremos los principales argumentos de El sueño del celta, del escritor peruano Mario Vargas Llosa y, por otro, La vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera. Ambas novelas retratan los horrores de la explotación colonial y la voracidad con la que el capital transnacional operó en ese contexto.
El sueño del celta
La idea que subyace a la novela El sueño del celta es que, pese a estar separados uno de otro por una distancia de miles de kilómetros, el Estado Libre del Congo y la región del Putumayo en la Amazonía estuvieron unidos por un mismo cordón umbilical (Vargas Llosa, 2010, p. 158). Este vínculo no fue otro que la violencia que caracterizó a la empresa colonial europea de finales del siglo XIX. La novela se centra en las experiencias del cónsul británico Roger Casement como testigo directo de dicha violencia. Como figura histórica, Casement es conocido por haber sido precursor de la defensa de los derechos humanos; un humanista que alzó su voz en contra de los horrores del imperialismo (cf. Porter, 2001). De sus experiencias en el Congo Belga y en la Amazonía, salieron sendos informes elaborados para el Foreign Office del Gobierno británico en los que Casement denunció los vejámenes y sufrimientos a los que eran sometidos quienes habitaban en las zonas de explotación cauchera (cf. Casement, 1904, 1911).
Casement llegó por primera vez a África en 1883. En ese entonces, tenía lugar el llamado reparto de África, es decir, el despojo del continente a manos de las potencias europeas, proceso formalizado mediante la Conferencia de Berlín de 1884 (cf. Anghie, 2004, pp. 90-100; Koskenniemi, 2001, pp. 121-127). También eran tiempos en los que el caucho se estaba consolidando como materia prima indispensable para la producción industrial en Occidente, razón por la cual había una alta demanda de este recurso y una bonanza de su precio en los mercados internacionales (Gómez, 2014, p. 25). A su llegada a lo que pronto se conocería como el Estado Libre del Congo, Casement fungió como un agente del colonialismo. Específicamente, el Casement de ese entonces es descrito en la novela como un joven idealista plenamente convencido de las ventajas de la misión colonizadora europea. Esto queda registrado cuando Casement rememora haber llegado a África para contribuir a emancipar a los grupos locales del atraso, la enfermedad y la ignorancia mediante la apertura de rutas comerciales, la evangelización y la implantación de las instituciones sociales y políticas de Occidente (Vargas Llosa, 2010, p. 35).
Sin embargo, sus convicciones terminan transformándose en horror, vergüenza y arrepentimiento a medida que Casement comienza a ser testigo de la comisión de crímenes atroces que caracterizó el proyecto colonial. En particular, la novela narra el impacto que produjo en Casement ser consciente de las condiciones de opresión y los actos de tortura a los que eran sometidos los grupos