El debate sobre la propiedad en transición hacia la paz. Fernando Vargas ValenciaЧитать онлайн книгу.
2) en estas se plasman las representaciones que sobre los géneros encarnan los sujetos generizados que participan en su formulación; y 3) al ponerse en marcha (implementación) reproducen, afianzan y legitiman las representaciones de género.
No obstante, para comprender cómo operan resulta clave ahondar en las propuestas de Althusser sobre los AIE. Si consideramos que estos se constituyen en dispositivos que son resultado a su vez que contienen la ideología, “prescriben prácticas materiales que interpelan a los individuos de manera que estos terminan aceptando como necesarias las formas de comportamiento que las prácticas requieren por parte de ellos” (Parra, 2017, p. 255). En este orden de ideas, los AIE funcionan como mecanismos de sujeción. La sujeción es condición para la producción de sujetos funcionales al sistema (Althusser, 1988), es decir, para la reproducción de las relaciones de explotación que sostienen al sistema capitalista.
La sujeción a través de los AIE, tal como lo establece De Lauretis (1989), además de emanar del género, ratificarlo, producen y mantienen la diferencia como elemento transversal a la explotación. En su explicación alude a las propuestas de Michele Barret, para quien la ideología de género: 1) opera como el “lugar primario de construcción del género” (p. 13); 2) es elemento central de la división del trabajo y de la reproducción de la fuerza de trabajo; y 3) evidencia la intersección entre ideología y relaciones de producción.
En relación con lo anterior, Maffla (2017) sugiere considerar a las políticas públicas como estrategias estatales de disciplinamiento y control social, las que, en el marco de los procesos de reproducción ampliada de capital, apuntan a la producción de sujetos generizados como condición para una subordinación también generizada a las necesidades del capital.
1.3. Tecnologías de género neoliberales
La serie de desplazamientos productivos ocurrida a finales de la década de los setenta incidió en la recomposición de la división internacional del trabajo. El desplazamiento de “la producción manufacturera hacia las zonas de libre comercio y plataformas exportadoras en el Tercer Mundo” (Escobar, 2007, p. 296) se constituyó en una estrategia para resolver la crisis de sobreacumulación de capital, fuerza de trabajo y mercancías en el centro capitalista. Este aspecto implicó la recomposición de la división sexual del trabajo en los países de la periferia capitalista. Abaratar costos de producción como recurso para incrementar la tasa de ganancia requirió de la “oferta constante de trabajadores dóciles y baratos” (p. 296).
Luxemburgo argumenta que el capitalismo necesita nuevas arenas de consumo y de mercado en las que expandirse (Hartsock, 2006); y, en el capitalismo tardío, la mano de obra que se requiere es una mano de obra que pueda entrar a un mercado de trabajo flexible y precario, que es el que se configura mediante la implementación de los programas de ajuste estructural. Según Hartsock, esta mano de obra debe ser reclutada de las “reservas sociales fuera del dominio del capital” (p. 20). En este contexto, las mujeres, principalmente las de las periferias capitalistas, han sido redescubiertas por el capital internacional.
Mies (1998) señala algunos factores que subyacen a este redescubrimiento: 1) las mujeres se constituyen en la fuerza óptima para la acumulación capitalista a escala mundial dado que su trabajo puede ser pagado a un precio mucho más barato que el trabajo masculino; 2) debido a que las múltiples actividades que realizan las mujeres (incluidas algunas de carácter productivo) no se reconocen como trabajo, su trabajo puede ser más fácilmente degradado; 3) la invisibilización del trabajo de las mujeres está en la base de su no reconocimiento como trabajadoras reales.
Particularmente en el contexto neoliberal, las políticas públicas (otras acciones estatales también) apuntan no solo a incorporar a las mujeres a la producción económica, sino también a producir cierto tipo de feminidades productivas útiles, competitivas y eficientes para al mercado (Cajamarca, 2014). Desde finales de los setenta y mediante una serie de estrategias desplegadas por el Estado y la cooperación al desarrollo, las mujeres han sido integradas a la producción de cultivos comerciales. Los proyectos productivos puestos en marcha en las zonas rurales como condición para el empoderamiento económico de las mujeres han posibilitado su ingreso a la producción de mercancías. Este ingreso no ha sido a partir del reconocimiento de su trabajo (tanto productivo, como reproductivo y comunitario), sino que tiene relación con lo que Mies llama el impulso estatal y privado “al uso productivo del tiempo dedicado al ocio”.
Escobar (2007) propone considerar la incidencia que han tenido las estrategias de mujer y desarrollo (MYD) y género en el desarrollo (GED) en la instrumentalización de las mujeres rurales en función de las demandas capitalistas. En Colombia estos enfoques han permeado el diseño de las políticas para mujer rural y de la incorporación del género a las diversas estrategias de desarrollo rural desde finales de la década de los setenta (Sañudo, 2015). A través de los programas dirigidos a las mujeres rurales, se comenzó a organizar y regular su vida, sus rutinas, sus prácticas y subjetividades (Sañudo, 2015). Este grupo poblacional fue percibido como un sector problemático para el desarrollo, el que debía ser integrado a las dinámicas económicas de manera activa, y bajo esta lógica productivista se apuntaba a que “las mujeres produzcan y se reproduzcan eficientemente” (Escobar, 2007, p. 315).
En este sentido, las tecnologías de género neoliberales corresponderían a una batería de discursos y prácticas que, al sostenerse en la división sexual del trabajo e incidiendo en el campo de las significaciones, se despliegan para ajustar los cuerpos y las subjetividades de hombres y mujeres a las necesidades de acumulación capitalista, actuando a su vez como mecanismos de desposesión, en la medida que se sustentan en la expropiación del trabajo reproductivo y productivo de las mujeres. Al constituirse la división sexual del trabajo en el eje de la estructuración de las sociedades capitalistas, las políticas se sostienen en tal división.
1.4. Acceso y formalización de la tierra y tecnologías de género neoliberales
García (1986) sugiere que las reformas agrarias o la implementación de mecanismos de política pública para facilitar el acceso a la tierra a los productores rurales en los países de América Latina ha tenido como finalidad “la modernización capitalista de la agricultura” y la reorganización productiva de los territorios rurales (p. 79). Dado que los instrumentos estatales de redistribución de la tierra han sido conceptuados de acuerdo con lo que él denomina “ideología desarrollista”, estos han apuntado, entre otros, a la “redefinición de las economías campesinas dentro del modelo vigente de crecimiento agrícola” (p. 76).
En este orden de ideas, el viabilizar el acceso a tierra o su formalización se sitúa como condición para “conservar o incrementar las tasas de acumulación en el campo” a través de la “sobreexplotación de la mano de obra campesina”. Es decir, mediante la adjudicación de este recurso productivo y otros, los Estados transfieren a las unidades económicas campesinas “la responsabilidad en la conservación y reproducción de la mano de obra agrícola” (p. 77); además, tienen a su disposición los recursos para generar, por un lado, los mínimos de subsistencia, aspecto fundamental para “completar el salario agrícola” (García, 1986, p. 77).
Por otra parte, es de considerar que los procesos de reforma agraria implican el despliegue de acciones complementarias, tales como la transferencia de tecnología, programas de acceso a crédito, procesos de extensión y asociatividad del campesinado, y desarrollo de proyectos productivos. En palabras de Castorena (1983), estos operan como dispositivos para la subordinación de las economías campesinas a las necesidades, siempre cambiantes, del modo de producción capitalista (Sañudo y Aguilar, 2018). Así, la tierra supone la condición para que el pequeño productor se vincule a determinadas ramas (reorganización de la producción), especialmente a aquellas que son la base de la industria nacional o para suplir las demandas de los sectores agroexportadores.
León y Deere (2000) indican que la Ley 160 de 1994 tuvo como propósito explícito organizar el mercado de tierras a fin de dar paso a un sector agrícola más competitivo, que pueda participar con éxito en los mercados internacionales.5 En este contexto, la intervención del Estado como regulador del acceso a la tierra se concibe como una medida temporal que sirve de guía para la transición