Derechos humanos emergentes y justicia constitucional. María Constanza Ballesteros MorenoЧитать онлайн книгу.
dichas precisiones.
Este tipo de escepticismo tiene, por lo menos, dos alternativas para su formulación: es posible afirmar que lo riesgoso es la imprecisión de los derechos emergentes o que lo vago e impreciso es la definición jurídica de derechos. En el primer caso, la indeterminación que afecta a los nuevos derechos en cuanto a su titular, objeto, oponibilidad y garantía haría necesario un compromiso de definición, clarificación y armonización que está por hacerse. En este caso, se considera que el reconocimiento jurídico de lo que sería un derecho humano debe hacerse según estos criterios y responder a una exigencia de precisión, conformándose a las condiciones de un sistema normativo vigente. Con todo, de esta manera no se determina cuáles son los contenidos precisos adaptables a estos criterios y socialmente aceptados. Esto implica una recomendación de prudencia, porque siempre que se tenga en cuenta la especificidad y los tiempos del derecho, los derechos emergentes pueden ser precisados e integrados a la jerarquía normativa en vigor. Nada se opone entonces al hecho de que en algún momento puedan ser consagrados, lo cual no implica que merezcan reconocimiento jurídico en todos los casos.
En la segunda alternativa, se cuestionan las definiciones de los derechos que se han propuesto o las precisiones de criterios que se han realizado, en la medida en que incorporan elementos extraños al discurso jurídico tal como se ha venido desarrollando. Por ejemplo, si se considera peligroso reconocer que el Estado sea titular de un derecho al desarrollo, no es tanto porque la titularidad sea indeterminada o imprecisa, sino porque este titular no puede ser admitido respecto del contenido de ciertos derechos y, por ende, conferir al Estado derechos supondría riesgo de conflictos de estos con los derechos de los individuos bajo su jurisdicción e incluso legitimar el totalitarismo (Pelloux, 1981, p. 62). Este argumento solo tiene sentido si el fundamento jurídico de los derechos presupone una idea del derecho vinculada a ciertos derechos. El derecho se orienta a ciertos derechos y tiene una finalidad sustancial, por ejemplo, “la autonomía y la independencia personal” vinculadas con la dignidad humana, aunque no se deja de plantear su trascendencia frente a las ideologías y los conflictos sociales. Sin embargo, en este caso, los criterios jurídicos para fundamentar los derechos no son puramente formales, pues están determinados por la prioridad reconocida a ciertos derechos cuya aceptación social, en especial por la comunidad jurídica, es menos problemática. Se trata, por supuesto, de los derechos civiles o libertades individuales, las prerrogativas del individuo frente al Estado en la tradición liberal. Ahora bien, este tipo de escepticismo frente a los derechos emergentes encuentra respaldo en un argumento de carácter circular que no se explicita y que consiste en combinar —bajo los criterios de los derechos “subjetivos”— una definición funcional de los derechos y su fundamentación jurídica vinculada con un sistema normativo, de una parte; y, de la otra, una definición sustantiva de lo que sería un verdadero derecho humano y la legitimidad del reconocimiento social del que disfruta. Esta situación no sorprende, si se tiene presente que la fundamentación tradicional de ciertos derechos establecidos se ha debilitado. En este caso, el escepticismo es una estrategia discursiva que sustituye los argumentos que en un principio se consideraban sólidos o creíbles. Se recurre a la efectividad del derecho y de los derechos adquiridos, y se resaltan las consecuencias prácticas de las trasformaciones del orden existente, porque el simbolismo que lo sustenta ya está formalizado.
Por lo demás, conviene indicar que el rechazo al surgimiento de nuevas categorías de derechos no es algo nuevo; se ha planteado —y aún se sigue planteando— frente a los derechos económicos y sociales[9]. En este caso, como en el de los derechos emergentes, no se critica tanto la legitimidad moral o política de las reivindicaciones por la igualdad y la justicia social, sino la pretensión de hacer de ellas el objeto de unos derechos jurídicamente obligatorios, porque esto se considera impracticable, costoso y, por ende, muy difícil de llevar a cabo. Las consecuencias son entonces las mismas: confusión entre derechos e ideales, banalización al invertirse la relación entre unos y otros, pérdida de legitimidad de las libertades individuales, crisis de confianza en el derecho y riesgos de totalitarismo. Con base en este tipo de razones, Friedrich Hayek (2014) afirma que los nuevos derechos, esto es, los derechos sociales, no podrían ser exigibles jurídicamente sin destruir al mismo tiempo aquel orden liberal al que los viejos derechos civiles apuntan (p. 451). De la misma manera, se considera que estos derechos no cumplen con los criterios jurídicos que se han propuesto para definir los “verdaderos” derechos. Es así como, respecto a la titularidad, se afirma que los auténticos derechos son solo aquellos que corresponden al individuo como concepto universal, mientras que los derechos sociales se refieren a categorías sociales particulares o a los individuos incorporados en grupos sociales específicos (desempleados, menores de edad, minorías de género, etc.). Asimismo, en cuanto a su contenido, los derechos sociales no parecen ser realizables, como sería el caso del derecho al trabajo o el derecho a la salud, porque confunden los fines (la salud, el trabajo) con los medios (el acceso a los servicios médicos, las políticas de creación de empleo). Además, los mecanismos para su realización y protección pueden ser poco efectivos, o incluso su eficacia sería al precio de una desnaturalización del Estado de derecho, y se convertirían así en un instrumento del poder establecido[10].
Todo ello demuestra que, como sucede con el escepticismo frente a los derechos emergentes, las críticas contra los derechos sociales presuponen lo que buscan demostrar: una jerarquía particular de los derechos. Estas críticas —referidas a la dificultad de definir los titulares, el contenido y la garantía de los derechos sociales— solo permiten establecer una diferencia de fondo entre estas aspiraciones, y los derechos y libertades individuales en la medida en que estos últimos son incorporados en la definición “auténtica” de derechos. Si por el contrario, respecto de la titularidad, no se confunde la universalidad (esto es, la extensión de un derecho) con su importancia; o, respecto de su garantía, se constatan los costos de las libertades individuales tanto como los de los derechos sociales, se da entonces que las diferencias son ante todo diferencias de grado. Los dos tipos de derechos, en vez de ser incompatibles, son complementarios; y los conflictos entre ellos podrían resolverse dentro del ordenamiento jurídico sin que ello suponga un riesgo para el Estado de derecho. Los criterios jurídicos presupuestos para definir un “verdadero” derecho no serían definitivos, a no ser que se prejuzgue una definición sustantiva y se confunda la forma con el fondo. Por consiguiente, si como lo explica Rodolfo Arango (2005):
[…] se distingue por lo general entre derechos fundamentales negativos (derechos de libertad) y derechos fundamentales positivos (por ejemplo, derechos sociales fundamentales) […], esta distinción no se refiere al contenido del concepto de los derechos fundamentales, sino a su alcance. Ambas subclases han de adscribirse a la clase general de los derechos fundamentales. (pp. 333-334)
Los derechos humanos emergentes tienen estas mismas posibilidades de articulación con los demás derechos[11]. Así como los derechos sociales respondieron a circunstancias y necesidades que los derechos de libertad no podían afrontar, los derechos emergentes responden a las profundas transformaciones que ha tenido la vida humana en los últimos decenios, sin que esto suponga una oposición entre estos y las demás categorías de derechos. Los nuevos derechos aparecen porque el reconocimiento de los derechos inherentes a la persona humana constituye un proceso en constante evolución y revisión, que se despliega de acuerdo con las necesidades y demandas de lugares y tiempos determinados. Los derechos humanos no corresponden a una construcción estática a partir de una teoría ética aplicable a la naturaleza humana en abstracto, sino a una teoría ética centrada en los valores que sustentan cada tipo de derechos. Por lo tanto, los derechos tienen un origen y un desarrollo histórico, de manera que su proclamación no es definitiva, como tampoco lo son su evolución y sus finalidades (Bondia, 2014, p. 63-64; Rodríguez Palop, 2010, pp. 89-90). Con esto, el concepto de dignidad humana se revitaliza, pues no corresponde a una abstracción que se basa en una noción sustantiva absoluta, sino a un concepto que, en palabras de Ernst Tugendhat (1997), se refiere a “las condiciones en las que vive una persona [que] son dignas precisamente cuando cumplen la condición mínima de que puede ejercer sus derechos y que en este sentido puede llevar una existencia específicamente ‘humana’ y ‘humanamente digna’” (p. 348).
Esta reconfiguración del concepto de dignidad humana se realiza en el contexto de una