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Episodios Nacionales: El 19 de marzo y el 2 de mayo. Benito Pérez GaldósЧитать онлайн книгу.

Episodios Nacionales: El 19 de marzo y el 2 de mayo - Benito Pérez Galdós


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hasta lo sumo el mohín lacrimoso de su rostro, así como la apretura de sus abrazos, y luego que ambos hubieron desahogado sus amantes corazones, saludaron a D. Celestino, quien no pudo menos de derramar algunas lágrimas al ver tal explosión de sensibilidad. Por mi parte de buena gana habría correspondido con bofetones a los abrazos con que estrujaban a Inés aquellos gansos, cuya descripción no puedo menos de considerar ahora como indispensable.

      D. Mauro Requejo era un hombre izquierdo. Creo que no necesito decir más. ¿No habéis entendido? Pues lo explicaré mejor. ¿Ha sido la naturaleza o es la costumbre quien ha dispuesto que una mitad del cuerpo humano se distinga por su habilidad y la otra mitad por su torpeza? Una de nuestras manos es inepta para la escritura, y en los trabajos mecánicos sólo sirve para ayudar a su experta compañera, la derecha. Esta hace todo lo importante; en el piano ejecuta la melodía, en el violín lleva el arco, que es la expresión, en la esgrima maneja la espada, en la náutica el timón, en la pintura el pincel: es la que abofetea en las disputas; la que hace la señal de la cruz en el rezo y la que castiga el pecho en la penitencia. Iguales disposiciones tiene el pie derecho; si algo eminente y extraordinario ha de hacerse en el baile, es indudable que lo hará el pie derecho; él es también el que salta en la fuga, el que golpea la tierra con ira en la desesperación, el que ahuyenta al perro atrevido, el que aplasta al sucio reptil, el que sirve de ariete para atacar a un despreciable enemigo que no merece ser herido por delante. Esta superioridad mecánica, muscular y nerviosa de las extremidades derechas se extiende a todo el organismo: cuando estamos perplejos sin saber qué dirección tomar, si el cuerpo se abandona a su instinto, se inclinará hacia la derecha, y los ojos buscarán la derecha como un oriente desconocido. Al mismo tiempo en el lado siniestro todo es torpeza, todo subordinación, todo ineptitud: cuanto hace por sí resulta torcido, y su inferioridad es tan notoria, que ni aun en desarrollo puede igualar al otro lado. La mitad de todo hombre es generalmente más pequeña que la otra: para equilibrarlas, sin duda, se dispuso que el corazón ocupara el costado izquierdo.

      Hemos hecho tan fastidiosa digresión para que se comprenda lo que dijimos de D. Mauro Requejo. Los dos lados de aquel hombre eran dos lados izquierdos, es decir, que todo él era torpe, inepto, vacilante, inhábil, pesado, brusco, embarazoso. No sé si me explico. Parecía que le estorbaban sus propias manos: al verle mirar de un lado para otro, creeríase que buscaba un rincón donde arrojar aquellos miembros inútiles, cubiertos con guantes sin medida, que quitaban la sensibilidad a los oprimidos dedos, hasta el punto de que su dueño no los conocía por suyos.

      Habíase sentado en el borde de la silla y sus piernas pequeñas y rígidas, no eran los miembros que reposan con compostura: extendíase a un lado y otro como las dos muletas que un cojo arrima junto a sí. Ya no le servían para nada, sino para arrastrar de aquí para allí los pesados pies. Al quitarse el sombrero, dejándolo en el suelo, al limpiarse el sudor con un luengo pañuelo de cuadros encarnados y azules, parecía el mozo de cuerda que se descarga de un gran fardo. La buena ropa que vestía no era adorno de su cuerpo, pues él no estaba vestido con ella, sino ella puesta en él. En cuanto a los guantes, embruteciéndole las manos, se las convertían en pies. A cada instante se tocaba los dijes del reló y los encajes de las chorreras para cerciorarse de que no se le habían caído; pero como tras la gamuza había desaparecido el tacto, necesitaba emplear la vista, y esto le hacía semejante a un mono que al despertar una mañana se encontrase vestido de pies a cabeza.

      Su inquietud era extraordinaria, como la de un cuerpo mortificado por infinito número de picazones, y cada pliegue del traje debía hacer llaga en sus sensibles carnes. A veces aquella inerte manopla de ante amarillo rellena de dedos tiesos e insensibles, partía en dirección del sobaco o de la cintura con la ansiosa rapidez de una mano que va a rascar; pero se contenía subiendo a acariciar la barba recién afeitada. También movía con frecuencia el cuello, como si algún bicho extraño agarrado a su occipucio juguetease en el pescuezo entre el pelo y la solapa. Era el coleto encebado que irreverentemente se metía entre piel y camisa, o escarbaba la oreja. La mano de ante amarillo se alzaba también en aquella dirección; pero también se detenía pasando a frotar la rodilla.

      La cara de D. Mauro Requejo era redonda como una muestra de reló: no estaba en su sitio la nariz, que se inclinaba del un hemisferio buscando el carrillo siniestro que por obra y gracia de cierto lobanillo era más luminoso que su compañero. Los ojos verdosos y bien puestos bajo cejas negras y un poco achinescadas, tenían el brillo de la astucia, mientras que su boca, insignificante si no la afearan los dos o tres dientes carcomidos que alguna vez se asomaban por entre los labios, tenía todos los repulgos y mohínes que el palurdo marrullero estudia para engañar a sus semejantes. La risa de D. Mauro Requejo era repentina y sonora: en la generalidad de las personas este fenómeno fisiológico empieza y acaba gradualmente, porque acompaña a estados particulares del espíritu, el cual no funciona, que sepamos, con la rigurosa precisión de una máquina. Muy al contrario de esto, nuestro personaje tenía, sin duda, en su organismo un resorte para la risa, de la cual pasaba a la seriedad tan bruscamente como si un dedo misterioso se quitara de la tecla de lo alegre para oprimir la de lo grave. Yo creo que él en su interior pensaba así, «ahora conviene reír»; y reía.

      IV

      Era imposible decir si doña Restituta sería más joven o más vieja que su hermano: ambos parecían haber pasado bastante más allá de los cuarenta años, pero si en la edad se asemejaban, no así en la cara ni el gesto, pues Restituta era una mujer que no se estorbaba a sí misma y que sabía estarse quieta. Había en ella si no fineza de modales, esa holgada soltura, propia de quien ha hablado con gente por mucho tiempo. Comparando a aquellas dos ramas humanas de un mismo tronco, se decía: «Mauro ha estado toda la vida cargando fardos, y Restituta midiendo y vendiendo; el uno es un sabandijo de almacén y la otra la bestiezuela enredadora de la tienda».

      Alta y flaca, con esa tez impasible y uniforme que parece un forro, de manos largas y feas, a quien el continuo escurrirse por entre telas había dado cierta flexibilidad; de pelo escaso, y tan lustrosamente aplastado sobre el casco, que más parecía pintura que cabello; con su nariz encarnadita y algo granulenta, aunque jamás fue amiga de oler lo de Arganda; la boca plegada y de rincones caídos, la barba un poco velluda, y un mirar así entre tarde y noche, como de ojos que miran y no miran. Restituta Requejo era una persona cuyo aspecto no predisponía a primera vista ni en contra ni en favor. Oyéndola hablar, tratándola, se advertía en ella no sé qué de escurridizo, que se escapaba a la observación, y se caía en la cuenta de que era preciso tratarla por mucho tiempo para poder hacer presa con dedos muy diestros en la piel húmeda de su carácter, que para esconderse poseía la presteza del saurio y la flexibilidad del ofidio. Pero dejemos estas consideraciones para su lugar, y por ahora, conténtense Vds. con oír hablar a los tíos de Inés.

      – Este estaba tan impaciente por venir – dijo Restituta, señalando a su hermano, – que con la prisa nos fue imposible traer alguna cosita como hubiéramos deseado.

      D. Celestino les dio las gracias con su amable sonrisa.

      – Tenía tanta impaciencia por venir a ver esas tierras – dijo D. Mauro, – que… y al mismo tiempo el alma se me arrancaba en cuajarones al pensar en mi querida sobrinita, huérfana y abandonada… porque las tierras, Sr. D. Celestino, no son ningún muladar, Sr. D. Celestino, y me han costado obra de trescientos cuarenta y ocho reales, trece maravedíes, sin contar las diligencias ni el por qué de la escritura. Sí señor; ya está pagado todo, peseta sobre peseta.

      – Todo pagado – indicó doña Restituta mirando uno tras otro a los tres que estábamos presentes. – A este no le gusta deber nada.

      – ¡Quiten para allá! Antes me dejo ahorcar que deber un maravedí – exclamó D. Mauro, llevando la manopla a la garganta, oprimida por el corbatín.

      – En casa no ha habido nunca trampas – añadió la hermana.

      – A eso deben Vds. el haber adelantado tanto – dijo D. Celestino.

      – La suerte… eso sí: hemos tenido suerte – dijo Requejo. – Luego, esta es tan trabajadora, tan ahorrativa, tan hormiguita…

      – Pero todo se debe a tu honradez – añadió Restituta. – Sí, créanlo Vds., a su honradez. Este tiene tal fama entre los comerciantes, que le entregarían


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