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Episodios Nacionales: El equipaje del rey José. Benito Pérez GaldósЧитать онлайн книгу.

Episodios Nacionales: El equipaje del rey José - Benito Pérez Galdós


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de España Fernando VII… Ya sabes por qué he servido a José: me moría de hambre y acepté sus banderas. Tal vez hice mal, pero las juré y tras ellas voy a donde me lleven. Eso de gritar hoy Bonaparte y mañana Fernando, como hacen muchos, no entra en mi sistema. Sirvo a José sin entusiasmo; pero con lealtad.

      – ¡José, José – exclamó Bragas alzando la voz, – es un borracho! No se tiene lealtad con los borrachos.

      – A ti y a mí nos ha dado de comer. Los dos nos encontrábamos en Madrid bastante perdidos y derrotados. Mi tío me colocó en el regimiento de jurados, lo que fue muy fácil, porque nadie quería entrar en él. Tu colocación parecía más difícil; pero tanto lloraste y gimoteaste ante el conde de Cabarrús, que el buen señor, considerando que eres hijo de su criado, diote a roer ese hueso de la covachuela. Para conseguirlo, te fingiste entusiasmado con el fraternal gobierno de Bonaparte, ¡y qué memoriales le echabas!… ¡cuántas resmas embadurnaste con lamentos y suspiros!… Para que todo no fuera música y palabrillas vanas, te aplicaste el oficio de dar vítores y palmadas en la calle siempre que el Rey pasaba, y gritar «¡Mueran los madripáparos!».

      – ¡Mentira, mentira! – exclamó Juan Bragas, cuyo rubor no podía distinguirse a causa de la oscuridad de la noche. – ¿De dónde has sacado tales invenciones?

      – Verdad, verdad pura, digo yo – continuó Monsalud, – como también lo es que te daban obra de tres reales por función, quiero decir por cada carrera detrás del coche de Pepe Botellas, gritando y vitoreándole. Ello es que si te desgañitaste, ganando aquella ronquera que te puso en peligro de callar para siempre en la sepultura, en cambio recibiste el destino que tienes, el cual verdaderamente no es mucho premio para tanto batir palmas y asordar a la gente con los vivas.

      – Salvador, Salvador, mira que me incomodo – dijo Bragas con voz balbuciente, señal de que le ponía colérico el verídico retrato que su amigo diestramente trazaba. – Cualquiera que te oiga ¿qué pensará de mí?

      – Ahora quieres pasar por hombre formal. Vas muy serio y finchado por la calle, entras en la covachuela dando taconazos, y cualquiera supondría que dentro de ese casacón que compraste en el Rastro, va un Consejero de Indias.

      – Si no va todavía, irá con el tiempo, señor mío.

      – Y como parece que el Rey José y los franceses y los jurados se marchan para siempre, quieres hacer olvidar que te colocó el conde Cabarrús… Ahora es preciso empecinarse, señor Juan Bragas, como se empecinó su merced durante el tiempo en que evacuaron la villa los franceses y la ocuparon los aliados después de la batalla de los Arapiles.

      – Amigo Monsalud – gruñó el otro, – yo soy dueño de hacer mi santa voluntad ahora y siempre. Sé donde me aprieta el zapato, y cada uno tiene su alma en su almario. Tú mismo que ahora te la echas de hombre recto y puntilloso estás esperando a que los franceses salgan de aquí para desertar de sus filas y pasarte a los españoles, lo cual es muy meritorio y por extremo patriótico; que no hay gloria más envidiable que servir a la patria, ni deshonra que se compare a la de ayudar al enemigo contra nuestros hermanos. Y ahora que los franceses van de capa caída y parece que huyen vencidos, el heroísmo consiste en volverles la espalda.

      – Eso no lo haré yo – dijo con energía Monsalud, – que cuando entré a servirles lo hice por mi voluntad.

      – Pues no te podrás quitar de encima la nota de traidor – indicó con energía Bragas, – que traidores son los que sirven al enemigo de la patria. ¿No te da vergüenza de vestir ese uniforme?

      Cuando esto decía, habían entrado en la calle de Toledo y tomaban por la derecha la embocadura de la Cava-Baja, donde tenía su residencia el Sr. Monsalud senior, tío de nuestro héroe. Por las noches Salvador solía hacer parada en casa de su tío, antes de encerrarse en el cuartel, y acompañábale generalmente Bragas, atraído por un olorcillo de una regular cena que allí se aderezaba y el reclamo de una animada tertulia.

      – Veremos qué piensa mi tío de estas cosas – dijo Monsalud. – Él es un afrancesado rabioso, y desde que el conde de España le mandó dar de palos en Salamanca, no cesa de decir que ahorcaría a todos los empecinados si estuviere en su mano.

      No había concluido Monsalud de decir lo antecedente, atravesando la plazoleta que llaman Puerta Cerrada, aunque no hay allí puerta alguna abierta ni entornada, como no sean las de las casas, cuando muchas de las gentes reunidas junto a las tiendas, y el gran número de majos, chulillos y muchachos desvergonzados que por allí discurrían, fijaron su atención en los dos jóvenes, y principalmente en el sargento de la guardia, cuyo uniforme a cien leguas le denunciara como servidor del rey entrometido.

      – Parece que nos miran – dijo Monsalud, – y nos señalan. ¿Llevamos algo de particular?

      – Es que la gente está alborotada… – balbució Bragas, temblando de miedo. – Llevas uniforme de la guardia jurada… Ese traje es muy aborrecido en Madrid, y con razón, con muchísima razón… No creas que te van a defender tus amigos. Ocupados de su viaje, no se cuidan de niñerías, y lo mismo les importará que te insulten o que no. Los franceses desprecian a los traidores que les sirven, como los despreciamos los españoles.

      Iba a contestar Monsalud, cuando de un grupo de holgazanes que sostenía la esquina de la Cava-Baja salieron voces de a ese, a ese, y luego un murmullo de risas insolentes. Monsalud se paró en medio de la calle, y volviéndose a los del grupo les miró cara a cara, esperando que alguno pasase de las palabras a las obras. En el mismo instante, varias pelotas de lodo, arrojadas por los chiquillos, se aplastaron en su pecho, salpicándole la cara.

      El populacho es algunas veces sublime, no puede negarse. Tiene horas de heroísmo, en virtud de extraordinaria y súbita inspiración que de lo alto recibe; pero fuera de estas horas, muy raras en la historia, el populacho es bajo, soez, envidioso, cruel y sobre todo cobarde. Todos los vencidos sufren más o menos la cólera de esta deidad harapienta que por lo común no sale de sus madrigueras sino cuando el tirano ha caído. Si no le supo exterminar con su iniciativa y su fuerza, casi siempre se da el gustazo de rociarle con su fango; y a todas las instituciones o personas que caen por el esfuerzo de campeones de otra esfera más alta, el populacho les pone su ignominioso sello de inmundicia. La libertad y las caenas, a quienes alternativamente aduló, han visto sobre sí en el momento terrible a la furia inmunda que les escupía. Como la hiena, es intrépida con los muertos.

      Casi desguarnecida Madrid de tropas francesas, pues muchas habían ido saliendo desde mediados de Mayo; dispuesto todo para marchar las últimas en la madrugada del siguiente día 27, el enemigo, puesto un pie en el estribo, no se cuidaba ya de hacer cumplir las reglas de policía. El estado de la guerra y la comprometida situación de José junto al Ebro, confirmaban a aquel en su idea de que la ocupación de España iba a tener fin; mas si estaban indiferentes y aun alegres los franceses, los españoles comprometidos con ellos, no cabían en su pellejo de puro azorados y medrosos. A muchos de estos insultó la plebe en diversos puntos, y algunos aterrados algunos al ver el desamparo en que quedaban, desertaron para acogerse de nuevo a las banderas de la patria.

      Se comprenderá, pues, que la situación de Monsalud frente a los respetables varones del populacho matritense, no era muy lisonjera. Ciego de enojo, con el rostro encendido y la voz balbuciente, echó mano a la empuñadura del sable gritando:

      – Al que se me acerque, lo atravieso.

      Y capaz era de hacerlo como lo decía, lo cual fue sin duda conocido por el egregio concurso de la esquina, no habiendo entre todos ellos uno solo que se destacase del grupo para hacer frente al irritado mancebo. Viendo este que con ser tantos, no pasaban a vías de hecho, siguió su camino; pero los disparos de lodo se repitieron de tal modo por la cohorte infantil, que Monsalud sin hacer uso del arma, corrió tras uno de aquellos angelitos de arroyo para castigar su desvergüenza. Antes que llegara a atraparle, lo que no osaron tantos hombres, atreviose a hacerlo una mujer, la cual cuadrándose marcialmente ante Salvador y desafiándolo del modo más varonil con ojos, gestos, manos y la cortante y ponzoñosa lengua, le dijo:

      – ¡Eh! so estandarte, si toca Vd. al muchacho no tendrá tiempo de encomendarse a Dios. Si el angelito le roció, es porque puede hacerlo, y para eso y mucho


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