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Episodios Nacionales: Memorias de un cortesano de 1815. Benito Pérez GaldósЧитать онлайн книгу.

Episodios Nacionales: Memorias de un cortesano de 1815 - Benito Pérez Galdós


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de buen decir, siendo su lenguaje, así como sus ideas, de hombre campechano y rudo. Hacía gala de ignorancia. Carlos III, ante quien los ayos de D. Antonio se alzaron en queja, lamentando la desaplicación del niño, dijo: «si el infante no quiere estudiar, que no estudie», y el chico lo hizo al pie de la letra. Cuando fue grande se dedicó a los libros… quiero decir que era encuadernador.

      Sí; encuadernaba primorosamente, hacía jaulas y tocaba la zampoña, artes de gran utilidad y nobleza en un hijo de reyes. Su fisonomía era inocentona, y cuantos le veían juzgábanle bueno. En su edad madura aprendió a conspirar. Conspiró en Aranjuez para echar a Godoy y destronar a su hermano. Conspiró en Valencia y en todo el camino de Valencey a Madrid para dar el golpe a la Constitución. Últimamente había descuidado la zampoña y las jaulas y metídose a repúblico, mostrándose tan entusiasta que su cuarto era, como si dijéramos, el gabinete de las piadosas relaciones o la primera instancia de las comisiones del Estado. La Inquisición restablecida, el decreto contra los afrancesados, el que dispuso la devolución a los frailes de los bienes vendidos, fueron primero ¡oh Providencia!, huevecillos que al calor de aquella reunión y bajo las alas del infante, se abrieron para echar al mundo arrogantes polluelos. ¡Cuántas medidas benéficas salieron de allí! ¡Cuántos hombres modestos y oscuros se dieron a conocer por tal medio! ¡Cuántas grandezas dio a luz la famosa tertulia, en que resplandecían astros tan brillantes como D. Pedro Gravina, el célebre nuncio a quien dio los pasaportes la Regencia de Cádiz, el duque del Infantado, general que tenía la mejor mano del mundo para perder todas las batallas en que se encontraba, el famoso canónigo Escóiquiz, a quien Napoleón tiraba de las orejas, y mi buen Ostolaza, del cual ya he dicho todo cuanto hay que decir!

      ¡Qué hombres tan eminentes! ¡Cuán agradable era su conversación, cuán ameno su trato, sin dejar de ser provechoso, por las muchas enseñanzas útiles que a cada instante caían como celestial maná de aquellas insignes bocas! No se crea que el Nuncio D. Pedro Gravina nos aburría con teologías ni palabrotas de moral cristiana: por el contrario, era el hombre más salado del mundo para idear persecuciones, y su agudo ingenio nos tenía siempre con la felicitación en los labios.

      El duque del I… era otro que tal. ¡Cuántas grandezas podrían contarse de aquel insigne prócer y guerrero! Acaudillando nuestras tropas en la guerra de la Independencia, tuvo la amargura de verlas derrotadas. Como político, aunque en Cádiz le calumniaron, suponiéndole algo liberal, bien puede asegurarse que era más realista que el Rey. En 1815 ocupaba uno de los primeros puestos de la nación, la presidencia del Real Consejo de Castilla. Había que ver su llaneza en todo lo que no fuera del oficio. ¡Excelente señor! ¡Cuántas veces le vi en un palco del teatro del Príncipe, acompañado de Pepa la Malagueña!

      En la tertulia del infante era el noticiero mayor, por lo cual siempre que entraba, decíamos: «Ahí viene la Gaceta de Holanda». No faltaban nunca nuevas de importancia que nos sirvieran de placentera distracción, tales como un nuevo cargamento de presos para Filipinas o el buen éxito de las comisiones militares en provincias, y el inimitable celo con que Negrete sentaba la mano a los liberales de Andalucía.

      Escóiquiz criticaba mucho al gobierno porque no era bastante enérgico y consentía que un Macanaz soñase con resucitar las Cortes, aunque vestidas a la antigua. Ostolaza y yo hacíamos un espurgo de todos, absolutamente de todos los individuos que figuraban por aquellos días. Señalábamos los que nos parecían buenos a carta cabal, los tibios o fililíes y los sospechosos a quienes precisaba quitar de en medio lo más pronto posible. Aquí era donde yo me lucía, porque se me ocurrían invenciones tan peregrinas para echar por tierra a cualquier señorón de los más trompeteados, sin hacer ruido ni ofenderle descubiertamente, que se embobaban oyéndome. Bien pronto llegué a hacerme tan importante en la pequeña corte del infante, que este mismo, siempre que se hablaba de algo referente a zancadillas en proyecto o quiebros por realizar, me miraba atentamente para conocer mi opinión antes de emitir la suya.

      ¡Y cuidado si era sabio el príncipe! Como que la Universidad de Alcalá le hizo doctor de golpe y porrazo, dándole patente de Aristóteles. Nombrole el Rey poco después gran almirante de sus escuadras, por cuyo motivo, aunque nunca había visto el mar, diose al estudio de la náutica, y en la conversación corriente encajaba términos de marina, diciendo con mucho énfasis: «Las cosas van viento en popa», o bien «echaremos a pique a los liberales».

      Yo crecía en favor, en importancia, en poder de día en día. Eran tantos los asuntos delicados, espinosos y resbaladizos que se me confiaban, que me vi obligado a valerme de agentes. ¡Y cómo me festejaban y mimaban los grandes señores, sin dejarme nunca de la mano! Todo era «Pipaón acá, Pipaón allá», y a cualquier hora Pipaón para todo.

      Pues ¿y las peticiones de destinos? Como las minutas que yo extendía en la tertulia del infante, pasaban muy bien recomendadas a manos de quien sabía despacharlas con gran primor, no había candidato que no cuajase, ni ahijado mío que no se viese en camino de papa o senescal desde que yo le tomaba por mi cuenta. Así es que llovían las peticiones. Las cartas entraban en mi casa por almudes, no siempre solas, en verdad, sino a menudo acompañadas del bocadito, de la caja de cigarros, del tarro de dulce. Siempre que iba a mi vivienda encontrábala tan atestada de hambrones menudos, como portería de convento en tiempos de miseria.

      Yo procuraba quitarme de encima tanto gorrón holgazán que, cual enjambre de langosta, caía o anhelaba caer sobre la Real Hacienda; pero son los pretendientes como las moscas, que cuanto más las sacuden más se pegan. A muchos coloqué; pero como el frecuente ir y venir de oficina en oficina me obligaba a gastar mucho tiempo y no pocos zapatos, discurrí que era preciso hacer que los interesados me indemnizaran módicamente de aquellas pérdidas.

      Cuando se me presentaba alguno en cuya facha conocía yo que era hombre de posibles, mayormente si venía de provincias con cierto cascarón de inocencia, le recibía cordialmente, conferenciábamos a solas, le persuadía de la necesidad de tapar la boca a la gente menuda de las oficinas, conveníamos en la cantidad que me había de dar, y si se brindaba rumbosamente a ello, cogía su destino. Siempre era una friolera, obra de diez, doce o veinte mil reales lo que cerraba el contrato, menos cuando se trataba de una canonjía, pensión sobre encomienda u otro terrón apetitoso, en cuyo caso había que remontarse a cifras más excelsas. Si nos arreglábamos, se depositaba la cantidad en casa de un comerciante que estaba en el ajo, y después yo me entendía con los superiores, si no me era posible despachar el negocio por mi propia cuenta.

      Asunto era este delicadísimo y que exigía grandes precauciones. Por no tomarlas y fiarse de personas indiscretas, no dotadas de aquella fina agudeza a pocos concedida, cayó desde la altura de su poltrona a la ignominia de un calabozo un célebre ministro de Gracia y Justicia.

      VII

      Con estas y otras artimañas iba yo viento en popa como diría el infante. Era tan considerable el número de mis amigos, que no acertaba a contarlos.

      Seguía en buenas relaciones con mi antiguo protector D. Buenaventura, pero ni este se atrevía a ocuparme en viles menesteres, ni yo lo habría consentido. Despachábamos juntos y mano a mano algunos asuntos delicados, tocantes al Real Consejo, porque ha de saberse que el D. Ventura, desde que cuajara el despotismo y se restableciera el régimen antiguo, alcanzó la plaza de camarista, por la cual tenía antojos el pobrecito señor desde su mocedad, o casi desde el vientre materno. ¡Oh! ¡Ningún arrimo se puede comparar al arrimo del Real Consejo y Cámara! Daba gana de dormir en aquellos sillones, bajo aquellos techos eminentes, en medio de aquella paz, de aquel reposo, de aquella estabilidad inalterable, de aquella majestuosa petrificación de los siglos, de aquel silencio, sólo turbado por los estornudos de algún camarista y el ruido de los viejos, polvorosos y amarillos folios cuando la flaca, la rapante mano del escribano los volvía. Era una tumba para el mundo y un paraíso para los que estaban dentro… Para el reino la muerte, para los privilegiados dulce y reposada vida.

      – «No hay institución más sabia que esta del Consejo – me decía D. Buenaventura, con aquel entusiasmo que ponía siempre en sus palabras, al hablar de las cosas venerandas, sublimadas por los siglos. – Eso de que no pueda moverse un dedo en todo el reino sin que nosotros entendamos de ello, es admirable para el buen concierto de las Españas y sus Indias. Nuestra sala de Alcaldes es un primor. Con ser tan pequeña todo lo abraza. Sin que


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