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Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado. Benito Pérez GaldósЧитать онлайн книгу.

Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado - Benito Pérez Galdós


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de su rostro, asemejándose a Satanás cuando padece un ataque de nervios, si es que el ministro de la eterna sombra experimenta iguales debilidades que las damas del mundo visible; desenvainaba su sable, volvíalo a envainar, frotábase las anchas manos con tal presteza que causaba asombro que no despidieran chispas; se acomodaba en la cabeza el mugriento pañizuelo y la gorrilla, se apretaba el cinto y profería vocablos ya patrióticos, ya indecentes, mezclados con blasfemias usuales y aforismos de guerra.

      Las avanzadas de los franceses aparecieron en el camino real.

      – ¡Con cuánta confianza vienen! – dijo mosén Antón. – Esos bobalicones no aprenden nunca. No flanquean la marcha. ¿Ven ustedes columnas volantes en las alturas?

      – Por este lado – dijo Viriato – se ven brillar algunos cañones de fusil.

      – Retirémonos abajo – dijo Trijueque. – Dejémosles entrar tranquilamente en el pueblo.

      Poco después de esto, la partida marchaba despacio y con orden admirable por una senda de escasa pendiente que conducía faldeando el cerro en repetidas vueltas al lugar de Grajanejos. Mosén Antón dispuso que una parte de la fuerza se escondiese en el carrascal, adelantándose con toda precaución para no ser vista ni oída. El resto marchó adelante.

      – Mucho silencio – dijo Sardina, – mucho silencio. Cuidado no se escape algún tiro… Al que respire fuerte, le fusilo.

      Cuando esto decía, oyose un chillido prolongado y lastimero. Era el Empecinadillo que pedía la teta.

      – Si ese condenado chiquillo no calla – exclamó mosén Antón con furia, – arrojarle (8) al barranco.

      El Empecinadito, extraño a la estrategia, seguía gritando.

      El jefe de Estado Mayor, que llevaba del diestro a su caballo, se detuvo ciego de ira, y repitió:

      – ¡Arrojarle al barranco! ¿No hay quien le tape la boca a ese trompetero de mil demonios?

      El Sr. Santurrias se esforzó en hacer callar al pobre niño, mas no le convencían los argumentos empleados, ni aunque se le dijo «que te va a comer mosén Antón», se resignó a la obediencia que el grave caso requería. Al fin creo que taparon su boca o sofocaron sus gritos envolviéndole en sus propios abrigos, con lo cual se libró por aquella vez de ser arrojado al barranco en castigo de sus escandalosos discursos.

      D. Vicente Sardina, de acuerdo con su segundo, dispuso que los de la izquierda de la senda nos adelantáramos con objeto de cortar la salida del pueblo por el camino real en dirección opuesta a aquella por la cual entraban los franceses.

      – No me fío de estos señoritos – dijo mosén Antón al vernos partir. – Que vaya el Crudo con ellos. ¡Crudo, Crudo!

      Presentose un guerrillero rechoncho y membrudo, bien armado y que parecía hombre a propósito lo mismo para un fregado que para un barrido en materia de guerra.

      – Crudillo – ordenó el jefe – a ti y a estos señores os toca cortar la salida por abajo. Lleva cien hombres de lo bueno. Apretar de firme.

      Reforzados por la gente de el Crudo, que era de lo mejor que había en la partida, emprendimos la marcha por un suave declive que nos condujo a las inmediaciones del camino real por el mediodía del pueblo. Los otros al hallarse próximos y con la ventaja que les daba su excelente posición en lo alto, atacaron a un pequeño destacamento francés que avanzó a reconocer la altura, mientras el resto de la fuerza enemiga descansaba en el pueblo. Esta conoció al punto que había sido sorprendida y pensando en defenderse ocupó precipitadamente las casas. Los de la partida les atacaron, no sólo con brío, sino con plena confianza por la fuerza moral que la sorpresa les daba, y los franceses se defendían mal a causa de la turbación del cansancio y la estrechez del lugar en que se habían metido.

      Después de un breve combate, los enemigos comprendieron que no tenían otra salvación que la fuga por la carretera abajo o bien por la misma dirección de Argecilla que habían traído en sentido contrario. Muchos intentaron escapar por donde estábamos; pero viendo bien guardada la salida, y divisando hacia aquella parte uniformes de ejército y hasta veinte caballos que en su atolondramiento se les figuraron doscientos, creyeron que todo el segundo ejército al mando de D. Carlos O’Donnell, se había corrido desde Cuenca a tomar el camino de Aragón, y optaron por la salida opuesta. El barullo y confusión que esto produjo en sus azoradas tropas fue tal que D. Vicente Sardina con su gente escogida acuchilló sin piedad y sin riesgo a muchos infelices que no hacían fuego ni tenían alma y vida más que para buscar entre el laberinto de callejuelas el mejor hueco que les diera salida de tal infierno.

      Algunos que advirtieron la imposibilidad de retroceder sin ser despedazados en la pequeña plaza, arriesgáronse a abrirse camino por el Mediodía, y vimos que se nos echó encima regular masa de caballería, cuya decidida carrera y varonil decisión nos hizo temblar un momento. Habíamos ocupado la casa del portazgo, y en el breve espacio de tiempo de que dispusimos habíamos amontonado allí algunas piedras, ramas y troncos que encontramos a mano. Se les hizo fuego nutrido, y cuando los briosos caballos saltaban relinchando con furia por entre los obstáculos allí mal puestos, el Crudo lanzose con los suyos, quien a la bayoneta, quien esgrimiendo la navaja, a dar cuenta de los pobres dragones. Estimulados por el ejemplo, corrimos los demás y pudimos detener el empuje de los caballos y desarmar los infantes que tras ellos corrían. Duró poco este lance; pero fue de los de cáscara amarga, y en él perdimos alguna gente, aunque no tanta como los enemigos. Bastantes de éstos murieron, y excepto dos o tres que fiados en la enorme bravura de sus caballos lograron escapar, todos los vivos fueron hechos prisioneros.

      Cuando presentamos nuestra presa a don Vicente Sardina y a mosén Antón, que estaban en la plaza dictando órdenes para asegurar la victoria, ambos nos felicitaron con calor.

      – Es preciso pegar fuego a este condenado Grajanejos – dijo mosén Antón. – Es un lugar de donde salen todos los espías de los franceses.

      – Quemarle no – repuso Sardina con benevolencia.

      – Eso es, eso es – dijo con arrebatos de destrucción el jefe de la caballería. – Mieles y más mieles. Así los pueblos se ríen de nosotros. En Grajanejos han tenido los franceses muy buen acomodo, y se susurra que de aquí han sacado ellos más raciones en un día que nosotros en un mes.

      – No se hable más de eso – dijo Sardina. – El pueblo no será quemado. ¿Para qué? No rebajemos la gloria de esta gran jornada con una atrocidad. Gran día ha sido este… Bien sabía yo que los franceses habían de venir aquí… Mosén Antón, nada de quemar. Mande usted saquear el lugar, y al vecino que oculte algo tirarle de las orejas…

      – Señor Mosca Verde – dijo mosén Antón a un guerrillero que venía a recibir órdenes. – ¿Cuántos prisioneros tenemos?

      – Sesenta y ocho he contado ya. Entre ellos un coronel.

      – Es demasiada gente – repuso el cura; – sesenta y ocho bocas a las cuales es preciso dar pan. Señor Sardina ¿doy la orden de quintarlos?

      – ¿Para qué? – dijo el jefe. – Dejémosles las vidas, y los entregaremos sanos y mondos a D. Juan Martín para que haga de ellos lo que quiera… ¿Pero no hay en este infernal pueblo un poco de chocolate?… ¡Señor Viriato de mil demonios!… que siempre ha de desaparecer el tuno de mi ayudante cuando más lo necesito…

      – Aquí estoy mi general – gritó Viriato, que venía corriendo con una sarta de chorizos en la mano. – ¿Pedía vuecencia chocolate? Ya lo he mandado hacer para vuecencia y mosén Antón.

      – Yo – dijo este – tengo bastante para todo el día con un pedazo de pan y queso, señor Viriato; o si no dadme uno de esos chorizos y buscadme un zoquete que lo acompañe… Si todos fueran tan sobrios como yo… Repito que será preciso quintar a los prisioneros, si nuestra gente ha de tener ración para tres días.

      – Mando que no se fusile a ningún prisionero – dijo Sardina. – ¿Se niegan los vecinos a dar lo que tienen?

      – No señor – respondió Mosca Verde. – No se niegan porque como no dan, sino que lo tomamos… Algunas arcas


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