Episodios Nacionales: Gerona. Benito Pérez GaldósЧитать онлайн книгу.
monjas abrían de par en par las puertas de sus conventos, rompiendo a un tiempo rejas y votos, y disponían para recoger a los heridos sus virginales celdas, jamás holladas por planta de varón, y algunas salían en falanges a la calle, presentándose al gobernador para ofrecerle sus servicios, una vez que el interés nacional había alterado pasajeramente los rigores del santo instituto. Dentro de las iglesias ardían mil velas delante de mil santos; pero no había oficios de ninguna clase, porque los sacerdotes, lo mismo que los sacristanes, estaban en la muralla. Toda la vida, en suma, desde lo religioso hasta lo doméstico, estaba alterada, y la ciudad no era la ciudad de otros días. Ninguna cocina humeaba, ningún molino molía, ningún taller funcionaba, y la interrupción de lo ordinario era completa en toda la línea social, desde lo más alto a lo más bajo.
Lo extraño era que no hubiera confusión en aquel desbordamiento espontáneo del civismo gerundense; pues tan grande como este era la subordinación. Verdad es que D. Mariano sabía establecerla rigurosísima, y no permitía desmanes ni atropellos de ninguna clase, siendo inexorablemente enérgico contra todo aquel que sacara el pie fuera del puesto que se le había marcado.
Las campanas tocaban a somatén, ocupándose en el servicio los chicos del pueblo, por ausencia de los campaneros, y el cañón francés empezó desde muy temprano a ensordecer el aire. Los tambores recorrían las calles, repicando su belicosa música, y los resplandores de los fuegos parabólicos comenzaron a cruzar el cielo. Todo estaba perfectamente organizado, y cada uno fue derecho a su sitio, no necesitando preguntar a nadie cuál era. Sin que sus habitantes salieran de ella, la ciudad quedó abandonada, quiero decir que ninguno se cuidaba de la casa que ardía, del techo desplomado, de los hogares a cada instante destruidos por el horrible bombardeo. Las madres llevaban consigo a los niños de pecho, dejándoles al abrigo de una tapia, o de un montón de escombros, mientras desempeñaban la comisión que el instituto de Santa Bárbara les encomendara. Menos aquellas en que había algún enfermo, todas las casas estaban desiertas, y muebles y colchones, trapos y calderos en revuelto hacinamiento obstruían las plazas del Aceite y del Vino.
VIII
Yo estaba en Santa Lucía, donde había mucha tropa y paisanos. Allí me encontré a D. Pablo Nomdedeu, que me dijo:
– Andrés, mis funciones de médico y mi deber de patriota me obligan a apartarme hoy de mi hija. Mucho he sermoneado a la señora Sumta para que se quedara en casa: pero ese marimacho me amenazó con denunciarme al gobernador como patriota tibio si persistía en apartarla de la senda de gloria por la cual la llevan los acontecimientos. Mírala; ahí está entre aquellos artilleros, y será capaz de servir sola el cañón de a 12 si la dejan. La buena Siseta se ha quedado acompañando a mi querida enfermita. Ya le he dicho que le haré un buen regalo si consigue entretener a la niña, de modo que esta no comprenda nada de lo que pasa. Es cosa difícil; pero como no oye ni los cañonazos… He clavado todas las ventanas para que no se asome, y dejando cerrada a la luz solar la habitación, he encendido el candil, haciéndole creer que hay una fuerte tempestad de truenos y rayos. Como no caiga una bomba allí mismo o en las inmediaciones, es probable que nada comprenda, engañada por el profundo y saludable silencio en que yace su cerebro. ¡Dios mío, aparta de mí las tribulaciones y libra mi hogar del fuego enemigo! ¡Si me has de quitar el único consuelo que tengo en la tierra, dale una muerte tranquila y no conturbes su último instante con la cruel agonía del espanto! ¡Si ha de ir al cielo, que vaya sin conocer el infierno, y que este ángel no vea demonios junto a sí en el momento de su muerte!
La señora Sumta, empujando a un lado y otro con sus membrudos brazos, llegó a nosotros, hablando así a su amo:
– ¿Qué hace ahí, señor mío, como un dominguillo? ¿Pero no tiene fusil, ni escopeta, ni pistolas, ni sable? Ya… no lleva más que la herramienta para cortar brazos y piernas al que lo haya menester.
– Médico soy, y no soldado – repuso don Pablo-: mis arreos son las vendas y el ungüento, mis armas el bisturí, y mi única gloria la de dejar cojos a los que debían ser cadáveres. Pero si preciso fuere, venga un fusil, que curaré españoles con una mano y mataré franceses con la otra.
Teníamos por jefe en Santa Lucía a uno de los hombres más bravos de esta guerra, un irlandés llamado D. Rodulfo Marshall, que había venido a España sin que nadie lo trajese y sólo por gusto de defender nuestra santa causa. Aventurero o no, Marshall por lo valiente debía haber sido español. Era rozagante, corpulento, de semblante festivo y mirar encendido, algo semejante al de D. Juan Coupigny que vimos en Bailén. Hablaba mal nuestra lengua; pero aunque alguna de sus palabrotas nos causaban risa, decíalas con la suficiente claridad para ser entendidas, y nada importaba que destrozara el castellano con tal que destrozase también a los franceses, como lo hizo en varias ocasiones.
Había que ver el empuje de aquellas columnas de cerdos, señores. No parecían sino lobos hambrientos, cuyo objeto no era vencernos, sino comernos. Se arrojaban ciegos sobre la brecha, y allí de nosotros para taparla. Dos veces entraron por ella dispuestos a echarnos de la cortina; pero Dios quiso que nosotros les echásemos a ellos. ¿Por qué? ¿De qué modo? Esto es lo que no sabré contestar a ustedes si me lo preguntan. Sólo sé que a nosotros no se nos importaba nada morir, y con esto tal vez está dicho todo. D. Mariano se presentó allí, y no crean ustedes que nos arengó hablándonos de la gloria y de la causa nacional, del rey y de la religión. Nada de eso. Púsose en primera línea, descargando sablazos contra los que intentaban subir, y al mismo tiempo nos decía: «Las tropas que están detrás tienen orden de hacer fuego contra las que están delante, si estas retroceden un solo paso». Su semblante ceñudo nos causaba más terror que todo el ejército enemigo. Como algún jefe le dijera que no se acercase tanto al peligro, respondió: «Ocúpese usted de cumplir su deber, y no se cuide tanto de mí. Yo estaré donde convenga».
Marchose después a otro punto, donde creía hacer falta, y sin él nos aturdimos de nuevo. Aquel hombre traía consigo una luz milagrosa, que nos permitía ver mejor el sitio y medir nuestros movimientos y los de los franceses, para que estos no pudieran echársenos encima. Los soldados enemigos morían como moscas al pie de la brecha; pero de los nuestros caían también por docenas. Recuerdo que un compañero mío muy amado fue herido en el pecho y cayó junto a mí en uno de los momentos de mayor apuro, de más vivo fuego, de verdadera angustia y cuando un ligero esfuerzo de más o de menos por una parte u otra habría decidido si la muralla quedaba por Francia o por España. El desgraciado muchacho quiso levantarse, pero inútilmente. Dos monjas se acercaron, despreciando el fuego, y lo apartaron de allí.
Pero la pérdida más sensible fue la del jefe don Rodulfo Marshall. Tengo la gloria de haberle recogido en mis brazos en el mismo boquete de la brecha, y no se me olvidará lo que dijo poco después, tendido en la calle en el momento de expirar: «Muero contento por causa tan justa y por nación tan brava».
Cuando esto pasó, ya los franceses indicaban haber desistido de entrar en la ciudad por aquella parte. Y hacían bien, porque estábamos cada vez más decididos a no dejarles entrar. Si a tiros no lográbamos contenerlos, los acuchillábamos sin compasión; y como esto no bastara, aún teníamos a la mano las mismas piedras de la muralla para arrojarlas sobre sus cabezas. Esta era un arma que manejaban las mujeres con mucho denuedo, y desde los contornos llovían guijarros de medio quintal sobre los sitiadores. Cuando la función en la muralla de Santa Lucía terminaba, no nos veíamos unos a otros, porque el polvo y el humo formaban densa atmósfera en toda la ciudad y sus alrededores, y el ruido que producían las doscientas piezas de los franceses vomitando fuego por diversos puntos, a ningún ruido de máquinas de la tierra ni de tempestades del cielo era comparable. La muralla estaba llena de muertos que pisábamos inhumanamente al ir de un lado para otro, y entre ellos algunas mujeres heroicas expiraban confundidas con los soldados y patriotas. La señora Sumta estaba ronca de tanto gritar, y D. Pablo Nomdedeu, que había arrojado muchas piedras, tenía los dedos magullados; pero no por esto dejaba de cuidar a los heridos, ayudándole muchas señoras, algunas monjas y dos o tres frailes, que no valían para cargar un arma.
De pronto veo venir un chico que se me acerca haciendo cabriolas, saludándome desde lejos a gritos y esgrimiendo un palo en cuya punta flotaba el último jirón de su barretina. Era Manalet.
– ¿Dónde has estado? – le pregunté. – Corre