Episodios Nacionales: Luchana. Benito Pérez GaldósЧитать онлайн книгу.
el patriotismo. Pues aún falta lo mejor, chiquillo. Dos horas después de la entrada de la Reina, hicieron la suya los sublevados de La Granja, encarnación del principio de Libertad, ahora triunfante, y aquí fue el repetir las ovaciones con más ardor y franqueza, porque el respeto de los Reyes siempre cohíbe un poco en la manifestación del júbilo. Uno de los corifeos, el Higinio García, venía a caballo detrás del general Rodil, con su uniforme tan majo que daba gusto verle. Oí decir que el caballo es prestado, y que él se ha erigido en plaza ecuestre, o en caballero del orden civil, sin que nadie se lo mande. Lo cierto es que su buena presencia, su vistoso uniforme, y la circunstancia de venir a la verita del General, como figura importante de la Milicia, le señalaron más a la admiración del pueblo, y para él fueron los grandes aplausos y los vivas más calurosos, tocándole menor parte al Alejandro Gómez, que marchaba en su puesto en la compañía de Provinciales. Oí decir en los corrillos que el autor de todo el fregado era Gómez, y que a él debía la patria regenerada mayor servicio que al Higinio; pero que este sabía ponerse en lugar más visible, y apropiarse los plácemes y obsequios de que el otro era merecedor. Se aseguraba, como cosa hecha, que a los dos les van a nombrar comandantes del resguardo, sin darles ascenso en el cuerpo a que pertenecen, porque esto no ha parecido a todos muy regular. Ya ves que no carecen de modestia los pobres, y se contentan con bien poca cosa, pues si en proporción de lo que han hecho se les premiara, los dos a estas horas debieran ser ya generales. O hay lógica o no hay lógica, amigo mío. No me negarás que llevando las cosas con rigor, si por el criterio de la aplicación de la Ordenanza les corresponde la pena de muerte, por el de los hechos consumados les corresponde la gracia del generalato. Esto es claro como el agua.
En el trayecto por el interior de Madrid, pues fueron a parar al cuartel del Pósito, los vítores y palmas llegaban al delirio, y luego que quedaron francos de servicio Gómez, García y Lucas, cayeron sobre ellos bandadas de los patriotas más pudientes, y les convidaron a comer de fonda y a fumar buenos puros del estanco. Entre tanto, no quiero decirte la quina que habrán tragado a estas horas Istúriz, Galiano, Saavedra y los agarrados a ese Ministerio, que vino al mundo con la intriga que puso en el arroyo a nuestro bonísimo D. Juan Álvarez. ¡Y que no echaban pocas roncas esos caballeros, ni se daban poco tono con su suprema inteligencia! Quisiera saber lo que piensa de todo esto tu amigo el Sr. Rapella, muñidor que fue del Gobierno de Istúriz, pues él llevaba y traía los recaditos al Pardo. Olózaga lo cuenta muy bien. Como que él descubrió el embuchado en la Puerta de Hierro, y por no escandalizar ni dar un mal rato a la Reina, taparon… Pero pronto se descubrió el pastel, y si una intriga de opereta derribó a Mendizábal para entronizar a su amigo Istúriz, este cae a su vez ignominiosamente por un enredijo de entremés con tonadilla. La historia de España, que hasta hace poco gastaba el coturno trágico, paréceme que se aficiona a la comodidad de los zapatos de orillo, o al desgaire de la alpargata.
¿No sabes? Ya tenemos Ministerio nuevo. D. José María Calatrava lo preside, según acaba de decirme Nicomedes, que ha entrado como una exhalación, y volvió a salir como una centella. Díjome los nombres de los demás Ministros; pero se me han ido de la memoria. Paréceme recordar que en Gobernación entra Gil de la Cuadra, y en Guerra el general Rodil. De lo que estoy bien seguro es de que tenemos de Capitán General de Madrid a D. Antonio Seoane, en sustitución de Quesada, a quien los patriotas han tomado aborrecimiento, y le llaman liberticida y qué sé yo qué. Luego empezarán los cambios de personal. Nicomedes cuenta con que le harán jefe político. Espronceda ocupará un alto puesto, y tu antiguo jefe Oliván se ganará el ascenso que le corresponde en estos cambios revolucionarios, cuando vienen con mansedumbre. Te diré, además, que el bruto de Ibraim ha dado pruebas estos días de la elasticidad de su estómago de buitre, pues ha estado de servilleta prendida en todas las comilonas con que obsequia a los sargentos libertadores la dislocada juventud de Tepa o de las Tres Cruces. Y para señalarse más, después de hartarse bien, larga unos brindis hinchados y chabacanos, que son la risa de sus oyentes. Serrano el tísico los repite, y tan bien remeda la voz y el tonillo andaluz, que es morirse de risa. No creo, como consta en las rapsodias ibraizantes de Serrano, que el capellán comparase a Gómez con Julio César; sí creo la imagen de que la Constitución ha venido en un carro triunfal, de que tiraban Gómez y García, y lo de que la Constitución será en España el Cuerno de la Abundancia. De mí sé decirte que sólo siento ser sacerdote, porque mi estado religioso me impide atizar un par de morradas a ese ganso, por haberme dicho en Abril último la mayor mentira que de humanos labios ha salido desde que hay mundo… Pues ayer tarde me aseguró que D. José Landero y Corchado le ofrece una canonjía, y se me ha metido en la cabeza que se la van a dar. España está loca. Su manía consiste en hacer verosímil lo absurdo.
Y la mía, querido Fernando, pues también yo estoy algo loco, es que regularices tu vida, y no nos des más sofoquinas. Si he de decirte la verdad, soy menos indulgente que la señora incógnita, y creo en conciencia que las transacciones y tolerancias deben limitarse a la autorización de tus amores, siempre que les des el giro matrimoñesco que exige el decoro. Si fuera yo el tirano, te fijaría un plazo para recobrar tu novia y unirte con ella en santa coyunda, dando con esto por cerrado el ciclo de tus aventuras caballerescas, y obligándote a volver acá, donde hallarías casa y medios de vivir pacífica y holgadamente.
No puedo ocultarte que mi mayor deseo es que la señora incógnita me mande a tu lado. Se lo he propuesto, y con mucha delicadeza me ha contestado negativamente. Te reproduciré sus propias palabras, que están bien fijas en mi memoria: ‘Quiero probar si ejerzo o no verdadera atracción sobre él; si mi autoridad, expresada con dulzura, es un lenguaje inteligible para su corazón. Como esta prueba no sería eficaz sin libertad, se la concedo y aguardo. Quiero que venga al bien, a la paz, a mi cariño, con espontaneidad y efusión; no atraído por maestros o empujado por rodrigones. El sistema de la vigilancia, del espionaje, de la previsión, me dio un resultado desastroso: ha sido la derrota del régimen absoluto. He de probar ahora el régimen contrario: la libertad. Triunfaré si consigo de su albedrío lo que no logré desplegando, al uso despótico, todo el lujo de medidas autoritarias y policiacas. No, no… Marchemos, como dijo el otro, por la senda constitucional. Yo legislo y no gobierno… Le marco a Fernando los caminos que creo conducentes a su felicidad, y cruzadita de brazos espero’. ¿Qué te parece? Cuando esto me dijo, no pude menos de lanzar un ‘¡Viva la libertad!’, con toda mi alma, y aun creo que canté un poco el himno.
Pues bien, amadísimo Fernando: Pedro Hillo, tu mejor amigo, se permite decirte, por vía de consejo, que no abuses de la libertad. Aborda tu asunto por las vías derechas; preséntate al Sr. Negretti, y pídele a la niña; tómala, y vente corriendito para acá por el camino más corto y por los medios de locomoción más veloces. Créeme a mí… Tu viejo amigo no te engaña. Ya sabes, derecho al bulto, y fijándote en la rectitud. No hagas pases de telón ni cambiados, sino exclusivamente naturales.
Vaya, ¿qué me das si te digo una cosa? Pues aunque no me des nada te la diré, para alumbrar con viva luz el camino que piensas seguir. Si te presentas al Sr. Negretti y le pides la niña como caballero leal, la niña es tuya… Ea, ya lo sabes. Cuando Hillo te lo dice, por algo será, tontín… Con que vete pronto en busca de tu desenlace, y no te pese encontrarlo desabrido y sin peripecias; que los dramas son muy bonitos en el teatro o en la Plaza de Toros; pero en la vida… líbrete Dios».
Reanudada la tarea epistolar por la noche, decía D. Pedro: «Hoy he tenido el honor de hablar con una persona dignísima, en un tiempo respetada y admirada por ti; después… ¡Ah!, pillo, ya me has comprendido; ya sabes que el sujeto a que me refiero es D. Juan Álvarez Mendizábal. Le he visto hoy por tercera vez desde que estoy en Madrid. ¿Creerás que me ha llevado a su casa un asunto político? Nada de eso, chiquillo: hemos hablado de cosas privadas, sin perjuicio de tirar un par de chinas al Gobierno. Hombre más amable y servicial que este Don Juan de Dios, no creo que lo haya. Estoy contento de él. No creas, se acuerda de ti, y te tiene por muy despierto y simpático. ¿Qué tal? ¡Y luego dirás…!
Ultimátum: cuidarás de tenerme al corriente de los puntos donde resides, caminos por donde vas, et reliqua. Esto es indispensable. Si el despotismo vive en las tinieblas, o sea en la ceguera de la opinión, la libertad requiere luz, mucha luz. Fuera misterios; el régimen pide que estén las ollas destapadas para saber lo que se guisa. Dos veces por semana me escribirás, dando cuenta de tus pasos y especificando los lugares a donde debo