Episodios Nacionales: Mendizábal. Benito Pérez GaldósЧитать онлайн книгу.
me he metido en Jauja. Porque esto de que le reciban a uno desconocidos emisarios del diablo o de las mismísimas hadas, y le saquen el equipaje sin registrar, y le traigan a este lindo aposento, y no cobren nada, y desaparezcan por escotillón mozos y servidores cuando uno echa mano al bolsillo para darles la propina… esto, vamos, esto que a mí me pasa, no le ha pasado a ningún nacido en sus primeros pasos por una capital grande o chica. Aquí hay algo, y vuelvo a temer que, tras de tantas venturas, venga una triste y quizás trágica sorpresa. Mucho ojo, Fernando, y trata de sondear al patrón, que tal vez posea la clave del acertijo».
«Siento mucho – dijo en voz alta, sentándose en la butaca y observando a su patrón de los pies a la cabeza, – que haya usted dejado marchar a ese hombre sin que yo le dé una gratificación por haberme traído aquí».
– Déjele usted, que ya, ya se la darán, y más de lo que merece.
– ¿Pero quién, por Cristo?… ¿Por quién vengo yo aquí? ¿En qué manos estoy?
– En buenas manos, caballero – afirmó el patrón con sonrisa tan benévola y franca, que el desconcertado joven no tuvo más remedio que creerle.
– Ese sujeto, ¿es de la policía?
– Sí, señor.
– ¿Y por mandato de quién sale a mi encuentro la policía?
– No sé, señor… Yo que usted, francamente, me cuidaría de coger la fruta que me cae entre las manos, sin meterme en averiguar quién plantó el árbol que la da tan rica.
Calló D. Fernando, sin dejar de mirar a su aposentador como se mira un jeroglífico.
«Ese hombre se llama Muñoz…».
– Y por mal nombre Edipo, porque fue, según dicen, del teatro…
– Pues, la verdad, me disgusta que se haya ido sin que yo le dé siquiera las gracias, sin obtener de él una explicación de este misterio… ¿Quién le mandó?… ¿Cómo sabía mi llegada, mi nombre?
– Él lo explicará cuando vuelva, señor…
– Al menos, me dirá usted, como dueño de la casa, qué tengo que pagarle por este cuarto-añadió Calpena impaciente y un tanto nervioso. – Podría ser que el precio fuese superior a mis recursos, y tuviera yo que buscar alojamiento más arreglado.
– Si por más arreglado entiende más barato, caballero, no lo encontrará ni en los cuernos de la luna, que el colmo de la baratura es el no pagar nada. Quiero decir que…
– ¿Pero quién, Señor?… Esto me vuelve loco… ¿Se ríe usted? O juega conmigo, o aquí hay gato encerrado.
– ¡Encerrado… aquí! Yo le juro al señor que el único que tenemos en casa, y se llama Zumalacárregui, es un gato de buena crianza, que no se mete a deshora en las habitaciones de mis huéspedes.
– Ya que no otra cosa – indicó D. Fernando, rindiéndose a la bondad marrullera del patrón, – dígame usted su gracia, y…
– Mi gracia es Mendizábal…
Al oír este nombre se le crisparon los nervios al joven forastero, que se puso en pie, acercándose al dueño de la casa para verle mejor y examinarle. Era este de espigada estatura, representando cincuenta años, de rostro agradable, con patillitas, corbatín, el cuerpo enfundado en un levitón alto de cuello y larguirucho de faldones. Al verle reír, entró más en cuidado Calpena, y se aumentaron las confusiones que desde su novelesca entrada en la Villa del Oso embargaban su espíritu.
«Me río porque… verá usted – dijo el patrón. – No es que yo me llame propiamente Mendizábal. Mi apellido es Méndez. Pero como el Sr. D. Juan Álvarez y Méndez, el grande hombre que ha venido de las Inglaterras a meternos en cintura y a salvar al país, se ha variado el nombre, poniéndose Mendizábal, que tan bien suena, yo…».
– Usted, por no ser menos… ya.
– Y digo más: bien podría resultar que D. Juan de Dios Álvarez y un servidor de usted fuéramos parientes, pues Méndez somos los dos: él hijo de Cádiz, yo, de San Roque, frente a Gibraltar. ¿Quién me asegura que no seamos ramas del mismo tronco? Porque eso que cuentan de que el Sr. Álvarez y Méndez no viene de casta de cristianos viejos, es calumnia, señor; cosas que inventa la maldad del absolutismo para rebajar a los patriotas… En fin, que como mis compañeros de oficina ven en mí a un partidario furibundo del señor Ministro nuevo, me han puesto el remoquete de Mendizábal, y así me dejo llamar, y me río… me río…
II
– Según eso, es usted empleado.
– Para todo lo que el señor guste mandarme, me tiene de portero en el Ministerio de Hacienda. Miliciano nacional de artillería en el glorioso trienio, fui colocado por el señor Feliu. Quedé cesante el 23. Diez años después me repuso el Sr. D. Francisco Javier de Burgos, que entró en Fomento el 21 de Octubre del 33. En 7 de Febrero del año siguiente pasé a Hacienda con el Sr. D. José de Imaz; me conservó en mi puesto el señor Conde de Toreno, que entro el 15 de Junio, y allí me tiene usted… Pero estoy entreteniendo al señor más de lo regular, sin pensar que se aproxima la hora de la cena. Antes querrá quitarse el polvo del camino y lavarse cara y manos. Voy por agua, pues creo que tenemos el jarro vacío… Efectivamente… ¡Y tanto que les encargué…! ¡Cayetana!… ¡Delfina!
Salió presuroso, llamando a su esposa e hija, y a poco se presentaron estas con el agua y toallas limpias. Era la patrona regordeta y vivaracha, bastante más joven que su marido; mala dentadura, pecho vacuno, que el corsé levantaba a las alturas de la garganta; el habla gallega, manos de cocinera. La niña, tímida y rubicunda, habría sido muy bonita si no torciera terriblemente los ojos. Precedíalas el risueño padre, que, al presentar a la familia, volvió a soltar la vena de su verbosidad.
El Sr. D. Fernando traería, según él, buen apetito. Pronto se le serviría la cena… Casa más sosegada no se encontraba en todo Madrid, y como no admitían sino huéspedes recomendados, nunca tenían más de cinco o seis, y a la sazón, por ser verano, tan sólo dos, sin contar al Sr. D. Fernando, los cuales eran personas de mucho asiento y formalidad. A la hora de la cena les conocería el nuevo huésped, y trabaría con uno y otro sujeto relaciones cordiales… Dejáronle al fin para que se lavase, y despojado de su trajecito de mahón, se ocupó el huésped en sacar del baúl la única ropita decente que traía, y camisa y corbata, para vestirse con toda la decencia compatible con su escaso peculio. Durante las operaciones de lavoteo y vestimenta, no cesaba de pensar en la ventura inesperada y misteriosa con que entraba en Madrid, y entre otras cosas que habrían revelado su confusión si las pasara del pensamiento a los labios, se dijo: «Es mucho cuento este. Se empeña uno en ser clásico, y he aquí que el romanticismo le persigue, le acosa. Desea uno mantenerse en la regularidad, dentro del círculo de las cosas previstas y ordenadas, y todo se le vuelve sorpresa, accidentes de poema o novelón a la moda, enredo, arcano, qué será, y manos ocultas de deidades incógnitas, que yo no creí existiesen más que en ciertos libros de gusto dudoso… Pues, señor, veamos en qué para esto, y Dios quiera que pare en bien. No las tengo todas conmigo, ni me resuelvo a entregarme a esta felicidad que me sale al encuentro abriéndome los brazos, pues suelen los salteadores de caminos disfrazarse de personas decentes y benéficas para sorprender mejor a los viajeros. Vigilemos, vivamos alerta…».
Cenando migas excelentes con uvas de albillo, peces del Jarama fritos, y chuletas a la papillote, hizo conocimiento con los dos huéspedes que la suerte le deparaba por compañeros de vivienda, y en verdad que tal conocimiento fue un nuevo halago de la escondida divinidad que tan visiblemente le protegía, porque ambos eran agradabilísimos, instruidos, graves y de perfecta educación. El uno frisaba en los cincuenta años, y en las primeras frases del coloquio se declaró manchego y patriota. Su locuacidad no molestaba; antes bien, instruía deleitando, porque narraba los sucesos y exponía las opiniones con singular donaire y una prolijidad pintoresca. Debía de tener muchas y buenas amistades con personas en aquel tiempo de gran viso, porque al nombrarlas empleaba casi siempre formas familiares.
Cuando Delfinita le servía las truchas, volviose a ella con