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La familia de León Roch. Benito Pérez GaldósЧитать онлайн книгу.

La familia de León Roch - Benito Pérez Galdós


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decía el libro?, ¿qué decía el rezo?

      Capítulo IX. La marquesa de Tellería

      Los marqueses de Tellería vivían en el principal de su casa. León Roch, atento a que entre la vivienda de sus suegros y la suya hubiese la mayor extensión posible de superficie terráquea, había alquilado una hermosa casa en lo más apartado de la zona del Este. Allí le encontraremos dos años después de su boda.

      – Buenos días, León… ¿Estás solo? ¿Y Mariquilla?… ¡Ah!, estará en misa: yo pensaba ir también; pero ya es tarde… Alcanzaré la de once de San Prudencio… ¿Qué tienes?… estás pálido. ¿Habéis reñido?… Pero me sentaré… Dime ¿cuánto te han costado esas estatuas? Son hermosísimas. Tienes una linda colección de bronces… Pero dime, ¿todavía vas a meter más libros en este despacho? Esto es la biblioteca de Alejandría. ¡Oh!, ¡no es como tú toda la juventud de estos tiempos!… ¡Qué chicos los de hoy! Yo no sé qué será del mundo cuando llegue a la edad madura esa multitud de jóvenes viciosos, ociosos y enfermos que hoy son el adorno principal de esta sociedad… Pues todavía hay un mal mucho peor. Pase que los muchachos sean casquivanos y sin sustancia… pero los viejos son más viciosos, más frívolos, más disipadores, más holgazanes que los chicos… He llegado al asunto delicadísimo de que quiero hablarte, querido hijo. Siéntate y atiéndeme un poco.

      La marquesa azotó con su hermosa mano el brazo de la butaca más próxima, y sentado en ella León, dispúsose a oír a su madre política. Era esta una dama de gentil porte, bruscamente desmejorada después de un larguísima juventud, por repentinas dolencias que se habían presentado cual acreedores, tanto más implacables cuanto más rezagados. Y sin embargo, aún la hermosura de la dama prevalecía resplandeciendo débilmente en su cara, y descendía hacia el horizonte entre las caliginosas brumas de un blanquete no siempre aplicado con comedimiento y habilidad. Aquella puesta de sol no era de las más espléndidas. Su cuerpo airoso, y antaño lleno de majestad, se inclinaba ya como presintiendo su bajada a las frías honduras del sepulcro, si bien el férreo costillaje del corsé mantenía en aparente estado de firmeza y redondez aquella desplomada arquitectura. Sus ojos, negros y hermosos, eran lo menos muerto de aquel conjunto moribundo, y a veces se abrillantaban con gracia y embeleso semejando a un sesgo de inspiración en medio de la oda académica llena de imágenes arcaicas y manoseadas. Su cabello, que del negro andaluz había pasado al rubio veneciano en otros días, pasaba ahora del rubio veneciano a un plateado indeciso y pulverulento.

      Su tez áspera ya y sin lisura desaparecía bajo una especie de vello artificial en que se confundían sutiles alquimias olorosas, dispuestas para engañar al espectador, bien así como en los teatros el pintado lienzo imita la verdura de los bosques y aun la diafanidad y pureza del cielo. Pero aquel efecto, conseguido hasta cierto punto en las acecinadas mejillas de la señora en decadencia, se perdía a veces, porque la comprada blancura del rostro hacía que amarilleasen un poco los dientes, todavía enteros, hermosos, iguales. Su sonrisa, llena de gracia y desdén, los mostraba a cada rato, por un hábito antiguo que bien pronto habría de modificarse, si aquel lindo teclado doble comenzaba a desorganizarse como un ejército que cree haber peleado bastante.

      Vestía gallardamente y con elegancia. Su habla era abundante, con pretensiones, no siempre inútiles, de añadir tal cual frase ingeniosa al aluvión de palabras insustanciales que forma el fondo de la conversación corriente entre personas sin médula.

      – Ya escucho, señora – dijo León.

      – No me gustan rodeos – añadió la marquesa. – Además María te habrá hablado de esto. Tu padre político es un perdido.

      – Creo que es un poco exagerado lo que usted dice. El marqués gusta de divertirse… Es gusto muy general entre las personas que no tienen nada que hacer.

      – No, no, no le defiendas. La conducta de Agustín es indefinible… ¡A su edad!… Lo extraño es que en sus mejores tiempos ha sido un hombre recogido, prudente, callado y metido en casa. Créelo, me repugna ver al marqués hecho un viejo verde. Y no es otra cosa; aquí le tienes pintado en dos palabras: un viejo verde. Hace dos años, casi desde que te casaste con mi hija, mi querido esposo empezó a frecuentar el Círculo de los muchachos; tropezó con algunos mozalbetes que le enloquecieron, cambió de lenguaje, de modo de vestir, trasnochó, jugó… ¿Pero tú no notas que hasta parece rejuvenecido? ¿No te has reído alguna vez, confiesalo con franqueza, al ver su empeño de parecer pollo? Le verás siempre en las cuadrillas de muchachuelos que mariposean por Madrid… De veras es para reír… Siempre está de flor en el ojal… Esta mañana le he dicho algunas verdades un poco duras. Yo no sé cómo se las compondrá él con su sastre, porque es un gasto de ropa que abruma… Aquí, en la confianza de la familia, se puede decir todo, León. Mi buen marido gasta lo que no tiene ni puede tener en toda su vida. Nunca fue ordenado, pero tampoco disipador; jamás escribió un número en un pedazo de papel, pero tampoco se dejó arrastrar por el afán de un lujo imposible… ¿Y quién es la víctima de esto? Yo, yo, que habiéndome sacrificado siempre, debo sacrificarme también ahora, cuando mi salud está quebrantada y necesito sosiego, descanso, paz. ¡Ay!, ¡cuánto envidio a la que reina en esta casa! ¡Con cuánto gusto aceptaría un rincón en ella, aunque fuera el más humilde!… Es un tormento mi vida. Agustín gasta lo que no tiene; Gustavo es formal y bueno, pero muy poco apegado a sus padres; Leopoldo no es ni será nunca nada, por su ineptitud y esos hábitos de ociosidad y disipación adquiridos a pesar de mis esfuerzos para evitarlo. Y gracias que el Señor, al paso que me da tales pruebas de sus rigores, me las da por otro lado clarísimas de su misericordia… ¡Qué orgullo tan grande para una madre tener dos hijos como Luis Gonzaga y María!, aquel tan profundamente apegado a su carrera eclesiástica, que será, según me dicen los padres, una lumbrera de la religión, un santo, un verdadero santo; ésta, casada contigo, feliz contigo, ofreciendo contigo un modelo de matrimonios pacíficos y en completa armonía. ¡Qué lástima que no tengáis hijos!

      Al llegar aquí la marquesa, dejándose llevar de su sentimiento, dio libertad a algunas lágrimas que no llegaron a rodar por sus mejillas: tan prontamente las atajó secándolas con su pañuelo. Después siguió exponiendo las penas que afligían su corazón de esposa y de madre. Según dijo, ella había padecido mucho por el carácter ligero del marqués y la condición díscola o superficial de Gustavo y Leopoldo; había consumido su juventud y lo mejor de su vida en esfuerzos heroicos para evitar el hundimiento de la casa de Tellería; había sacrificado para este fin importantísima parte de su dote, que no era un grano de anís; pero reservaba lo mejor, sí, y lo reservaría aunque los chicoleos juveniles del marqués y los extravíos de sus hijos llegasen al último extremo. Ella no podía exponerse a una vejez de estrechura y miseria, ni a vivir de la limosna de su hija, casada con un hombre rico; sus hábitos, sus principios, su dignidad, no le permitían sacrificar tampoco lo mejor de su dote al hombre imprudente que había esparcido por las mesas verdes de los casinos y por los cuartos de las bailarinas el patrimonio de Tellería… Y si ella lo dijese todo, si ella revelase lo más negro…

      – Sí, lo revelaré… a ti se te puede decir todo – añadió mirando a su yerno con cierto arrobo. – Eres mi hijo, eres el esposo de mi hija. No sólo tienes el deber, sino el derecho de conocer las debilidades de tus padres… Me han dicho que el marqués está enredado con… la habrás visto, habrás oído hablar de ella… esa que llaman la Paca o la Paquira…; no vale nada, pero es graciosa y elegante. Le comió al duque de Florunda lo poco que le quedaba… Figúrate tú ese mamarracho de Agustín, que casi está con un pie en el sepulcro… Esto, más que ira, da compasión, ¿no es verdad?

      León meditaba.

      – ¿En qué piensas, hijo?

      – En que la virtud cardinal del matrimonio es la paciencia.

      – Eso quiere decir que sufra y aguante… Pero si mi vida ha sido un martirio… Yo seguiría resistiendo si los despilfarros y las locuras de Agustín no me trajeran compromisos graves que tocan el buen nombre de nuestra casa. Estoy apuradísima… ¿qué crees? ¡Oh! Siento mucho decirte que no puedo darte los sesenta mil reales que me prestaste y que yo debía devolverte este mes, como convinimos.

      – No importa – dijo León, deseando


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