Crónica de la conquista de Granada (2 de 2). Washington IrvingЧитать онлайн книгу.
El marqués de Cádiz disimuló su indignacion, y sin proferir palabra, remitió para otro dia la satisfaccion de aquel agravio.
CAPÍTULO VII
La mañana despues del banquete que se dió en obsequio de la Reina, rompieron las baterías del marqués de Cádiz un fuego tremendo contra el castillo de Gibralfaro. Todo el dia estuvo aquella altura envuelta en una nube de denso humo; ni cesó el estruendo de las lombardas con la entrada de la noche, sino que siguió durante toda ella, hasta la mañana, cuando el cañoneo, lejos de disminuirse, continuó con mayor viveza. Muy pronto se reconocieron en aquellos baluartes los efectos de estas máquinas terribles; pues la torre principal del castillo, donde se habia desplegado aquella insolente bandera, quedó luego desmantelada, y reducida á escombros otra mas pequeña; habiéndose tambien abierto en la muralla inmediata una brecha considerable. Muchos de aquellos jóvenes fogosos que seguian las banderas del Marqués, pidieron que se les llevase al asalto de la brecha; otros, mas prudentes y experimentados, reprobaron esta empresa como una temeridad; pero todos convinieron en que las estancias podrian acercarse mas á las murallas, y que esto debia hacerse en pago del insolente desafio del enemigo.
Dudoso estuvo el Marqués al adoptar una medida tan arriesgada; pero porque no pareciese que rehusaba este peligro el que nunca habia mostrado temer ninguno, determinó complacer á aquella juventud briosa, y mandó adelantar su campo hasta ponerlo á un tiro de piedra de los baluartes.
El estruendo de las baterías habia cesado: la mayor parte de la tropa se habia entregado al sueño para descansar de las fatigas y desvelos de las noches anteriores, y la demas, esparcida por el campamento, lo guardaba con negligencia, sin recelar peligro alguno de una fortaleza medio arruinada. En tal estado salieron repentinamente del castillo hasta dos mil moros, conducidos por Aben Zenete, el capitan principal de Hamet, los cuales dieron sobre las primeras estancias del Marqués con ímpetu tan arrebatado, que mataron á muchos de los soldados mientras dormian, y á los demas pusieron en huida. Estaba el Marqués en su tienda, distante de alli como un tiro de ballesta, cuando oyó el tumulto de la embestida, y vió la fuga y confusion de sus gentes. Saliendo fuera sin tardanza, y sin mas acompañamiento que el alférez que llevaba su bandera, corrió el marqués á detener á los fugitivos. “¡Vuelta hidalgos! les decia, ¡vuelta!, que ¡yo soy el Marqués!, ¡yo soy Ponce de Leon!” é iba su bandera delante de él. Al oir aquella voz tan conocida, se detuvieron los soldados, y reuniéndose bajo la bandera del Marqués, volvieron rostro al enemigo. Felizmente llegaron al mismo tiempo varios caballeros de las estancias inmediatas con algunos soldados gallegos, y otros de las hermandades. Trabóse entonces una porfiada y sangrienta lucha en las quebradas y barrancos del monte, peleando unos y otros á pié, y cuerpo á cuerpo; por manera que llegaban á herirse con los puñales, y á veces abrazados rodaban aquellos precipicios. La bandera del Marqués estuvo á pique de caer en manos del enemigo, y á no haber sido tanto el valor de los caballeros que la guardaban, hubiera sido cierta esta desgracia, pues llegaron á verse rodeados de enemigos, y heridos muchos de ellos; entre otros don Diego y don Luis Ponce, yerno éste, y hermano aquel, del marqués de Cádiz. Duró el combate por espacio de una hora, y el cerro, cubierto de muertos y heridos, se humedeció con la sangre de unos y otros; pero al fin cedieron los moros, viendo mal herido de una lanzada á su capitan Aben Zenete, y se retrajeron al castillo.
Viéronse entonces los cristianos expuestos á un fuego atroz de arcabuces y ballestas, que se les hizo desde los adarves de Gibralfaro: las guardias avanzadas del campamento padecieron en extremo; y como quiera que los tiros se dirigian principalmente contra el Marqués, le acertó uno en el broquel, y pasándolo, le barreó la coraza sin hacerle daño. Con ésto vieron todos el peligro é inutilidad de una posicion tan inmediata á aquella fortaleza, y los mismos que habian aconsejado se estableciesen alli las estancias, solicitaban ahora con empeño que se volviesen á poner donde estaban al principio. Asi lo ejecutó el Marqués á quien por su valor y por el que infundia á sus soldados con su presencia, se debió en aquel peligro la salvacion de toda aquella parte del ejército.
Entre los muchos caballeros de estimacion que perecieron en este rebato, fue uno Ortega de Prado, capitan de escaladores, el mismo que proyectó la sorpresa de Alhama, y que plantó la primera escala para subir al muro. Su pérdida se sintió en extremo especialmente por el marqués de Cádiz, que le habia dispensado siempre su amistad y confianza, como quien sabia apreciar á los hombres de mérito, y aprovecharse de sus talentos8.
CAPÍTULO VIII
Tanto sitiados como sitiadores hicieron ahora los mayores esfuerzos para proseguir la contienda con vigor. El vigilante Hamet recorria los muros, doblaba las guardias, todo lo reconocia. Entre otras medidas dividió la guarnicion en partidas de cien hombres con un capitan; los unos para rondar, los otros para escaramuzar con el enemigo, y otros de reserva y prontos á auxiliar á los combatientes. Hizo tambien armar seis albatozas ó baterías flotantes provistas de piezas de gran calibre para atacar la flota.
Los Soberanos de Castilla por su parte, hicieron venir mantenimientos en gran cantidad de diferentes puntos de España, y mandaron traer pólvora de Barcelona, Valencia, Sicilia y Portugal. Para el asalto de la plaza construyeron unas torres de madera montadas sobre ruedas que podrian contener hasta cien hombres. De estas torres salian unas escalas para echar sobre los muros; y para descender desde el muro á la ciudad, habia otras escalas ingeridas en las primeras. Habia tambien galápagos ó grandes escudos de madera, cubiertos de cueros, con los cuales se defendian los soldados en los asaltos, ó cuando minaban las murallas: en fin, se abrieron minas en diferentes puntos, unas para volar el muro, otras para la entrada de las tropas en la ciudad, y entretanto se distraia la atencion de los sitiados con el incesante fuego de la artillería.
El infatigable Hamet, que conocia todos los puntos combatibles del real cristiano, no cesaba de atacar á los sitiadores, ya por tierra con sus Gomeles, ya por mar con las albatozas; de manera que dia y noche no les dejaba punto de reposo. Con tan continuos trabajos estaba el ejército real rendido y desvelado, y ya no cabian los heridos en las tiendas llamadas hospital de la Reina. Para mejor resistir los asaltos repentinos de los moros, mandó el Rey profundizar los fosos en derredor del campamento, y plantar una estacada hácia la parte que miraba á Gibralfaro. El cargo de guardar estas defensas, y proveer lo necesario á su conservacion, se dió á Garcilaso de la Vega, á Juan de Zúñiga, y á Diego de Ataide.
En muy poco tiempo fueron descubiertas por Hamet las minas que con tanto secreto habian empezado los cristianos. Al punto mandó contraminarlas, y trabajando mútuamente los soldados hasta encontrarse, se trabó en aquellos subterráneos un combate sangriento y de cuerpo á cuerpo, por desalojar los unos á los otros. Consiguieron al fin los moros lanzar á los cristianos de una de las minas, y cegándola la destruyeron. Animados con este pequeño triunfo, determinaron atacar á un mismo tiempo todas las minas y la escuadra que bloqueaba el puerto. El combate duró seis horas, por mar, por tierra, y debajo de la tierra, en las trincheras, en los fosos, y en las minas. La intrepidez que manifestaron los moros, excede á toda ponderacion; pero al fin fueron batidos en todos los puntos, y tuvieron que encerrarse en la ciudad, sin tener ya recursos propios ni poderlos recibir de fuera.
Á los padecimientos de Málaga se añadieron ahora los horrores del hambre; el poco pan que habia se reservó exclusivamente para los soldados, y aun éstos no recibian sino cuatro onzas por la mañana y dos por la tarde, como racion diaria. Los habitantes mas acomodados, y todos los que estaban por la paz, deploraban una resistencia tan funesta para sus casas y familias; pero ninguno osaba manifestar su sentimiento, ni menos proponer la capitulacion, por no despertar la cólera de sus fieros defensores. En tal estado, se presentaron á Alí Dordux, que con otros ciudadanos estaba encargado de guardar una de las puertas, y comunicándole sus penas y los trabajos que padecian, le persuadieron á intentar una negociacion con los Soberanos, para la entrega de la ciudad y la conservacion de sus vidas y propiedades. “Hagamos, le dijeron, un concierto con los cristianos antes que sea tarde, y evitemos la destruccion que nos amaga.”
El compasivo Alí cedió fácilmente á las instancias que se le hicieron; y poniéndose de acuerdo con sus compañeros
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Zurita, Mariana, Abarca.