Cuentos Clásicos del Norte, Segunda Serie. Washington IrvingЧитать онлайн книгу.
miel; en fin, todas las familias de pastas y bollos. Y había además pasteles de manzana, de melocotón y de calabaza, codeándose con rebanadas de jamón y carne ahumada y con deliciosas fuentes de conservas de ciruelas, melocotones, peras y membrillos; sin hacer mención de los pescados a la parrilla y gallinas asadas, ni de los tazones de leche y crema, todo amontonado tan confusamente como lo he enumerado, ni de la maternal tetera lanzando desde el centro nubes de vapor. ¡Dios bendiga la marca! Necesitaría aliento y tiempo de que disponer para describir como se merece este banquete, y tengo demasiada prisa para terminar mi historia. Afortunadamente, Íchabod Crane no estaba tan apurado como su historiador, y dispensó grandes honores a todas estas golosinas.
Era una bondadosa y agradecida criatura, cuyo corazón se dilataba en proporción al buen alimento que recibía su estómago y cuyo espíritu se abrillantaba con la comida como acontece a otros con la bebida. Tampoco podía evitar que sus grandes ojos rodaran por todas partes mientras comía, ni regocijarse interiormente ante la posibilidad de llegar algún día a ser el dueño de este lujo y esplendidez casi incomparables. Pensaba cuán pronto volvería entonces la espalda a la vieja escuela, cómo chasquearía sus dedos en las narices de Hans Van Rípper o cualquier otro de sus tacaños patrones, y enviaría a rodar al ambulante pedagogo que se atreviera a llamarle camarada.
El viejo Baltus Van Tássel discurría entre sus invitados con rostro dilatado por la alegría y buen humor, tan redondo y jovial como el plenilunio de otoño. Sus hospitalarias atenciones eran breves pero expresivas, limitándose a un apretón de manos, alguna palmada en el hombro, una risotada y la apremiante invitación para “embestir a las cosas, y atenderse cada uno por sí mismo.”
Pronto el sonido de la música en la sala o aposento general invitaba a danzar. El ejecutante era un negro viejo de pelo gris, que por más de medio siglo había sido la orquesta ambulante de todo el vecindario. Su instrumento aparecía tan viejo y maltratado como el dueño. La mayor parte del tiempo rascaba el violinista sólo dos o tres cuerdas acompañando con la cabeza cada movimiento del arco; inclinándose casi hasta el suelo y dando un golpe con el pie siempre que iba a comenzar una nueva copla.
Íchabod estaba tan orgulloso de sus cualidades de danzarín como de su poder vocal. Ni uno solo de sus miembros, ni una sola de sus fibras quedaba en reposo; y al ver su destartalada figura toda en movimiento y chacoloteando alrededor del cuarto, habría podido creerse que San Vito en persona, el bendito patrón de la danza, había descendido entre los bailarines. Constituía la admiración de los negros de todas edades y tamaños que, habiéndose reunido de la misma granja y del vecindario, formaban una pirámide de rostros de negrura brillante en todas las puertas y ventanas, y miraban la escena con deleite rodando las blancas bolas de sus ojos y mostrando en una mueca de oreja a oreja dos hileras de marfil. ¿Cómo era posible que el azotador de pilluelos no se sintiera animado y satisfecho? La dama de su corazón era su pareja en el baile y sonreía graciosamente a sus amorosos guiños, en tanto que Brom Bones, dolorosamente carcomido por el amor y por los celos, se mantenía todo meditabundo sentado en un rincón.
Cuando terminó la danza, Íchabod se sintió atraído hacia un grupo de personajes serios que, en compañía del viejo Van Tássel, estaban sentados en un extremo de la plazoleta fumando y departiendo sobre los antiguos tiempos y sacando a relucir largas historias de la guerra.
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