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Cuentos Clásicos del Norte, Segunda Serie. Washington IrvingЧитать онлайн книгу.

Cuentos Clásicos del Norte, Segunda Serie - Washington Irving


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si existía algún placer en tales conversaciones mientras se encontraban abrigados y protegidos en el rincón de la chimenea, en una habitación vivamente alumbrada por el resplandor de los crujientes leños y donde ningún espectro se hubiera atrevido por cierto a asomar la faz, este goce se pagaba caramente con los subsiguientes terrores del camino de regreso a los respectivos hogares. ¡Qué figuras y sombras más horrendas a lo largo del sendero, entre la bruma y brillo sepulcral de una noche de nevada! ¡Con qué anhelante mirada examinaba Íchabod cada rayo tembloroso de luz brillando a través del vasto campo desde alguna distante ventana! ¡Cuán frecuentemente sintióse atemorizado ante cualquier arbusto cubierto de nieve que, cual fantasma revestido de una sábana, parecía espiar su camino! ¡Cuántas veces se estremeció de helado pavor al sonido de sus propios pasos en la endurecida corteza de la tierra, sin atreverse siquiera a mirar por encima del hombro por temor de encontrarse con algún ser extraordinario marchando pesadamente a sus talones! ¡Y cuán a menudo se sintió desfallecer del todo al rumor de una ráfaga de viento gimiendo entre los árboles, con la idea de que era el soldado de caballería galopando en una de sus excursiones nocturnas!

      No eran, sin embargo, más que simples terrores de la noche, fantasmas de la mente del que camina en la obscuridad; y aun cuando Íchabod había visto muchos espectros en diversas ocasiones y había sido más de una vez acechado en diferentes formas por Satán23 en sus solitarios vagares, la luz del día ponía siempre fin a estas alucinaciones; y habría disfrutado con todo una dichosa existencia, a despecho del diablo y de sus obras, si no se hubiera cruzado en su camino el ser que causa a los mortales perplejidades mayores que todos los espectros, duendes y la raza entera de los brujos reunidos; esto es: una mujer.

      Entre los discípulos de música que se reunían una vez por semana en la noche para recibir sus lecciones de salmodia, encontrábase Katrina Van Tássel, hija única de un rico granjero holandés. Era un delicioso pimpollo de dieciocho años, regordeta como una perdiz, sabrosa, suave y de mejillas tan rosadas como uno de los melocotones de su padre; y de fama universal, no sólo por su belleza sino por sus vastas expectativas en el porvenir. Con esto, era un poquitillo coqueta como podía deducirse de su manera de vestir, combinación de la moda antigua y moderna en la forma más apropiada para realzar sus encantos. Usaba los mismos adornos de oro amarillo puro que su tatarabuela trajera de Saardam; el tentador peto y una provocativa falda corta que permitía admirar el más lindo pie y tobillo que se lucían en toda la región circunvecina.

      Íchabod Crane tenía un corazón blando y decidido por el bello sexo; por lo cual no debe maravillar que bocado tan exquisito encontrara gracia ante sus ojos, sobre todo después de haber estado de visita en la casa paterna. El viejo Baltus Van Tássel era la encarnación perfecta del granjero próspero, feliz y de corazón abierto. Es verdad que rara vez traspasaban sus ideas o sus miradas más allá de los linderos de su granja; pero dentro de ellos todo era dicha, holgura y comodidad. Vivía satisfecho pero no orgulloso de su prosperidad; y tenía más a gala la abundancia sencilla que el estilo rebuscado en su manera de vivir. Sus dominios estaban situados sobre las riberas del Hudson, en uno de aquellos verdes, abrigados y fértiles rincones en que tanto gusta anidar a los agricultores holandeses. Un gran olmo extendía sus anchas ramas sobre la casa, y a sus pies brotaba una fuente de agua dulce y cristalina en un pequeño manantial formado por un barril, de donde se escapaba centelleando entre el césped hasta reunirse al arroyuelo vecino que murmuraba bajo los alisos y los sauces enanos. Cerca de la casa había una vasta troje que podía haber servido de iglesia; sus ventanas y hendeduras parecían a punto de estallar con los tesoros de la granja; oíase resonar dentro día y noche el atareado mayal; las golondrinas y vencejos deslizábanse gorjeando bajo los aleros; mientras hileras de palomas, algunas con un ojo vuelto hacia arriba como para examinar el tiempo, otras con la cabeza bajo el ala o enterrada entre el pecho, otras hinchándose, arrullando o haciendo la rueda a sus damas, tomaban el sol desde el tejado. Cerdos bruñidos y pesados gruñían en el reposo y abundancia de sus chiqueros, de donde asomaban las narices aquí y allá, como absorbiendo el aire, manadas de cachorros. Un majestuoso escuadrón de nevados gansos nadaba en el cercano estanque, escoltando flotillas enteras de patos; regimientos de pavos cloqueaban por la granja, mientras las gallinas de Guinea protestaban de tal atrevimiento con su malhumorado y discordante grito, como gruñonas amas de casa. Delante de la puerta de la troje pavoneábase el arrogante gallo, modelo de maridos, de guerreros y gentileshombres, sacudiendo sus brillantes alas y cantando toda la alegría y el orgullo de su corazón; escarbando a veces la tierra con las patas y llamando después generosamente a su siempre hambrienta familia de mujeres y chiquillos para que saborearan el rico bocado que había descubierto.

      Volvíase agua la boca del pedagogo al contemplar las magníficas promesas de suculenta mesa para el invierno. En su devoradora visión aparecían los lechoncillos rellenos corriendo a su alrededor con una manzana en el hocico; los pichones voluptuosamente acostados en apetitoso pastel y arrebozados en su dorada corteza; los gansos nadando en su propia salsa; y los patos agradablemente instalados por parejas en las fuentes, como amorosos cónyuges, con una decente provisión de salsa de cebollas. En los puercos veía señalarse las rayas del futuro y reluciente tocino, y el jugoso y delicado jamón; no había un solo pavo al que no adivinara deliciosamente trufado, con la molleja bajo el ala y algunas veces con un collar de sabrosas salchichas; y hasta los bizarros monarcas del corral yacían tendidos sobre el lomo, como plato de entrada, con las garras levantadas como implorando el cuartel que su caballeresco espíritu desdeñara demandar en vida.

      Al mismo tiempo que el extasiado Íchabod fantaseaba todo esto al rodar la mirada de sus verdes ojos sobre los pingües prados, los ricos campos de trigo, de centeno, de trigo sarraceno y maíz, como sobre los árboles cediendo al peso de los rubios frutos en las huertas que rodeaban la propiedad de Van Tássel, su corazón suspiraba por la damisela que heredaría estos dominios, y caldeábase su imaginación a la idea de cuán fácilmente podrían convertirse en plata contante que a su vez se invertiría en inmensas posesiones de terreno yermo y palacios de ripia en el desierto. No se detenía allí su ardiente fantasía sino que, realizando sus esperanzas, le presentaba a la graciosa Katrina con toda una larga prole de chiquillos, sentada en lo alto de un carro cargado de baratijas caseras, con potes y marmitas danzando en la parte inferior; y él mismo veíase montando a horcajadas una pacífica yegua con un potrillo a la zaga, camino de Kentucky, Tennessee o Dios sabe qué rumbo.

      Cuando entró en la casa, su corazón quedó conquistado por completo. Era una de aquellas espaciosas granjas de altos caballetes y tejados de bajo declive, construídas al estilo transmitido por los primeros colonos holandeses; proyectándose hacia adelante los bajos aleros hasta formar un corredor fronterizo capaz de cerrarse por completo en el mal tiempo. Debajo colgaban mayales, arneses, instrumentos de labranza y redes para pescar en la ribera cercana. En todo el largo de los costados había bancos para el tiempo de verano; una gran rueda de hilar a uno de los extremos y una mantequera al otro lado, mostraban los diversos usos a que este importante pórtico estaba destinado. Del corredor pasó el embelesado Íchabod a la sala que formaba el centro del edificio y era el sitio habitual de residencia. Allí, hileras de resplandeciente vajilla, colocada en un gran aparador, deslumbraron sus miradas. En un rincón había un enorme saco de lana lista para hilarse; en otro, una cantidad de lino y lana acabada de llegar del telar; mazorcas de maíz y cuerdas de manzanas y melocotones secos pendían de los muros en atractiva decoración, mezclados al festival de los rojos pimientos; mientras una puerta ligeramente entornada permitía echar una ojeada al salón más caracterizado, donde las sillas con sus patas de garras y las mesas de caoba obscura relucían como espejos; los morillos de la chimenea, con sus correspondientes palas y tenazas, resplandecían bajo su cubierta semejando cabezas de espárragos; arbustos y conchas decoraban la repisa de la chimenea, sobre la cual veíanse suspendidas hileras de huevos de diversos colores; un gran huevo de aveztruz campeaba pendiente en el centro de la pieza; y un gran anaquel, abierto intencionadamente, desplegaba inmensos tesoros de plata antigua y porcelana bien conservada de la China.

      Desde el momento en que Íchabod reposó sus miradas en aquellas escenas deleitosas desapareció la paz de su espíritu, y todo su estudio concentróse en descubrir la manera de ganar el afecto de la sin par hija de Van Tássel. Tropezaba, sin embargo, para esta empresa con dificultades mayores de las que acostumbrara vencer el enjambre de caballeros


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<p>23</p>

Alusión a la antigua y extendida creencia de que los espectros, duendes y brujos eran solamente los obedientes vasallos y emisarios del genio de las tinieblas.

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