Tormento. Benito Pérez GaldósЧитать онлайн книгу.
querer variar la conversación, diciendo:
«Por nada del mundo iría yo a esas tierras».
–¿De veras?… ¡Quién sabe! Mucho se pierde en la soledad; pero también mucho se gana. Las asperezas de esa vida primitiva entorpecen los modales del hombre; pero le labran por dentro.
–¡Ay!, no. No me hable usted de esa vida. A mí lo que me gusta es la tranquilidad, el orden, estarme quietecita en mi casa, ver poca gente, tener una familia a quien querer y quien me quiera a mí; gozar de un bienestar medianito y no pasar tantísimo susto por perseguir una fortuna que al fin se encuentra, sí, pero ya un poco tarde y cuando no se puede disfrutar de ella.
¡Qué buen sentido! Caballero estaba encantado. La conformidad de las ideas de Amparo con sus ideas debía darle ánimo para abrir de golpe y sin cuidado el arca misteriosa de sus secretos. El soberano momento llegaba.
«Pues señor»…—murmuró recogiendo sus ideas y auxiliándose de la memoria.
Porque, al venir a la casa, había preparado su declaración; tenía un magnífico plan con oportunas frases y razonamientos. Los mudos suelen ser elocuentísimos cuando se dicen las cosas a sí mismos.
IX
Lo que había pensado Caballero era esto:
«Llego, y como los primos se han ido al teatro, me la encuentro sola. Mejor coyuntura no se me presentará jamás. Es preciso tener valor y romper este maldito freno. Entro, la saludo, me siento frente a ella en el comedor, hablamos primero de cosas indiferentes. Ella estará cosiendo. Le diré que por qué trabaja tanto. Contestará, como si la oyera, que le gusta el trabajo y que se fastidia cuando no hace nada. Direle entonces que eso es muy meritorio y que… Adelante: de buenas a primeras le suelto esto: «Amparo, usted debe aspirar a una posición mejor, usted no está bien donde está, en esta servidumbre mal disimulada; usted tiene mérito, usted…» Y ella, como si la oyera, llena de modestia y gracia, se echará a reír y contestará: «Don Agustín, no diga usted esas cosas.» Volveré entonces a hablar del trabajo, que es para mí una necesidad, y diré que hallándome sin ocupación en Madrid y aburridísimo, me marché a Burdeos para establecer allí el negocio de banca. Al oír eso, es indudable, es infalible, como si lo viera, que se echará a reír otra vez y mirándome muy de frente dirá: «Pero D. Agustín, ¿cómo es que al mes de estar en Burdeos se volvió usted a Madrid a aburrirse más y a no hacer nada?.»
»Oída por mí esta pregunta, ya tengo el terreno preparado. La respuesta es tan fácil, que no tengo que hacer más que abrir la boca y dejar salir las palabras, sin que el miedo me sofoque ni la cortedad me embargue la voz. Hilo a hilo fluirán corriendo las frases de mis labios y le diré: «Ya que usted me habla de ese modo, le voy a contestar con franqueza, descubriendo todo lo que hay dentro de mí. Usted me comprenderá… El tedio de Madrid me siguió a Burdeos, y mi espíritu era allí tan incapaz de ordenar un negocio como aquí lo fue. Usted no lo entenderá, y voy a explicárselo. Pasé lo mejor de mi vida trabajando como se trabaja en América, en un mundo que se forma. La soledad fue mi compañera, y en la soledad se nutrían mis tristezas a medida que crecía el montón frío de mis caudales. Amigos pocos, familia ninguna. ¡Ay!, niña, usted no sabe lo que es vivir tantos años, lo mejor de la vida, privado del calor de los sentimientos más necesarios al hombre, habitando una casa vacía, viendo como extraños a todos los que nos rodean, sin sentir otro cariño que el que inspira el cajón del dinero, sin otra intimidad que la de las armas que nos sirven para defendernos de los ladrones, durmiendo con un rifle, despertando al gemir de las carretillas en que se llevan y traen los fardos… Para abreviar: yo me vine a Europa seguro de tener un capital con que pasar la vida, y por el viaje me decía: ¿Pero tú has vivido en todo este tiempo? ¿Has sido un hombre o una máquina de carne para acuñar dinero?.»
»Cuando yo esté diciendo esto, me oirá con toda su alma, fijos en mí sus bellos ojos. Yo me animaré más, y libre ya de todo miedo, continuaré así: «No debo ocultar nada de lo que encierra mi corazón, lleno del tristísimo desconsuelo de su virginidad. Yo no he vivido en Méjico, la capital, donde seguramente habría conocido mujeres que me hubieran interesado. Aquella ciudad de pesadilla, aquella Brownsville, que no es mejicana ni inglesa; donde se oyen mezcladas las dos lenguas formando una jerga horrible, y donde no se vive más que para los negocios; pueblo cosmopolita, promiscuidad de razas; aquella ciudad de fiebre y combate no podía ofrecerme lo que yo necesitaba. La corrupción de costumbres, propia de un pueblo donde el furor de los cambios lo llena todo, hace imposible la vida de familia. Las grandes fortunas que en aquel maldito suelo se improvisaron tuvieron por origen la cruel guerra de secesión, el abastecimiento de las tropas del Sur y el contrabando de efectos militares. Por las vicisitudes de la guerra, que hacían variar cada día el rumbo del negocio, los especuladores no podíamos tener residencia fija. Tan pronto estábamos en Matamoros como en Brownsville. A veces teníamos que embarcar nuestros víveres atropelladamente y remontar el río Grande del Norte hasta cerca de Laredo. ¡Y qué confusión de intereses, qué desorden moral y social! Americanos, franceses, indios, mejicanos, hombres y mujeres de todas castas revueltos y confundidos, odiándose por lo común, estimándose muy rara vez… Aquello era un infierno. Allí el amancebamiento y la poligamia y la poliviria estaban a la orden del día. Allí no había religión, ni ley moral, ni familia ni afectos puros; no había más que comercio, fraudes de género y de sentimientos… ¿Cómo encontrar en semejante vida lo que yo ansiaba tanto? Cuando me vi rico, dije: 'ahora ellos', y me embarqué para Europa. Por la travesía pensaba así: 'Ahora, en la vieja España, pobre y ordenada, encontraré lo que me falta, sabré redondear mi existencia, labrándome una vejez tranquila y feliz…'. Llegué a España. En Cádiz, no quedaba nadie de la un tiempo numerosa familia de Caballero. Quise ver a Bringas, hermano de mi madre. Vine a Madrid, y Madrid me gustó, créalo usted. Este pueblo donde es una ocupación el pasearse, me agradaba a mí, que me había resecado el alma y la vida en un trabajo semejante a las empresas de los héroes y caballeros, si se las desnuda de poesía y se las reviste de egoísmo. Las relaciones entre las personas son aquí dulces y fáciles. Se ven mujeres bonitas, graciosas y finas por todas partes. Donde tanto abunda el género (perdóneme usted este vocablo comercial), fácil es encontrar lo bueno. A los pocos días de estar aquí, vi una…»
»Al llegar a este punto tan delicado, debo reunir todas las fuerzas de mi espíritu para no decir una tontería. Adelante… «Vi una mujer que me pareció reunir todas las cualidades que durante mi anterior vida solitaria atribuía yo a la soñada, a aquella grande, hermosa, escogida, única, que brillaba dentro de mi alma por su ausencia y vivía dentro de mí con parte de mi vida. Cuando lo que se ha pensado durante mucho tiempo aparece fuera de uno, en carne mortal, llega la hora de creer en la Providencia y de hallar justificada la vida. Tuve grandísima alegría al ver a la tal mujer, y desde el primer momento me gustó tanto, tanto… Diré las cosas claras, con toda la llaneza de mi carácter. Pues oiga usted, la vi un sábado y me hubiera casado con ella el domingo. Parecíame haberla visto y conocido y tratado desde muchos años antes, casi desde que ella era tamañita así y apenas alcanzaba a poner las manos sobre esta mesa. Figurábame que poseía todos sus secretos y que ninguna particularidad de su vida me era ignorada. No sé por qué, su semblante y sus ojos eran su alma, su historia, y tenían una diafanidad admirable y como milagrosa. Cosa rara, ¿verdad? Todo lo que de ella necesitaba saber lo sabía sólo con mirarla. Sospechas de engaño, de doblez, de mentira… ¡oh!, nada de esto cabía en mí viéndola. El amor y la confianza eran un mismo sentimiento, como en otros casos lo son el amor y el recelo. No necesitaba yo de rebuscados antecedentes para saber que era virtuosa, prudente, modesta, sencilla, discreta, como no necesitaba de ojos ajenos para saber que era hermosa. Y créalo usted, por ser ella de cuna humilde me gustaba más; por ser pobre muchísimo más. Aborrezco esas niñas llenas de pretensiones y de vanidad que contrasta con el mediano pasar de sus padres; aborrezco las redichas, las compuestas, las noveleras, las que llevan en su frivolidad la ruina de sus futuros maridos… Bien, adelante… Quise decirle lo que sentía, y no tuve ocasión ni lugar adecuados a mi objeto. Mi timidez me impedía buscar aquella ocasión y apartar los testigos… Yo soy poco hablador; me falta el D., mejor dicho, la iniciativa de la palabra. Mi corazón se espanta del ruido, y se sobrecoge azorado cuando la voz se esfuerza en sacarlo a la vergüenza pública. Pensé escribir una larga carta, pero esto me parecía