Bocetos californianos. Bret HarteЧитать онлайн книгу.
puras profundidades de su loquillo corazón un movimiento de involuntaria simpatía hacia él.
–Quince años hace que abandonó mi casa—dijo el señor Tomás,—hecho un pródigo y un libertino. ¡Pero yo mismo era un hombre de pecado!… ¡Oh, amigos en Jesucristo! Un hombre de ira y de rencor.—(«Amén»—añadió la mayor de las Jonnes). Pero, alabado sea Dios, he huido de mi propia cólera. Cinco años ha que obtuve la paz que supera a la humana comprensión. ¿La tienen ustedes, amigos?
Un subcoro de «no, no», por parte de las muchachas, y un «venga el santo y seña» por la del teniente de navío, Coxe, de la corbeta de guerra de los Estados Unidos, El Terror, sirvieron de contestación.
–«Llamad y se os abrirá». Y cuando descubrí lo errado de mi camino y la preciosidad de la gracia—continuó el señor Tomás,—vine a darla a mi querido vástago. Busqué por mar y por tierra sin desmayar. No esperé que él viniera a mí, lo cual podría haber hecho, justificándome con el libro de los libros en la mano, sino que le busqué en el cieno, entre los cerdos, y… (el final de la frase se perdió por el roce de los vestidos de las señoras al retirarse). Obras, hermanos en Jesucristo, es mi divisa; «por sus obras los conoceréis» y ahí están las mías, que todos pueden juzgar a la luz del día.
Y, al decir esto, el señor Tomás, gesticulando y haciendo extrañas muecas, miraba fijamente hacia una puerta abierta que daba a la terraza, atestada hacía poco de criados mirones y convertida ahora en escena de un tumulto infernal.
En medio del ruido, cada vez creciente, un hombre, miserablemente vestido y borracho como una sopa, se abrió paso por entre los que se le oponían, y penetró en la sala con paso nada seguro. El brusco cambio entre la neblina y la oscuridad de fuera, y el resplandor y el calor de dentro, lo deslumbraron, así es que en su estupor quitose el estropeado sombrero y lo pasó una o dos veces ante sus ojos, mientras se sostenía, aunque con poca seguridad, contra el respaldo de un sofá. De pronto, su errante mirada cayó sobre la pálida fisonomía de Carlos Tomás, y con un destello de infantil inteligencia y una débil risa de falsete, echose hacia adelante, agarrose a la mesa, hizo caer los vasos, y, finalmente, se dejó caer sobre el pecho del joven.
–¡Carlos! ¡Caramba de truhán! ¿qué tal?
–¡Silencio! ¡Siéntate! ¡Calla!—dijo Carlos Tomás, forcejeando rápidamente por desembarazarse del abrazo de su inoportuna visita.
–¡Mírenlo!—continuó el forastero, sin hacer caso del aviso y con la mayor despreocupación.
Y en tono de amorosa y expresiva admiración, y reteniendo al pobre Carlos con vacilante muñeca, lleno de ternura, prosiguió:
–¡Contemplen, pues, a este pillastre! ¡Carlos, así Dios me condene, estoy orgulloso de ti!
–¡Salga usted de casa!—dijo el señor Tomás, levantándose con la amenazadora y fría mirada de sus ojos grises, y haciendo acopio de autoridad.—Carlos, ¿cómo te atreves?…
–¡Cálmate, vejete! Carlos, ¿quién es ese tío, vamos? ¡Corre!
–¡Cállate, insensato! ¡Vamos, toma esto!—Y con mano nerviosa Carlos Tomás llenó de licor una copa.—Bebe y vete, hasta mañana… en cualquier parte, pero déjanos; vete en seguida y déjanos en paz.
Pero antes de que el miserable pudiera beber, el anciano, pálido de rabia, precipitose sobre el intruso, y asiéndolo con sus poderosos brazos y arrastrándolo a través del grupo de asustados comensales que los rodeaban, alcanzó la puerta abierta de par en par por los criados, cuando Carlos Tomás exclamó, con un grito angustioso:
–¡Deténgase!
Parose el anciano. A través de la puerta, abierta de par en par, la neblina y el viento llevaron al interior una oleada de frío.
–¿Qué significa esto?—preguntó, volviendo hacia Carlos su colérico rostro.
–¡Nada! Pero, deténgase, se lo suplico… Aguarde hasta mañana, pero no esta noche. No lo haga. Se lo ruego. Por el amor de Dios, no haga usted eso.
En el tono de la voz del joven, o tal vez en el contacto del miserable que luchaba entre sus poderosos brazos, había un no sé qué indefinible y extraño. Sea como fuere, un terror confuso e indefinible se apoderó del corazón del anciano, que murmuró con voz salvaje:
–¿Quién es este sujeto?
Carlos no contestó.
–¡Atrás todos!—gritó con voz de trueno el señor Tomás a los convidados que lo rodeaban.—¡Carlos, ven aquí! Yo te lo mando, yo… yo… yo… yo te ruego… me digas quién es este hombre. Ahora mismo.
Dos personas, tan sólo, oyeron la contestación que salió, débil y quebrantada, de los labios de Carlos Tomás:
–Es su hijo.
Al día siguiente, cuando el sol había rebasado las áridas colinas de arena, los convidados habían desaparecido de los festivos salones del señor Tomás. Las luces ardían aún pálidas y tristes en los desiertos salones, y en medio de este abandono, sólo tres personas se acurrucaban apretadas en un ángulo de la fría sala, formando confuso montón. La una, tendida en un canapé, dormía el sueño de la borrachera; sentábase a sus pies el que hemos conocido por Carlos Tomás, y junto a ambos, encogida y rebajada a la mitad de su tamaño encorvábase la figura del señor Tomás, la mirada hosca, los codos sobre las rodillas y tapándose con las manos los oídos, como para evitar la voz triste y suplicante que parecía llenar los ámbitos de la habitación.
–Bien sabe que no empleé voluntariamente artificio alguno para engañar a usted. El nombre que di aquella noche fue el primero que me vino a las mientes; precisamente el nombre de uno a quien creí muerto; el del disoluto compañero de mi vida de libertino. Cuando más tarde me interrogó usted, empleé el conocimiento que de él había adquirido, para enternecer su corazón y ganarlo para una vida honrada. ¡Juro que únicamente fue por esto! Y cuando me dijo quién era, vi por primera vez abrirse ante mí una nueva vida… entonces… entonces… ¡oh, señor! sí, estaba hambriento, desnudo y sin recurso, cuando iba a robar su bolsillo; me sentía solo en el mundo, infeliz y desesperado, cuando quise robar la ternura de un padre dolorido.
El anciano permanecía imperturbable. Desde su suntuoso lecho, el recobrado hijo pródigo roncaba confiadamente.
–Yo no tenía padre que pudiese reclamar. Jamás conocí otro hogar que el que he tenido hasta estos momentos. Caí en la tentación. ¡He sido tan dichoso… tan dichoso!
Irguiose y permaneció de pie ante el viejo.
–No tema que me interponga entre su hijo y la herencia. Parto hoy de este lugar para jamás volver. El mundo es grande, y, gracias a su bondad, sé ahora ganarme la vida honradamente. ¡Adiós! ¿No quiere usted aceptar mi mano?… Sea. ¡Adiós!
Y dio media vuelta para marcharse. Pero, cuando llegó a la puerta, retrocedió de repente, y alzando entre ambas manos la encanecida cabeza del anciano, la besó unas y más veces con efusión.
–¡Carlos!
No hubo contestación.
–¡Carlos!
Incorporose el anciano estremecido y corrió bamboleándose débilmente hacia la puerta. Estaba abierta. Por ella llegaba el tumulto de una gran ciudad que despierta, y entre este tumulto las pisadas del hijo pródigo que se perdían a lo lejos, para siempre.
MAGDALENA
El coche se deslizaba penosamente por la estrecha carretera, dando frecuentes sacudidas. En su interior éramos siete personas que no habíamos despegado los labios desde que uno de aquellos saltos vino a dejar sin concluir la última cita poética del juez, mi honorable vecino. El hombre alto sentado junto a éste, dormía con el brazo pasado por la colgante correa, y apoyada la cabeza en ella, formaba como un objeto fofo e indefinible, parecía que se hubiese ahorcado a sí propio, y le hubieran cortado la cuerda que le había