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La desheredada. Benito Pérez GaldósЧитать онлайн книгу.

La desheredada - Benito Pérez Galdós


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me da lástima de él; pero ¿qué puedo hacer? ¿Puedo hacer yo que las cosas sean de otra manera que como Dios las ha dispuesto?… Está que ni pintado para Emilia o para Leonor… Me alegraré mucho de que sea un hombre de provecho. Necesitará protección de las personas acomodadas, y en lo que de mí dependa…».

      Se acostó, no para dormir, sino para seguir dando vida ficticia en el horno siempre encendido de su imaginación a la visita del día siguiente y a las consecuencias de la visita. El marqués de Saldeoro entraba; ella le recibía medio muerta de emoción, le hablaba temblando; él le respondía finísimo. ¡Y qué claramente le veía! Ella rebuscaba las palabras más propias, cuidando mucho de no decir un disparate por donde se viniera a conocer que acababa de llegar de un pueblo de la Mancha… Él era el más cumplido caballero del mundo… Ella se mostraba muy agradecida… Él dejaría su sombrero en un sillón… Ella tendría cuidado de ver si alguna silla estaba derrengada, no fuera que en lo mejor de la visita hubiera una catástrofe… Él había de dirigirle alguna galantería discreta… Ella tenía que prever todas las frases de él para prepararse y tener dispuestas ingeniosas contestaciones… ¡Cielo santo!, y aún faltaba una larga noche y la mitad de un larguísimo día para que aquel desvarío fuera realidad…

      Era preciso arreglar el cuarto lo mejor posible… ¡Qué pensaría el caballero ante aquellos miserables trastos!… Isidora no podía mirar sin sentir pena las tres láminas que ornaban las paredes empapeladas de su cuarto. Aquí una vieja estampa sentimental representaba la Princesa Poniatowsky en momento de recibir la noticia de la muerte de su esposo; allí el cuadro del Hambre; enfrente, dos amantes escuálidos, esmirriados y de pie muy pequeño, él de casaca con mangas de pemil, ella con sombrero de dos pisos, se juraban fidelidad junto a un arroyo… Si D.ª Laura no se incomodase, Isidora arrojaría a la calle las tres laminotas… Pues, ¿y la cómoda con su cubierta de hule manchado? Más valía no verla… Pero ella se levantaría temprano y fregotearía bien la cómoda, el lavabo de tres patas y haría maravillas de orden y limpieza… Después compraría una corbata bonita… Rogaría a D.ª Laura que la dejase traer de la sala dos sillas de damasco con sus fundas de percal… En fin… No contenta con pensar lo que pasaría al siguiente día, pensó los sucesos del tercer día y los del otro y los del mes próximo, y los del año venidero, y los de dos, tres o cuatro años más.

      Dejémosla mal dormida, abrazada consigo misma, a las altas horas de la noche, cuando todo ruido cesara en la casa. ¿Era aquello felicidad o martirio? Dice Miquis, y quizás dice bien, que no existiría ni siquiera el nombre de felicidad si no se hubieran dado al hombre, como se da al niño el juguete, el consuelillo de esperarla.

       Capítulo VI

      ¡Hombres!

      —I—

      Aquella buena mujer que pared por medio de la Sanguijuelera vivía, tenía por consorte a un rico mercader americano. Entiéndase bien que lo de rico se le aplica por ser tal su apellido (se llamaba Modesto Rico), y lo de americano por tener un establecimiento, no en las Américas que están de la otra banda del mar, sino en aquellas, menos pingües y lejanas, que se extienden por la Rivera llamada de Curtidores, pasan la procelosa Ronda de Toledo y van a perderse entre basuras, escombros y residuos de carbón en las Pampas de la Arganzuela, cerca de donde, por fétidas bocas, arroja Madrid sobre el Manzanares lo que no necesita para nada.

      Modesto Rico tenía un tingladillo de clavos usados, espuelas rotas, hebillas, cerraduras mohosas, jaulas de loros, abolladas alambreras y tinteros de cobre. Era además lañador y lañaba de lo lindo. Ganaba poco, y este poco se lo quitaba su afición a la horchata de cepas. Animal más digno de desprecio y lástima no se ha visto ni verá. Una y otra vez en el curso de la semana, y principalmente los domingos y lunes, hacía sus cuentas sobre las costillas de su mujer con una vara de acebuche o simplemente con la mano, más dura que granito.

      Pues de esta unión había nacido un niño, el más bonito, el más gracioso, el más esbelto, el más engañador y salado que en el barrio había. Contaba a la sazón diez años, que parecían doce, según estaba el rapaz de espigado y suelto. Su cara era fina y sonrosada, el corte de la cabeza perfecto, los ojos luceros, la boca de ángel chapado a lo granuja, las mejillas dos rosas con rocío de fango; y su frente clara, despejada y alegre, rodeada de graciosos rizos, convidaba a depositar besos mil en ella. Por estas lindezas, por la soltura de sus miembros y gallardía de su cuerpo alto y delicado, estaba más orgullosa de él su madre que si hubiera parido un príncipe. Hablaba el lenguaje de su edad, con graciosos solecismos, comiéndose medio idioma y deshuesando el otro medio. Si en el Cielo hay algún idioma o dialecto, el oír cómo lo destrozan los ángeles será el mayor regocijo y entretenimiento del Padre Eterno.

      Hacía grandes esfuerzos Angustias (a quien llamaban también Palo—con—ojos) por poner sobre aquellas tiernas carnes ropa apropiada a la preciosa cara y al bonito cuerpo de su hijo. Su pobreza no le permitía el lujo más ansiado de su corazón. Pero allá Dios le daba a entender, con guiñapos del Rastro y otros arreglados por ella, conseguía vestirle a su placer, y se recreaba en él; mirábase en aquel espejo que era su vida y sus amores; se henchía de satisfacción oyendo los encomios que del muchacho hacían las vecinas. Para los domingos tenía un pantalón azul, más bien recortado que corto, unas botas usadas, de segunda mano, o mejor, de segundos pies, y una camisola que su madre cuidaba de planchar el sábado. Pero lo más lindo era una chaquetilla de felpa roja, tan raída como bien ajustada, sobre la cual liaba Angustias una faja hecha de dos o tres cintas de colores perfectamente cosidas, con lo que el muchacho parecía un sol, más que un príncipe, algo de sobrenatural en belleza y gallardía, como un Niño Jesús vestido de torero. Desde que apareció por primera vez en la calle de Moratines, le pusieron por apodo el Majito, y así se llamó toda su vida. Su nombre era Rafael. Decían los vecinos que todas aquellas galas habían sido de niños muertos y de despojos allegados, sabe Dios cómo, del obscuro borde de la tumba. No nos corresponde aclarar esto, y tuvieran o no razón las murmuradoras, ello es que el Majito estaba majísimo con aquellos arreos.

      Lo que vamos a contar pasó en un domingo. El Majito salió brincando de su casa para ir a enredar a las ajenas. Mirole salir gozosa Palo—con—ojos; mas no era fácil que el regocijo se pintase en su cara, por tenerla casi toda cubierta con un pañuelo, a causa del dolor de muelas y de la hinchazón que estaba sufriendo aquel día. Y aun así no faltaban alrededor de su frente las sortijillas pegadas con tragacanto, ni la canastilla y peinas. Era la carátula más grotesca que imaginarse puede, pues uno de los lados de su rostro parecía calabaza, y era tal el peso, que no separaba de aquella parte la mano.

      El Majito se metió de un salto en la tienda de la Sanguijuelera. Esta solía mimarle y le obsequiaba unas veces con piñones y otras con azotes.

      «Hola, lagartijilla, ¿ya estás aquí?… No enredes en la tienda, porque vas a cobrar.

      –¿Y Pecado?

      –En el taller… Dios le tenga allá…».

      Aquel día, aunque era festivo, el soguero tenía trabajo hasta las doce. No había querido ir Mariano; pero su severa tía le cogió por una oreja, y… ¡Valiente holgazán!

      «¿Y Pecado?—volvió a preguntar el Majito.

      –Te digo que está en el trabajo… No te montes sobre la tinaja. Si me la rompes, vas a ver. ¡Eh, eh! No te encarames, o te vas de aquí más pronto que la vista.

      –¿En dónde está Pecado?».

      Para preguntar, los sabios y los chicos. La Sanguijuelera, cansada de responder a la misma pregunta, le cogió con una mano los dos carrillos, estrujándoselos, con lo que la boca del Majito resultó como una guinda. Le dio un beso en ella, diciéndole: «¡Qué pesado eres…, y qué rebonito!».

      «¡Suéltame, vieja!—exclamó Rafael, limpiándose la cara.

      –Eso es, frótate, bobo… Y me has llenado de babas.

      –¿Y Pecado?

      –¡Toma Pecado!».

      Y le arreó dos nalgadas. Como un


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