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Sesenta semanas en el trópico. Antonio EscohotadoЧитать онлайн книгу.

Sesenta semanas en el trópico -  Antonio Escohotado


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      Para Jorge Ivánez, espejo de generosidades

      1 Bangkok

      2 Samui

      3 El país de los viet

      4 «Moral Philosophy»

      5 Singapur

      6 El monzón de invierno

      7 No engañéis, y no seréis engañados

      8 Yangón y la vieja Rangún

      9 Tailandia como tigre asiático

      10 Entre dos aguas

      11 Tiempo muerto

      12 Manaus

      13 Aires porteños

      14 El civismo recobrado

       Bangkok

      3/8 de 2000

      Hay trece horas de avión por delante, desde el ascua de luz parisina que vamos dejando atrás hasta los paisajes ignorados de Tailandia. Llevo el corazón muy maltrecho. Hace medio año me separé de una mujer a quien había prometido no dejar nunca. Antes de confesarle que hice un hijo con otra huyo a la cara opuesta del mundo, para no asistir al dolor causado por la confesión en mi antigua casa, un dolor que me resulta insufrible, desmedido, monstruoso. Tengo razones para romper ese matrimonio, desde luego, pero nada cambiará que podía haberme sacrificado y no lo hice. Es algo que repite el ánimo cada mañana cuando despierto, percibiendo el atardecer avanzado de la vida como una navegación diametralmente distinta de la previa. Siempre recorrí el filo de la navaja, guardado por una alegría estoica que repartía suerte en los peores percances. La propia estima quedó enganchada al dar el último salto, y ahora toca seguir con pasiones que gobiernan mezquinamente, como el metabolismo.

      La cobertura profesional es un proyecto —«Causas de la pobreza y la riqueza en Oriente y Occidente»—, aceptado como año sabático por mi universidad y otra de Bangkok. Quizá no encuentre nada valioso en esta dirección, aunque a efectos académicos baste reunir datos. Hasta hace poco miraba todo por el filtro Aristóteles-Hegel. La zozobra personal coincide con el redescubrimiento de Hume, que propone una razón no hipotecada a arrogancias. Es arrogancia ver el designio como origen de realidades que cambian sin pausa, unidas a prosaicas ventajas comunes. Por ejemplo, se dice que acatamos un gobierno porque nuestros ancestros concertaron cierto pacto, lo cual complace al amor propio humano. Pero ¿qué les llevó a pactar, replica Hume, aparte de su propia conveniencia? Como la razón y el interés coinciden aquí, en situaciones catastróficas hará falta mucho gobierno, no así en otras. Imaginar que el Estado puede asumir funciones de redentor moral opone altruismo y egoísmo sin cordura, decretando filantropías forzosas que se resuelven en obediencia ciega a algún yo con nombre y apellidos.

      4/8

      Novedad y fijeza. Algunas cosas nuevas pasan desapercibidas, quizás por lo mismo que nuestra atención se concentra sobre objetos en movimiento. Los trozos inmóviles de un paisaje han de mirarse uno a uno antes de aparecer, y los trozos nuevos tener algo previsto o no nuevo para destacarse. El desafío de explicar esta ocurrencia me acomete en la gran cama doble del hotel en Bangkok, recién tragada una pastilla de somnífero con cerveza local y un buen chorro de tequila, a efectos de contrarrestar el jet lag. Pasados unos veinte minutos, el ánimo apenas atormenta.

      Útil sin duda para atender a peligros, la fascinación del ojo ante lo móvil explica por qué resulta tan común obrar de manera patosa en bares con marcha. El irreflexivo los recorre de una punta a otra mirando ciegamente, hasta darse a menudo de bruces con otros parroquianos. Como aspira a captar todo sin demora, apenas ve nada y encima es visto de lleno, poseído por una mezcla de prisa y avidez que no exalta su encanto. Por eso digo a los hijos —según van creciendo— que estar provechosamente en estos lugares pide economía de movimientos. Por ejemplo, conseguir una bebida y buscarse algún sitio desde donde observar muy tranquilamente, única manera de saber si hemos llamado la atención de alguien por el buen método, que es interceptar su mirada por sorpresa. Los seductores observan inmóviles y con sigilo, en contraste con la legión de mirones o seducidos. No olvidan que lo móvil sólo puede captarse de manera borrosa. Ver, en sentido propio, reclama que observador y observado se detengan por completo, siquiera sea un instante.

      Una distancia parecida entre mirar y ver depende de lo novedoso. Si el paisaje es radicalmente nuevo conmueve en principio menos que acompañado por novedades de segundo orden, como cuando en un museo topamos con cuadros o esculturas ya familiares. La pagoda sólo ahora es tridimensional y tangible, aunque estaba esperando en la memoria. Lo mismo puede decirse del rostro asiático, y casi de cualquier otra cosa. En vez de raro el paisaje resulta entonces pintoresco, caricatura de lo propiamente extraño o nuevo. De ahí que ni el aeropuerto ni el largo recorrido hasta el centro de Bangkok ni el hotel hayan sido sino un tránsito de copias planas a originales cúbicos, de algunas reproducciones a sus objetos. Lo más próximo a una sorpresa —y de mal agüero— es ver hasta qué punto quienes trabajan en la calle llevan puestas máscaras, unas veces como las que usa el personal de quirófano y otras veces más aparatosas. La primera novedad real llega horas más tarde, cuando empieza a hacerse de noche y miro por la ventana de un séptimo piso.

      Entre aguacero y aguacero se perfilan pequeñas viviendas y grandes rascacielos aislados, no pocos de ellos inconclusos. Hijos de la crisis desatada en 1997, estas mastodónticas estructuras de metal y hormigón han quedado en esqueletos, faltos del revestimiento y los servicios internos que demandaba su cuerpo total. De la euforia inmobiliaria restan edificios como el Baiyoke Sky II, que desde su mirador de la planta 89 domina un enorme horizonte llano, cubierto todo él por obras humanas y espesa polución. Ni eso ni algunos hoteles lujosos afecta al hecho de que Bangkok sea una megalópolis de casitas renegridas. Calle a calle, el cableado de la luz y el teléfono cuelga en inextricables y cochambrosas madejas, sujetas por postes de hormigón a la altura de los entresuelos. El alcantarillado, que corre bajo las aceras, está presente a través de periódicos respiraderos, por donde rebosa al poco de caer una tromba de agua. Los cables se encofran y las aguas van por cañerías en el estrato que podemos llamar arriba, propio de inmuebles con más de quince o veinte pisos. Abajo, a pie de calle, la decoración recuerda Blade Runner, con minúsculos puestos protegidos de la lluvia y el sol por paraguas. La circulación peatonal se parece al entrar y salir de algún estadio. El tráfico rodado quiere adaptarse a la vida del arriba, pero las estrecheces del abajo lo condenan a convertirse en un ruidoso coágulo.

      Al fin algo imprevisto: una división vertical en vez de horizontal del territorio. Aunque no deje de haber barrios ricos y pobres, esa diferencia suele desarrollarse dentro de la misma manzana, comenzando por las hediondas aceras y terminando en el lujo de áticos ajardinados. La visión no tranquiliza a alguien que padece vértigo, pero el combinado de alcohol y benzodiacepina baja piadosamente el telón.

      5/8

      Encuentro hierba por procedimientos indirectos. Cerca del hotel —que es el aceptable Indra Palace— hay una sastrería para aficionados a la seda, y bastó echar una ojeada al escaparate para que un dependiente saliera y me invitase a entrar. Hablaba un inglés impecable, rondaría los veinticinco años y pensé que si me compraba un pantalón podría pedirle que lo llevase al hotel para la prueba definitiva, momento adecuado a efectos de entrarle con demandas de cáñamo. Los peligros aparejados a ser descubierto con alguna droga ilegal en Tailandia aguzan el ingenio y aflojan la cartera; en este caso, hasta el punto de comprar un pantalón de seda salvaje anormalmente caro y feo, negro para más señas, que al copiarse fielmente del mío cargó con unas pinzas ridículas, dado el apresto de la tela.

      La estratagema está a punto de naufragar dos horas después, cuando quien viene a traerme la prenda es un primo del primero, más joven aún y poco fluido en inglés. Le doy una buena propina y pregunto por «grass, marihuana», a lo cual responde girando la cabeza mientras mira al techo, como si no entendiera. Una vez solo, estoy maldiciendo la torpeza de todo el asunto cuando llama por teléfono Johnnie, el sastre bilingüe. Algo más tarde estamos hablando relajadamente en la habitación. Su lacónico primo me había dado la primera clase asiática de modales; no asintió ni negó, se abstuvo de intervenir inmediatamente.

      Hijo de padre indio y madre thai, Johnnie fue enviado a California


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