Semblanzas literarias. Armando Palacio ValdesЧитать онлайн книгу.
Nieto, después de peregrinar largamente de un cabo á otro de la Biblioteca durante varios días, se dirige á la sección, y con tal apetito entra en el debate, que no le bastan para saciarlo varias horas. Nos hace recorrer con velocidad que causa vértigo todo el panorama de las cuestiones vitales, y saltando de astro en astro, visitamos en corto tiempo todos los puntos luminosos que brillan en el cielo del pensamiento. ¿Quién se atreverá á censurar las metamórfosis de sus ideas? ¿Por acaso no hay hermosuras en todos los parajes del camino recorrido? ¿No hay también en todos ellos indignidades y torpezas? Son muchas las flores de donde su inteligencia podrá extraer la miel sabrosa. Mucho también es el cieno donde sus alas corren peligro de mancharse. Si la humanidad muda diariamente de creencias y opiniones, ¡qué podrá ser la individual firmeza!
Jamás emplea la chanza ó la burla para atacar las doctrinas que tiene enfrente. Cuando es objeto de ellas, su indignación sube de punto y se irrita y exaspera, pero la rabia de que se siente poseído á nadie infunde pavor ni miedo. Tiene un dejo de infantil inocencia que la hace simpática más que repugnante.
El conocimiento que del auditorio tiene es, si la paradoja valiera, inconsciente; sabe apreciar en globo los efectos, pero no llega su penetración á graduar los últimos registros. El período sale terso casi siempre, pero el ímpetu que trae lo prolonga á menudo más de lo conveniente, rebajando un poco su belleza.
Aunque la palabra es fogosa y la entonación acalorada, apenas se vale de imágenes para expresar su pensamiento. Cuando las emplea, son animadas y del mejor gusto.
Resumamos el carácter del Sr. Moreno Nieto.
Elocuente y un poco más impetuoso de lo que fuera necesario. Carece de los recursos del orador experto, porque en el Sr. Moreno Nieto nada pende de la experiencia, y todo de su genio vigoroso y espontáneo. Es en el ademán arrebatado, pero noble y simpático. Por último, en la incontestable vacilación que se observa en sus ideas, creemos ver reflejada esa lucha sorda, pero profunda, en que viven los entendimientos de este siglo ¡tan grande y tan desgraciado!
E aquí que el Sr. Revilla surge ante mis ojos y ya adopta la figura más graciosa para ser retratado. No le hagamos esperar. Tiene fama de impaciente, y pudiera marcharse dejando á mis lectores defraudados, y á mí corrido y boquiabierto con la pluma tras la oreja.
Todo el mundo ha puesto las manos sobre el señor Revilla. Y por si estas metafóricas manos le hacen cosquillas, me apresuro á explicar el tropo diciendo que el Sr. Revilla ha dado ya mucho que decir en el curso de su vida. Yo mismo, que soy una especialidad en no decir nada, sobre todo cuando no me preguntan, confieso que he murmurado de este orador un poco, en cierto número de La Política, que no recuerdo en qué mes ni en qué año vió la luz. Algo de lo que entonces dije habré de repetir ahora. Mas no será poco lo que necesite callar, pues la fisonomía moral, como la física, sufre por virtud de los años grande y atendible mudanza.
Al hablar del Sr. Revilla, juzgo necesario despojarme de aquella simpatía personal que pudiera conducirme á un entusiasmo sobrado ruidoso, para manifestar, con toda imparcialidad, mi serio y leal entender sobre su persona. Ninguna prueba más clara de aprecio puede darse á un grande espíritu que presentar sus defectos al lado de los méritos que lo realzan. Porque de esta suerte asegura su reputación contra la malevolencia, y la guarda también de una vil y funesta lisonja.
Una de las cualidades que la opinión se empeña en señalar con más insistencia al carácter de nuestro orador, es la de ser profundamente escéptico. Sobre tal escepticismo, fuerza es que discurramos brevemente. El Sr. Revilla no es un escéptico de pura sangre, de aquellos que salen al mundo haciendo muecas al cura que los bautiza y lo dejan con una helada sonrisa de desdén; almas provistas de concha como la tortuga, en las cuales el sol de la religión no consigue hacer entrar sus rayos, ni el amor humano logra introducir su elixir de vida. No; el Sr. Revilla es un escéptico de ayer, un escéptico novicio, y por eso incurre en todas las imprudencias y sinrazones del neófito. Más que escéptico, es un creyente avergonzado, que perdió su fe en la verdad porque la halló ridícula. Si la verdad se ostentase siempre bella ó fuese de buen tono, como ahora se dice, nunca dejaría de contar al Sr. Revilla entre sus adeptos. Mas aquélla afecta en ocasiones formas rudas y desgraciadas, y el Sr. Revilla ama demasiado á la estética para consentir en privarse, ni por un instante, de sus tiernos halagos. De aquí que se preocupe más por seguir con escrupulosa exactitud los vaivenes de la moda en el mundo científico que de aquilatar con paciencia la verdad ó el error de cada nueva teoría. Su inteligencia, un tanto impresionable, le arrastra todos los días por distintos y peregrinos senderos. Y hago observar que así como el escepticismo corriente se caracteriza por no creer nada, el del Sr. Revilla, más original, consiste en creerlo todo por etapas. Su viajero pensamiento se columpia como una oropéndola y discurre con increíble agilidad por todos los sistemas religiosos ó sociales haciendo noche fatigado en los yermos de la duda. ¡La duda! La duda no es para el Sr. Revilla la llave de la sabiduría, sino una deidad misteriosa é incitante á quien su confundido entendimiento rinde fervoroso culto.
No soy de los que creen en la absoluta necesidad de afiliarse á una secta filosófica ó política; pero sí abrigo la convicción de que urge para todo pensador el crearse un sistema de verdades, sin el cual pensamiento y conducta marcharán siempre vacilantes. Por lo mismo no reprocho al Sr. Revilla sus geniales deserciones, sus transacciones ó sus intransigencias. Lo que me atrevo á censurar con todas mis fuerzas es que por mostrar discreción, ó á guisa de solaz, haga frente á cada escuela con las doctrinas de su contraria, sin que alcance á recabar de estos conflictos su poderosa inteligencia otra conclusión que la que deducen los espíritus vulgares del choque de los sistemas, esto es, que todos por igual son falsos y mentidos.
Mas dejemos al Sr. Revilla, filósofo, entregado á las enervantes caricias de la duda, y salgamos del océano amargo de la censura para entrar en las dulces aguas del aplauso. El Sr. Revilla podrá no ser un filósofo, y de hecho le falta mucho para serlo, pero es fuerza convenir en que tiene bastante para ser uno de los entendimientos más privilegiados que hoy posee nuestra patria. Es uno de esos talentos insinuantes y serenos á propósito para sortear los escollos de la vida, porque al modo de ciertos metales, es dúctil y maleable. No quiero decir con esto que carezca de vigor, pero es más audaz que vigoroso. Se ofrece como uno de esos hombres que nadie sabe de dónde vienen ni á dónde van, pero que todo el mundo conoce perfectamente dónde se les encuentra. Vive en la polémica, en la incesante batalla que tienen trabada las escuelas, y lucha, ya de un lado, ya de otro, con una ó con otra enseña, porque
«sus arreos son las armas, su descanso el pelear»,
esgrimiendo la lengua con aquel denuedo y bizarría con que Orlando daba vueltas á su espada.
En la polémica es donde el Sr. Revilla pone de manifiesto lo perspicuo y lo flexible de su ingenio. Por abstrusa que la cuestión parezca, ó por lejana que se encuentre de su recto camino (y cuenta que en el Ateneo las cuestiones son bastante dadas á irse por los cerros de Úbeda), así que el Sr. Revilla se apodera de ella, se esclarece y depura cual si entrara en un crisol. Conviene advertir, no obstante, que el Sr. Revilla ve con asombrosa claridad los aspectos más capitales de todo asunto, pero acostumbra á dejar en lamentable abandono los detalles. Tratándose de problemas sociales ó religiosos, este lógico porte antes parece plausible que vicioso, porque la vaguedad con que las más de las veces se plantean, lo reclama. Mas en achaques de arte suelen jugar los detalles un papel principalísimo, alumbrando ú oscureciendo el pensamiento generador de la obra. De aquí que el Sr. Revilla, como crítico, no tenga, á mi juicio, aquel puro sentido artístico que en vano se busca en los tratados de Estética, porque sólo reside en una naturaleza fina y exquisita socorrida por una larga y atenta contemplación de obras artísticas. En una palabra, creo que el Sr. Revilla no tanto posee el sentido como la ciencia del arte.