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Memorias de Idhún. Saga. Laura GallegoЧитать онлайн книгу.

Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego


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silencio por la gran escalera de caracol y, una vez delante de la puerta de la biblioteca, la empujó con suavidad; esta cedió sin necesidad de que hiciese demasiada presión. Entró.

      Era la primera vez que estaba a solas en la biblioteca desde el día de su llegada, y se estremeció al recordar las fantásticas visiones que había contemplado allí entonces.

      Cerró la puerta tras de sí y miró a su alrededor. La estancia estaba a oscuras y en silencio. La enorme mesa redonda seguía también en el centro de la habitación, rodeada de seis sillas y contemplada por los cientos de viejos volúmenes escritos en antiguo idhunaico y encuadernados en piel que reposaban en las altísimas estanterías que forraban las paredes.

      —Luz –murmuró Jack a media voz.

      Tras un chisporroteo, las antorchas se encendieron. Jack no pudo evitar una sonrisa. Alsan le había explicado que, a excepción del pequeño templo del jardín, donde se rendía adoración a los dioses de Idhún, aquella sala era el lugar más importante de Limbhad. Por eso no le había permitido a Shail alterarla con ningún artefacto de la Tierra. La luz allí se encendía con solo pedirlo en voz alta, y el mismo sistema servía para las ventanas de la casa, cerradas con aquel extraño material tan flexible, que desaparecía y reaparecía cuando se lo ordenaban. Jack sonrió de nuevo, recordando su primera noche allí, y cómo había intentado abrir aquellas ventanas, sin conseguirlo. Entonces todavía no creía en la magia o, al menos, no demasiado.

      Pero desde aquella noche habían pasado muchas cosas.

      Se aproximó a la mesa, intimidado, y contempló los extraños símbolos y grabados que la adornaban. Gracias al amuleto de comunicación que le había regalado Victoria, podía hablar, entender y leer el idhunaico. Pero eso no incluía el idhunaico arcano, una variante del lenguaje de Idhún, misteriosa y esotérica, que solo los magos conocían y utilizaban.

      Shail le había hablado de la historia de Limbhad y de aquella biblioteca.

      En tiempos remotos, le había dicho, la enemistad entre magos y sacerdotes llegó a su punto culminante y desencadenó una gran guerra. Los hechiceros habían perdido y, perseguidos y acosados por una casta sacerdotal que los presentaba ante el pueblo como adoradores del Séptimo, el dios oscuro, no habían tenido más remedio que huir.

      —Abrieron un portal dimensional hasta la Tierra –le había contado Shail–, pero allí no les fue mejor. La Inquisición, la caza de brujas, todo eso. Algunos se refugiaron en lugares habitados por pueblos primitivos que aún respetaban la magia, pero otros volvieron atrás y crearon Limbhad, donde se ocultaron hasta que las circunstancias les permitieron volver. Sin embargo, de alguna manera, con el paso de los siglos, toda la información que había sobre Limbhad se perdió. Cuando yo empecé a estudiar, este lugar no era más que una leyenda.

      Ahora la historia se repetía. Una nueva generación de magos había escapado de Idhún.

      Alsan y Shail le contaron que ellos se habían topado con Limbhad por pura casualidad. Al caer por el túnel interdimensional se habían desviado ligeramente de la ruta prevista, y habían ido a parar a la Casa en la Frontera, lo cual favorecía considerablemente sus planes. Por desgracia, ahora no les era posible contactar con ninguno de los magos idhunitas exiliados en la Tierra. Ya fueran humanos, feéricos, gigantes, celestes, varu o yan, las principales razas inteligentes de Idhún, estaban camuflados entre los nativos bajo forma humana. Y, por supuesto, no empleaban la magia; de lo contrario, Kirtash los localizaría.

      Todo esto se lo había explicado el Alma, de la misma manera que le había enseñado a Jack lo que había pasado en Idhún el día en que los seis astros se reunieron en el cielo en aquella aterradora conjunción.

      —Fueron los tres soles y las tres lunas, ¿verdad? –había preguntado a Alsan–. Al reunirse en el cielo provocaron la muerte de los dragones. Yo lo vi.

      —Sí y no –replicó su amigo–. El Hexágono que representa el entrelazamiento de los seis astros en el cielo es el símbolo de Idhún. Esa conjunción ocurre una vez cada muchos siglos, pero no siempre implica una catástrofe. También puede producir grandes milagros. Los seis astros mueven una energía inmensa... todo depende de quién utilice esa energía, y para qué.

      —Hasta aquel día –añadió Shail, palideciendo–, ningún mortal había logrado provocar una conjunción. Ashran el Nigromante lo hizo, y empleó el inmenso poder del Hexágono para comunicarse con los sheks; les abrió la Puerta que les permitiría regresar a Idhún y les entregó nuestro mundo en bandeja.

      —¡Las serpientes aladas! –exclamó Jack, haciendo un gesto de repugnancia–. Las vi. Cientos de ellas. Tal vez miles.

      —Los sheks –dijo Alsan lentamente– son las criaturas más mortíferas de Idhún. Los únicos seres que podrían enfrentarse a los dragones y salir victoriosos.

      Jack no había hecho más preguntas. Todo lo que Alsan y Shail le contaban de Idhún le interesaba solo hasta cierto punto. Nunca había estado allí o, por lo menos, no lo recordaba. La idea de que existiesen de verdad criaturas tales como serpientes aladas o dragones seguía pareciéndole demasiado fantástica, a pesar de todo lo que había visto.

      Pero Kirtash era muy real.

      Se sentó en uno de los altos sillones que rodeaban la mesa redonda y respiró hondo, tratando de concentrarse. Después, con lentitud, colocó las manos sobre la mesa y llamó en silencio al espíritu de Limbhad.

      La presencia del Alma lo invadió de manera casi instantánea. Para no distraerse, evitó abrir los ojos, aunque sospechaba que en el centro de la mesa había comenzado a producirse aquel extraño fenómeno de la última vez: una esfera de luz brillante que rotaba sobre sí misma...

      «Quiero preguntarte algo», pensó Jack, sintiéndose, sin embargo, algo estúpido.

      El Alma no respondió, al menos no de manera clara y directa, pero Jack percibió que estaba receptiva y aguardaba su consulta.

      «Quisiera que me mostrases a una persona que está en la Tierra».

      Tampoco esta vez hubo respuesta, aunque Jack sintió que el Alma tenía sus reservas, y comprendió enseguida lo que quería decir: ni siquiera el espíritu de Limbhad podía encontrar a alguien que no quería dejarse localizar y que podía usar la magia para ocultarse de su mirada... como todos los hechiceros idhunitas exiliados. El camuflaje mágico exigía una mínima cantidad de energía y, a pesar de tratarse de un hechizo, no podía ser detectado con facilidad.

      Pero aquel a quien buscaba Jack no tenía motivos para ocultarse. Porque militaba en el bando de los vencedores y, seguramente, estaba acostumbrado a que la gente huyese de él, y no al revés.

      «Muéstrame a Kirtash», pidió Jack. «Quiero ver dónde está, y qué hace».

      El Alma no puso objeciones. Jack abrió los ojos.

      La esfera brillante giraba todavía a mayor velocidad y había adquirido un tono azulado. Jack comprendió que, en esta ocasión, se trataba de la Tierra.

      Se vio súbitamente engullido por aquella representación tridimensional de su planeta y se halló de pronto cayendo entre las nubes. El pánico lo inundó, pero se obligó a sí mismo a recordarse que aquello no era real, sino que se trataba de una visión. Se detuvo entonces y miró hacia abajo.

      Flotaba. A sus pies, el mundo giraba más deprisa de lo normal. Vio a lo lejos las sombras de una gran ciudad, cuyos edificios más altos pinchaban las nubes que cubrían el cielo nocturno. Al principio se sintió desconcertado. Aquella ciudad le resultaba muy familiar, pero no terminaba de ubicarla. Se sintió poderosamente atraído hacia allí y se apresuró a dejarse llevar por su instinto.

      Volvió a sentir aquella embriagadora sensación al sobrevolar las azoteas de los edificios, sin fijarse apenas en las luces deslumbrantes de la enorme metrópoli. Percibió que comenzaba a moverse cada vez más y más deprisa, e intuyó que estaba acercándose a su objetivo. Los contornos de los edificios se sucedían velozmente a sus pies, los ruidos no eran más que un confuso murmullo en el que resultaba imposible


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