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Un antiguo rencor. Georges OhnetЧитать онлайн книгу.

Un antiguo rencor - Georges  Ohnet


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asunto de conversación la preocupaba sobre todo y le abordaba con frecuencia, aunque fuese motivo para que su desacuerdo con Fortunato se acentuase con violencia. El abuelo de Roussel, general del primer imperio, había recibido de Napoleón primero el título de Barón después de la campaña de 1813, en la cual se había portado como un héroe. El barón Roussel había constituído un mayorazgo de diez mil francos de renta y añadido á su título el nombre de la tierra de Pontournant. Su hijo, que en tiempo de Luis Felipe se había dedicado á la industria, creyó oportuno llamarse sencillamente Roussel, y Fortunato, continuador de los negocios y partícipe de los escrúpulos de su padre, dejaba en el olvido su título nobiliario. Ni la más insignificante enseña de nobleza; ni el más pequeño de; nada de Pontournant; Roussel á secas; ¡el bello Roussel! y aun, para los íntimos, ¡Roussel el menor! Y él se reía de eso; ¡horror!

      Á Clementina ese olvido no le hacía gracia ninguna. El título de Barón, y ese nombre con rastrillo, con barbacana y con torres almenadas, Pontournant, le fascinaba por su aire de la edad media y hubiera querido llevarle. Ser baronesa de Pontournant con los ochenta mil francos de renta del tío Guichard, con más la fortuna de su primo y la suya; ¡qué sueño! ¡Y este Fortunato, poco complaciente, no quería que se le hablase de tal asunto! se burlaba de las veleidades aristocráticas de Clementina y no quería absolutamente proporcionarse el ridículo de convertirse en barón de Pontournant á los cuarenta años y siendo un notable comerciante, condecorado bajo el sencillo nombre de Roussel.

      Cuanto mayor era su repugnancia á satisfacer ese deseo de su futura, más grande se hacía el ardor con que ésta se empeñaba en imponérsele. Discutiendo el pro y el contra del escudo nobilario habían roto ya algunas lanzas y de esto vino todo el mal. Clementina, rechazada con ironía, se había batido prudentemente en retirada; pero una retirada no es una derrota para quien posee una voluntad decidida y nuestra heroína acechaba una ocasión de volver victoriosamente á la carga. Fortunato Roussel acababa de ser nombrado capitán de la Guardia Nacional de caballería, cuerpo aristocrático en el que procuraban servir entonces todos los elegantes de París. Al felicitarle por su nombramiento, Clementina dijo á su primo:

      —Ya estás enteramente metido en honores....

      Serás recibido por el Emperador en las Tullerías.... Te estoy viendo entrar en gran uniforme.... Estarás magnífico. Pero ¡cuánto mejor sería el efecto si al entrar te anunciasen: "¡El señor capitán barón de Pontournant!..."

      —¡Bah! dijo el novio. El capitán Roussel suena muy bien.

      —Sería de muy buen gusto volver á llevar el nombre de una ilustración del primer imperio....

      —Mi abuelo no pondría buena cara á un miembro de la caballería ligera de la burguesía parisiense....

      —Que podría entrar en la aristocracia tan fácilmente.

      —¡Bonita ventaja!

      —Un bonito nombre cuadra muy bien á un hombre arrogante.

      —Prima, ¡tú te propasas!

      —Pero, en fin, ¿á qué viene ese empeño de no llevar tu nombre?

      —Porque yo soy un hombre de negocios.

      —Déjalos.

      —Dios mío, ¿y en qué pasaré mi tiempo?

      —En ocuparte de mí.

      Á estas palabras siguió un largo silencio, como si Roussel hubiera estado midiendo todo el fastidio de semejante proposición y la señorita Guichard calculando toda su inverosimilitud. Por fin, Clementina reanudó la primera la conversación y dijo:

      —¿Por tan fútil motivo vas á causarme una pena seria?

      —Mi motivo no es más fútil que tu deseo.

      —¿Tan testarudo eres?

      —¿Y tú tan vanidosa?

      —¡Tan desgraciado serías por haberme hecho baronesa!

      —¿Y no es, acaso por serlo por lo que tanto deseas que nos casemos?

      Aquí se detuvieron, espantados del cambio de sus fisonomías: Fortunato, rojo como un gallo, estaba á dos dedos de la apoplejía y Clementina, devorada por la bilis, parecía amenazada de ictericia. Se encontraron mal y después de algunas palabras insignificantes, necesarias para atenuar la amargura de sus réplicas, se separaron muy descontentos y á mil leguas de una inteligencia. Roussel se fué á pie para calmar la efervescencia de su sangre y dando al diablo á su tío Guichard y á sus fantasías testamentarias.

      —¡Bonita idea la de quererme casar con esta soltera rabiosa! ¿Creería que por ochenta mil francos de renta iba á arriesgar la dicha de toda mi vida? Pardiez, no necesito su dinero ...¡Que lo guarde ella, puesto que el matrimonio es la condición sine qua non de la herencia! Yo seré siempre bastante rico, con tal de estar libre y tranquilo ... ¡Si fuese marido de Clementina, gastaría todo el dinero del tío Guichard en consolarme de vivir á su lado ...¡Mal negocio!

      Una vez en su casa, durmió mal; tuvo pesadillas espantosas y se despertó decidido á permanecer soltero. Clementina, después de haber pasado una parte de la noche rabiando y llorando, acabó por calmarse y se levantó con el propósito decidido de ceder en todos los puntos para no alejar á Fortunato, sin perjuicio de reconquistar, una vez realizado el matrimonio, todas las posiciones abandonadas. Se sentó á su mesa y escribió á su primo la más amable de las esquelas invitándole á venir á pasar la tarde con ella. Apenas había salido la doncella para llevarla, llegó una carta de Roussel anunciando á Clementina que un negocio imprevisto le obligaba á ausentarse por algunos días. La señorita Guichard exhaló un suspiro, se propuso hacer pagar después á Fortunato las humillaciones que la dedicaba, y no pudiendo hacer cosa mejor que esperar, esperó.

      Al cabo de quince días, como no recibiese noticias de su prometido ni oyese hablar de él, perdió la paciencia y se decidió á informarse. Interrogada la portera de la casa, respondió que el señor Roussel estaba en París, del que no se había movido, y que acababa de entrar en su casa. Á Clementina se le subió la sangre á la cabeza; se vió burlada, desdeñada; el temor y la cólera la sublevaban al mismo tiempo. Prorrumpió en una exclamación que asustó á la portera y enseguida, tomando su partido en un segundo, se lanzó á la escalera, subió los dos pisos, llamó con violencia, y sin preguntar nada al criado, que la conoció y estaba estupefacto, entró como una avalancha en el gabinete de su primo.

      Fortunato, sentado en una gran butaca y con una excelente pipa en la boca, leía tranquilamente su correo de la tarde, cuando la puerta, al abrirse bruscamente, le hizo levantar la vista. Se levantó rápidamente al reconocer á Clementina, colocó la pipa sobre la chimenea, metió las cartas en el bolsillo y con voz un poco temblorosa, porque tenía la sospecha de haberse conducido sin galantería, dijo:

      —¡Calla! querida prima, ¿eres tú?

      Después de esta vulgaridad, permaneció cortado, mirando con embarazo á Clementina, que estaba pálida, verdosa, sofocada, con los ojos dorados por la hiel. Por fin pudo recobrar la respiración y temblando de cólera, dijo:

      —¿Con que me ha engañado usted, diciéndome que se ausentaba? Yo le creía de viaje y está usted en París....

      —He vuelto antes de lo que pensaba, balbuceó Fortunato.

      —No mienta usted; porque no ha salido de París.

      —Pero....

      —¡Oh! Ahora comprendo porqué no quiere usted llevar su título ... No vendría bien con su carácter....

      —¡Prima mía!...

      —Se ha portado usted conmigo como un patán.

      —¡Ah!

      —Si, ¡lo que ha hecho usted es una cobardía!

      Y excitándose con el ruido de sus propias palabras, animándose con sus mismas violencias y viendo á


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