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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) (Active TOC) (AtoZ Classics). Артур Конан ДойлЧитать онлайн книгу.

Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) (Active TOC) (AtoZ Classics) - Артур Конан Дойл


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Sir Henry! Bienvenido a la mansión de los Baskerville!

      Un hombre de estatura elevada había salido de la sombra del pórtico para abrir la puerta de la tartana. La figura de una mujer se recortaba contra la luz amarilla del vestíbulo. También esta última se adelantó para ayudar al hombre con nuestro equipaje.

      —Espero que no lo tome a mal, Sir Henry, pero voy a volver directamente a mi casa —dijo el doctor Mortimer—. Mi mujer me aguarda.

      —¿No se queda usted a cenar con nosotros?

      —No; debo marcharme. Probablemente tendré trabajo esperándome. Me quedaría para enseñarle la casa, pero Barrymore será mejor guía que yo. Hasta la vista y no dude en mandar a buscarme de día o de noche si puedo serle útil.

      El ruido de las ruedas se perdió avenida abajo mientras Sir Henry y yo entrábamos en la casa y la puerta se cerraba con estrépito a nuestras espaldas. Nos encontramos en una espléndida habitación de nobles proporciones y gruesas vigas de madera de roble ennegrecida por el tiempo que formaban los pares del techo. En la gran chimenea de tiempos pretéritos y detrás de los altos morillos de hierro crepitaba y chisporroteaba un fuego de leña. Sir Henry y yo extendimos las manos hacia él porque estábamos ateridos después del largo trayecto en la tartana. Luego contemplamos las altas y estrechas ventanas con vidrios antiguos de colores, el revestimiento de las paredes de madera de roble, las cabezas de ciervo, los escudos de armas en las paredes, todo ello borroso y sombrío a la escasa luz de la lámpara central.

      —Exactamente como lo imaginaba —dijo Sir Henry—. ¿No es la imagen misma de un antiguo hogar familiar? ¡Pensar que en esta sala han vivido los míos durante cinco siglos! Esa simple idea hace que todo me parezca más solemne.

      Vi cómo su rostro moreno se iluminaba de entusiasmo juvenil al mirar a su alrededor. Se encontraba en un sitio donde la luz caía de lleno sobre él, pero sombras muy largas descendían por las paredes y colgaban como un dosel negro por encima de su cabeza; Barrymore había regresado de llevar el equipaje a nuestras habitaciones y se detuvo ante nosotros con la discreción característica de un criado competente. Era un hombre notable por su apariencia: alto, bien parecido, barba negra cuadrada, tez pálida y facciones distinguidas.

      —¿Desea usted que se sirva la cena inmediatamente, Sir Henry?

      —¿Está lista?

      —Dentro de muy pocos minutos, señor. Encontrarán agua caliente en sus habitaciones. Mi mujer y yo, Sir Henry, seguiremos a su servicio con mucho gusto hasta que disponga usted otra cosa, aunque no se le ocultará que con la nueva situación habrá que ampliar la servidumbre de la casa.

      —¿Qué nueva situación?

      —Me refiero únicamente a que Sir Charles llevaba una vida muy retirada y nosotros nos bastábamos para atender sus necesidades. Usted querrá, sin duda, hacer más vida social y, en consecuencia, tendrá que introducir cambios.

      —¿Quiere eso decir que su esposa y usted desean marcharse?

      —Únicamente cuando ya no le cause a usted ningún trastorno.

      —Pero su familia nos ha servido a lo largo de varias generaciones, ¿no es cierto? Lamentaría comenzar mi vida aquí rompiendo una antigua relación familiar.

      Me pareció discernir signos de emoción en las pálidas facciones del mayordomo.

      —Mis sentimientos son idénticos, Sir Henry, y mi esposa los comparte plenamente. Pero, a decir verdad, los dos estábamos muy apegados a Sir Charles; su muerte ha sido un golpe terrible y ha llenado esta casa de recuerdos dolorosos. Mucho me temo que nunca recobraremos la paz de espíritu en la mansión de los Baskerville.

      —Pero, ¿qué es lo que se proponen hacer?

      —Estoy convencido de que tendremos éxito si emprendemos algún negocio. La generosidad de Sir Charles nos ha proporcionado los medios para ponerlo en marcha. Y ahora, señor, quizá convenga que los acompañe a ustedes a sus habitaciones.

      Una galería rectangular con balaustrada, a la que se llegaba por una escalera doble, corría alrededor de la gran sala central. Desde aquel punto dos largos corredores se extendían a todo lo largo del edificio y a ellos se abrían los dormitorios. El mío estaba en la misma ala que el de Baskerville y casi puerta con puerta. Aquellas habitaciones parecían mucho más modernas que la parte central de la mansión; el alegre empapelado y la abundancia de velas contribuyeron un tanto a disipar la sombría impresión que se había apoderado de mi mente desde nuestra llegada.

      Pero el comedor, al que se accedía desde la gran sala central, era también un lugar oscuro y melancólico. Se trataba de una larga cámara con un escalón que separaba la parte inferior, reservada a los subordinados, del estrado donde se colocaban los miembros de la familia. En un extremo se hallaba situado un palco para los músicos. Vigas negras cruzaban por encima de nuestras cabezas y, más arriba aún, el techo ennegrecido por el humo. Con hileras de antorchas llameantes para iluminarlo y con el colorido y el tosco jolgorio de un banquete de tiempos pretéritos quizá se hubiera dulcificado su aspecto; pero ahora, cuando tan sólo dos caballeros vestidos de negro se sentaban dentro del pequeño círculo de luz que proporcionaba una lámpara con pantalla, las voces se apagaban y los espíritus se abatían. Una borrosa hilera de antepasados, ataviados de las maneras más diversas, desde el caballero isabelino hasta el petimetre de la Regencia, nos miraba desde lo alto y nos intimidaban con su compañía silenciosa. Hablamos poco y, de manera excepcional, me alegré de que terminara la cena y de que pudiéramos retirarnos a la moderna sala de billar para fumar un cigarrillo.

      —A fe mía, no se puede decir que sea un sitio muy alegre —exclamó Sir Henry—. Supongo que llegaremos a habituarnos, pero por el momento me siento un tanto desplazado. No me extraña que mi tío se pusiera algo nervioso viviendo solo en una casa como ésta. Si no le parece mal, hoy nos retiraremos pronto y quizá las cosas nos parezcan un poco más risueñas mañana por la mañana.

      Abrí las cortinas antes de acostarme y miré por la ventana de mi cuarto. Daba a una extensión de césped situada delante de la puerta principal. Más allá, dos bosquecillos gemían y se balanceaban, agitados por el viento cada vez más intenso. La luna se abrió paso entre las nubes desbocadas. Gracias a su fría luz vi más allá de los árboles una franja incompleta de rocas y la larga superficie casi llana del melancólico páramo. Cerré las cortinas, convencido de que mi última impresión coincidía con las anteriores.

      Aunque no fue la última en realidad. Pronto descubrí que estaba cansado pero insomne y di muchas vueltas en la cama, esperando un sueño que no venía. Muy a lo lejos un reloj de pared daba los cuartos de hora, pero, por lo demás, un silencio sepulcral reinaba sobre la vieja casa. Y luego, de repente, en la quietud de la noche, llegó hasta mis oídos un sonido claro, resonante e inconfundible. Eran los sollozos de una mujer, los jadeos ahogados de una persona desgarrada por un sufrimiento incontrolable. Me senté en la cama y escuché con atención. El ruido procedía sin duda del interior de la casa. Por espacio de media hora esperé con los nervios en tensión, pero de nuevo reinó el silencio, si se exceptúan las campanadas del reloj y el roce de la hiedra contra la pared.

      7. Los Stapleton de la casa Merripit

      Al día siguiente la belleza de la mañana contribuyó a borrar de nuestras mentes la impresión lúgubre y gris que a ambos nos había dejado el primer contacto con la mansión de los Baskerville. Mientras Sir Henry y yo desayunábamos, la luz del sol entraba a raudales por las altas ventanas con parteluces, proyectando pálidas manchas de color procedentes de los escudos de armas que decoraban los cristales. El revestimiento de madera brillaba como bronce bajo los rayos dorados y costaba trabajo convencerse de que estábamos en la misma cámara que la noche anterior había llenado nuestras almas de melancolía.

      —¡Sospecho que los culpables somos nosotros y no la casa! —exclamó el baronet—. Llevábamos encima el cansancio del viaje y el frío del páramo, de manera que miramos este sitio con malos ojos. Ahora que hemos descansado y nos encontramos bien, nos parece alegre una vez más.

      —Pero


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